—Matalo —dijo la Voz Uno, que al niño se le antojaba la de una muchacha hermosa como princesa, cabello oscuro, piel morena y ojos gigantes.
—Hacele caso, matalo —dijo la Voz Dos, que era dura y rasposa, como la de un hombre gastado de alcohol y cigarros; no tan viejo en años, pero sí en atravesar la vida rebotando madrugadas en antros roñosos.
El niño no dudó. No había razón para hacerlo. Al fin y al cabo, las dos voces siempre habían estado allí dentro, en algún lugar de su cabeza, guiándolo y enseñándole.
Las escuchaba de otra manera; distinta a como se oían los demás y todos los sonidos de su mundo —a través de sus oídos—; sino que llegaban, no sabía adónde, como vibraciones claras e identificables, distintas a sus propios pensamientos, a los que no podía ponerles timbre ni entonación que los distinguieran. Las voces de Ella y Él —nunca supo, ni necesitó, ponerles nombre— eran firmes, reconocibles, únicas. Representaban, además, su primer acercamiento a un mundo sonoro, preexistente al exterior —aunque a esto no podía saberlo—, porque ya estaban cuando a sus oídos llegaban sólo los ruidos del cuerpo de su madre y voces difusas de un mundo extraño, atenuadas por un océano de líquido amniótico. Y, más importante aún, las voces de Ella y Él estaban siempre presentes; más que su padre, su madre, su abuela, sus maestros o sus amigos; calmándolo cuando las luces de la habitación se apagaban, defendiéndolo de monstruos, transmitiéndole tranquilidad en las noches de tormenta. No tenía, en su memoria, registros de un solo momento en que hubiese estado solo. Podía ocurrir que, durante días, alguno de los dos se callase; pero jamás había ocurrido, ni ocurriría —se lo habían prometido— que se fueran los dos.
—Matalo.
—Matalo.
El niño se acercó con una sonrisa en su rostro y la mano extendida. El animalito desconfió, pero venció su aprensión y, con sigilo, se acercó y lamió los dedos. El niño tomó al animal de sus patas traseras, lo levantó como si fuese un palo; y con él golpeó la piedra, que se tiñó de rojo.
—Gracias —dijo la Voz Uno.
—Gracias, pibe —dijo la Voz Dos.
—Dale unos metros de ventaja, pibe —dijo la Voz Dos; y el muchacho, ahora de unos diecisiete años, detuvo el puño en el aire.
El pobre hombre, flaco y andrajoso, entrevió una salida; sacudió su brazo para soltarse de la mano que lo tomaba, e intentó correr, sobreponiéndose al dolor de su pierna ulcerada.
—Dejalo que se escape. Me gusta cuando corren y creen que tienen alguna esperanza —dijo la Voz Uno.
Cuando el hombre estaba a unos cincuenta metros, la Voz Dos dijo:
—Dale, pibe.
Ella y Él experimentaban el mundo a través de los sentidos del muchacho. Olían lo que él, saboreaban lo que él. Cuando el muchacho tocaba algo caliente, eran tres los que decían «¡Quema!». Cuando cerraba los ojos, los tres pensaban «negro». Cuando descargaba su rabia —que era rabia de los tres— sobre la humanidad de alguien, eran tres los que se sentían satisfechos.
Con el tiempo, el muchacho había comprendido que Voz Uno y Voz Dos aprendieron todo junto con él. Se explicó que, quizá porque ambos tuvieron siempre voces de adultos, él los creyó, como los mayores del mundo exterior, dotados del conocimiento de todas las cosas que él ignoraba; pero no era así. Cada nueva experiencia de él, lo era, también, para Voz Uno y Voz Dos.
—Alcanzalo.
—Alcanzalo.
El muchacho inició un trote cansino para seguir al pordiosero. Sacó la navaja jerezana de su bolsillo —recuerdo de un tatarabuelo, venido desde España, después de la Guerra Civil—, y la abrió cuando estaba a sólo unos pasos del hombre.
—Dale ahora —dijo la Voz Dos.
—¡Ahora! —acució la Voz Uno.
El muchacho aceleró la carrera y clavo la navaja, una y otra vez, en el cuello del hombre.
—¡Ah! —exclamó la Voz Uno, satisfecha.
—Eso estuvo bien, pibe —dijo la Voz Dos.
Conoció a la mujer en el colectivo, de ida al trabajo. Salieron algunas veces, sin plantearse compromisos y sin esperar demasiado. Decidieron convivir en el departamento minúsculo que ella alquilaba.
Dos meses después, llegó la plaga. Avanzó rápido. El aislamiento, también; y se extendió por días interminables. Después, vinieron la estrechez económica, el hastío, las discusiones por nimiedades y el fastidio. La convivencia larga y obligada, en un lugar tan pequeño, no resultó.
—Pibe, no te merece —ahora era un hombre, aunque la Voz Dos todavía lo llamaba «pibe».
—Siempre está contradiciéndote —acotó la Voz Uno.
—Se cree que es tu madre.
—No te quiere.
—¿Qué falta te hace, si nos tenés a nosotros?
Era curioso, pero Ella y Él nunca habían estado en desacuerdo. Si alguna situación confundía al hombre, ambos opinaban en el mismo sentido; transmitiéndole seguridad y actuando como referencias para él. Nunca se había percatado de eso.
—Es una puta —sentenció la Voz Uno.
—Tampoco merece vivir —atacó, dura, la Voz Dos.
—¡Matala! ¡Matala! ¡Matala! —recitó la Voz Uno, como si se tratase de un mantra.
El hombre entro al baño, despacio y en silencio. La mujer estaba en la ducha y su silueta se insinuaba detrás de la cortina. El hombre llevó la escopeta a su cintura. El sonido del agua disimuló el doble «click», cuando amartilló ambos caños. Como al descuido, apretó un gatillo y, un segundo después, el otro. Aunque aturdido por las explosiones, escuchó las voces:
—¡Qué bien! —dijo la Voz Uno.
—Fantástico, pibe —dijo la Voz Dos.
Luego, el hombre encendió un cigarrillo, cerró con llave la puerta del departamento, bajó los tres pisos por la escalera y, sin soltar el arma, salió a la calle.
Los vecinos escuchaban a la pareja discutiendo todos los días. Pero había gritos en todas las casas. Sin embargo, disparos de escopeta era algo distinto. Alguien llamó al nueve once.
Los controles de la cuarentena eran estrictos y los móviles policiales recorrían las calles con una cadencia machacona, así que, antes de los dos minutos, estuvieron allí.
El hombre caminaba, lento, por la vereda, con la mirada perdida y el cigarro en la boca.
—¡Ah! ¡Qué bien se siente! —dijo la Voz Uno.
—Qué placer, pibe —dijo la Voz Dos.
Una tercera voz, que venía de afuera, gritó:
—¡Alto! ¡Policía! ¡Soltá el arma!
—No lo escuches —dijo la Voz Uno.
—Matalo a ese también, pibe —susurró la Voz Dos.
El hombre se detuvo y abrió los caños de la escopeta. Como en sueños, escuchó que eran varios los que ahora gritaban «¡Alto!, ¡alto!». Buscó los dos cartuchos en los bolsillos del jean y los cargó. Cerró los caños, levantó el arma y apuntó al primer policía. Escuchó varias detonaciones y sintió golpes en el pecho, la espalda, las piernas. Mientras caía, apretó los dos gatillos, pero ya no vio nada. Todo se oscureció.
—¿Pibe? —preguntó la Voz Dos. Sonó extraña, sin reverberación, sin ecos.
—Tengo miedo —dijo la Voz Uno, que aún seguía siendo la de una mujer joven.
—¿Estás ahí? —insistió la Voz Dos.
—No te veo —acotó la Voz Uno—. ¿Qué pasó?
—Lo mataron
—¿A quién?
—¡Al pibe! —respondió la Voz Dos.
—¿Por eso estamos en la oscuridad? ¿Por eso todo está en silencio? —interrogó la Voz Uno, con temor.
—Supongo que sí. Él era nuestro cuerpo —intentó explicar la Voz Dos.
—¿Y qué vamos a hacer?
—No sé.
—¡No quiero estar acá!
Voz Dos suspiró con resignación que más parecía congoja.
—¡Hacé algo! —dijo la Voz Uno
—¿Qué? ¿Qué te parece que podemos hacer?
Voz Uno lanzó un gemido. Se hizo un largo silencio.
—Tengo miedo —insistió la Voz Uno.
La Voz Dos no respondió. Hubo un silencio aún más prolongado que el anterior.
—Hablame —acució la Voz Uno, en un susurro.
—¡Qué querés que diga! —gritó la Voz Dos, con odio.
—No sé. No quiero estar acá.
—¡Yo tampoco!
—¿Y qué hacemos?
—¡No sé! Esto…es… un confinamiento.
Un tercer silencio duró más que los anteriores.
—¿Y cuánto va a durar? —interrogó la Voz Uno.
—Supongo —dijo la Voz Dos, entrecortada—, supongo que toda la eternidad.
Daniel Frini nació el 29 de octubre de 1963, en Berrotarán, Córdoba, República Argentina. Reside en Villa Ballester, San Martín, Buenos Aires. Es Ingeniero Mecánico Electricista por la Universidad Nacional de Río Cuarto (UNRC) y Diplomado en Dirección General Economía y Negocios para Pequeñas y Medianas Empresas por la Universidad Nacional de San Martín (UNSAM), escritor y artista visual. Desde 2018 es Columnista de la revista “Educación Alternativa Un Vistazo” (Oaxaca, México). Desde 2019 es profesor en la Escuela de Escritores del Círculo Literario de General San Martín. 1er Premio en el III Concurso de Microrrelato Ilustrado Universidad de Jaén / Microrrelato, con el microrrelato y la obra visual “Bonjour tristesse” (Jaén, España; 2019). Biografía completa.
📚 Leer otro texto de este autor (en Herederos del Kaos): El cuaderno Fergusson.
Fotografía de taylor deas melesh (en Unsplash). Public domain.
No hay comentarios:
Publicar un comentario