Podría decir que aquella era una noche cualquiera. En algunas casas cercanas se escuchaba música, pleitos y bailes, como frecuentemente sucedía; de pronto, empezaron a sonar disparos de armas de fuego por todas partes, cosa que también era habitual, más no en forma tan abundante.
En mi casa no había fiesta. Nunca festejamos nada en nuestra niñez. Por el contrario, se percibía cierta tristeza, un ambiente más frio y áspero de lo habitual.
Mi papá y mi mamá andaban muy afanosos y preocupados en los últimos días. A nosotros, como siempre, nos tocaba observar, sentir, llorar a escondidas, obedecer y callar.
Cuando los balazos amainaron, mi papá tomó una valija vieja, se puso su cinturón que para nosotros fue verdugo, psicólogo, artefacto de estimulación temprana, terapeuta de desarrollo personal y motivacional. Pero ahora le servía como directorio, ya que en él llevaba escritas, por el lado interno, bastantes direcciones, teléfonos y datos personales.
Nos dio un abrazo, creo que el primero de los pocos que recibimos. Y con la voz quebrada por un sollozo, también el único que recuerdo, pronunció un simple “voy a un mandadito, pórtense bien”; y desapareció entre las balas, los pleitos de borrachos y los ladridos de los trecientos perros del barrio.
A mis siete años, yo no alcanzaba a comprender qué estaba pasando. Pero algo muy grave debió haber sido, ya que me encontré a mi mamá llorando entre el fogón y los costales de mazorcas.
Para aumentar mis desconciertos y angustias, llegó doña Chuy, la esposa en turno de mi Tío Ramón, vecina nuestra, que al abrazarme tocó mi espalda desnuda con una cerveza helada que traía en su mano y pronunció una frase que yo nunca antes había escuchado y que jamás olvidaré: “Feliz Navidad y que regrese pronto Papá”.
Yo no sabía que era eso de navidad y tampoco sabía a dónde había ido mi Papá. Pero en mis infantiles cavilaciones tomé una sincera molestia contra lo que sea que significara navidad, que hacía que los vecinos se pusieran violentos y mi papá se perdiera en medio de la noche, dejándonos a todos solos y llorando.
En aquellos tiempos éramos cuatro hermanos. La mayor de ocho años y el menor, tal vez tres.
Los siguientes meses fueron los más tortuosos que recuerdo. A la tristeza que nos ocasionaba la ausencia, se sumaban las recurrentes enfermedades que de forma simultánea nos atacaban a mí y a mis hermanos, sin contar que las carencias y necesidades se recrudecieron aún más.
Y mis primeras letras me sirvieron para pedirle a mi Papá que regresara pronto porque en casa nos hacía mucha falta.
Cada mañana hacíamos guardia esperando escuchar el silbato del cartero y lo deteníamos para preguntarle si mi Papá le había entregado una carta para nosotros. Nos parecía tormentosa la espera.
Mi mamá nos explicaba que las cartas tardaban dos semanas en llegar a él y dos semanas más en recibir la contestación.
Hubo ocasiones que lo que recibíamos de manos del cartero era la que nosotros habíamos enviado y que por algún motivo no había podido ser entregada a su destinatario.
Recuerdo que una tarde, mis hermanos y yo enfermos, mi mamá totalmente fuera de control, buscó un número telefónico entre unos papeles, consiguió unas pocas monedas y dijo: “Ya estuvo bueno, ahorita voy a la caseta de teléfonos y le llamo a tu padre para que se regrese inmediatamente. Si nos va a llevar la chingada, que al menos estemos todos juntos”.
Y a los pocos días estábamos todos reunidos nuevamente. Ahora la sobria bienvenida consistió en una innecesaria justificación; “Por las prisas no pude traerles ningún regalo”. Creo que aparte del sustento vital y los cuidados básicos, nunca habíamos pedido ni necesitado regalo alguno.
Con el tiempo fui comprendiendo que mi papá se había visto en la gran necesidad de irse de “mojado”, pero que el gran apego a nosotros y la presión emocional que ejercíamos no le permitieron vivir lejos de su hogar.
Algunos años después nos explicó que habían planeado viajar en Noche Buena, para llegar a la frontera en Navidad, “porque la migra en esos días no anda tan dura”
Y a los tres meses lo teníamos de regreso. Nosotros felices, y él teniendo que soportar la inconciencia de vecinos y conocidos que lo tildaban de brasero fracasado, términos que a esa edad tampoco entendíamos y menos nos importaban.
Desde entonces, las navidades fueron para nosotros un día cualquiera, pero nunca tan doloroso y desconcertante como aquella noche.
Y nunca más mi papá se separó de nosotros, ni un solo día; fueron años intensos, duros, pero siempre con la certeza que otorga el hecho de que el Capitán esté al frente de la barca, por pequeña y frágil que ésta sea y sin importar la furia de las tempestades.
Gabriel Valdovinos Vázquez
Colima, MÉXICO. 1970.
Autor de los libros Jubileo, Destellos, Desafíos y Naufragios. Colabora en diversas revistas de España, EUA, México, Perú, Colombia y Argentina. Escribe narraciones cortas, sobre temas sencillos y cotidianos; pretende llevar al lector, a través de la magia de las palabras, a paraísos maravillosos ubicados en nuestro entorno o en nuestros recuerdos y habitado por seres extraordinarios con los que convivimos todos los días.
Fotografía de Daiga Ellaby (en Unsplash). Public domain.
Muchas felicidades Don Gabriel, saludos y bendiciones!!!
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