'Confidencias paternales', relato de Gabriel Valdovinos Vázquez

Esta noche el majestuoso plenilunio potencia mi sensibilidad y mi nostalgia. Las vivencias de mi infancia se conjugan con la vorágine de emociones que actualmente conforman mi realidad, haciendo imprescindible uno de esos reconfortantes encuentros contigo, de los cuales obtengo siempre una respuesta, una alentadora esperanza, una palabra de aliento o simplemente un hombro donde apoyarme, para, junto a ti, enfrentar las tempestades.
Mis hijos, tus nietos, han crecido; son grandes, fuertes y de buen corazón, como tú. Espero que no tengan que usar sus espaldas para cargar costales de copra y sacos de cemento, como te vi hacer tantas veces en mi niñez. Con una dolorosa mezcla de orgullo, impotencia y coraje presionándome el pecho, y dejando escapar furtivas lágrimas y firmes propósitos de solventar de mejor manera las necesidades diarias.

¿Sabes? Continuamente me ufanaba de poder darles todas las atenciones y de complacerles cuanta ocurrencia y disparate se les cruzaba por la cabeza. Me sentí́ orgulloso de estar cerca de ellos en sus angustias y temores infantiles. Intentaba tal vez curar las heridas y cubrir las ausencias de mi niñez, les brindaba una serie de frases que parecían dar soluciones mágicas a cada ocasión.

—“¡No tengas miedo, aquí́ está Papá para defenderte!” Infalible para llevar a tus nietos a un sueño tranquilo, pues confiaban en que mi brazo obeso y reumático haría pedazos a cualquier monstruo, fantasma o gigante malévolo que se atreviera a acercarse.

—“¡Sana, sana colita de rana!” Bálsamo milagroso para curar el dolor de los moretones, los chichones y las boquitas sangrantes, trofeos cotidianos de sus imprudencias infantiles.

—“¡A la carga, mis valientes!” Arenga infalible para avivar el valor y obtener la victoria ante las más temerarias batallas en contra de la sopa de verduras o el tiradero de la sala.

—“¡Abracadabra!” Conjuro portentoso con el cual todo obstáculo se desvanecía, que en combinación con una leve patada o un suave puñetazo de Papá daría paso a las más inimaginables sorpresas, golosinas o regalos, sin importar el envase, envoltura o cerradura que los ocultase.

Entre encantamientos, cuentos de superhéroes, canciones de cuna, mentiritas piadosas, promesas pendientes, artimañas, apapachos, berrinches y complicidades, surcamos junto con tus nietos una infancia llena de amor, fantasías y esperanzas.

Qué diferente es todo esto de los tiempos aquellos de nuestra niñez. Sí. Aquellas tardes angustiosas, en las que al escuchar, “ya no tarda en llegar tu Padre” debíamos haber terminado de alimentar a los marranos y a las gallinas, tener las tareas escolares listas y las de mis hermanos revisadas y corregidas, desgranado y molido el maíz, encendidos los fogones y cocido el nixtamal, acarreada suficiente leña, agua y estopas para la noche y la mañana del día siguiente… para verte llegar rendido, dormir un poco, cenar, y regresar al trabajo.

Y nosotros, a pasar la noche en soledad, con dudas, miedos, pesadillas, llantos ahogados en silencio, lágrimas que se filtraban por la tierra que nos servía de colchón.

Hoy, mientras acompaño a mis hijos en su crecimiento, me encuentro con que ya nada de mi antiguo repertorio funciona.

De pronto el camino topa con obstáculos como muros infranqueables, como abismos insondables, como encrucijadas que son imposibles de desentrañar.

De repente el héroe se queda sin capa y sin fuerza; al mago se le agotan los superpoderes, los menjurjes y los conjuros; la bola de cristal ya no tiene respuestas emocionantes, todas sus propuestas son erráticas, absurdas y anticuadas.

Ahora los fantasmas que aterrorizan a tus nietos no son imaginarios, son verdaderos monstruos que hemos ido alimentando los adultos generación tras generación: delincuencia, violencia, frivolidad, decadente ética moral, incertidumbre social, degradación ecológica, y un interminable etcétera.

Me miran con ojos anhelantes, extienden sus brazos esperando recibir respuestas, soluciones, cuestionando el por qué́ no basta con seguir los consejos y obedecer las órdenes de Papá para que todo resulte como él prometió́ y ellos esperaban.

La realidad les presenta un paisaje muy diferente al que ellos desean, las costumbres sociales no llevarán a la civilización al nivel de desarrollo al que ellos aspiran… parece que todos están en contra, o tal vez todo está́ perdido.

Ante esto que pareciera ser desalentador, frustrante y hasta aterrador, recurro a ti para desahogar tantas preguntas e inquietudes.

¿Cómo lograste trabajar sin desfallecer para procurar el sustento diario para el doble de hijos de los que tengo yo, en faenas extenuantes y condiciones tan adversas?

¿Cómo pudiste brindar educación a tus hijos en épocas en que el compromiso paternal y las posibilidades económicas se limitaban a solventar las necesidades materiales básicas?

¿Qué te llevó a confiar en que el estudio permitiría a tus hijos acceder a mejores niveles de bienestar, siendo que tú apenas conocías las letras?

¿Cómo hiciste para vencer la presión de todos tus conocidos, quienes duramente te criticaban por tu apego al trabajo y a la familia, y por tu oposición a los vicios y malas costumbres de tu entorno social? 

¿Cómo guiaste a tus hijos por sendas de superación en medio de un ambiente de conformismo y claudicación?

¿Cómo puedo transmitir a mis hijos tu entereza, tu valor indómito, tu carácter inquebrantable y tu invencible perseverancia ante cualquier reto?

¿De dónde sacaste fuerza para sobrellevar los arranques de incomprensión de tus hijos, sus descalabros, sus frustraciones, sus errores y sus derrotas?

Tu serena calma es un claro llamado a la reflexión, a través de la cual logro captar tu mensaje en lo más profundo de mi ser.

Es el amor a los hijos lo que motiva al cumplimiento de la responsabilidad paternal.

Es el amor a los hijos los que define el camino a seguir y traza la senda que ellos a su vez podrán transitar.

Es el amor a los hijos lo que da aliento y fortaleza cuando el cuerpo desfallece, el espíritu duda y todo el entorno opone resistencia.

Es el amor a los hijos el bálsamo que cura sus heridas, sus desengaños, a veces sin necesidad de respuestas, a veces con el simple hecho de sentir la mutua cercanía.

Y en todo momento, estar en cercano contacto con la Eterna fuente del Amor, pidiendo siempre, como lo hizo el gran Salomón, sabiduría y fortaleza, para guiar a ese pequeño ejército al triunfo infinito para el que la familia fue creada.

Gran fortuna es contar con tu ejemplo que me guía, con tu valor que me fortalece y con tu cercanía que me conforta.

Gracias, porque tu recuerdo me orienta para amar y tratar de conducir a mis hijos por esas imborrables veredas que para la inmortalidad tú, como padre, trazaste.


Gabriel Valdovinos Vázquez
Colima, México. 1970. Autor de los libros Jubileo, Destellos, Desafíos y Naufragios. Colabora en diversas revistas de España, EUA, México, Perú, Colombia y Argentina. Escribe narraciones cortas, sobre temas sencillos y cotidianos; pretende llevar al lector, a través de la magia de las palabras, a paraísos maravillosos ubicados en nuestro entorno o en nuestros recuerdos y habitado por seres extraordinarios con los que convivimos todos los días.


Fotografía de Liv Bruce (en Unsplash). Public domain.


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