La chica daba el discurso en una esquina. De espaldas a varios tipos iguales que se deslizaban en tablas de skate, fumaban y caían como mierdas fascinadas por su propia peste. Bebía cerveza de una lata aplastada. Se rascaba el culo y danzaba una especie de estriptis burdo en el que exhibía sus tetas tatuadas con escorpiones y calaveras. Como si fuera lo último que le quedara en el cuerpo.
De manera que tuve la impresión de que se parecía solo a ella misma. Era aterrador, melancólicamente real, bello. Hablaba de su nuevo trabajo y cómo durante los días de capacitación le explicaban las formas en que iba perder el empleo que acababa de conseguir.
A nadie le importaba su numerito. Se cagaba de risa mientras yo observaba su piel transparente teñirse de escarlata. Similar a una laguna de sangre en el rostro.
La lluvia había mojado aquella esquina. Sus botas se hundían en un espejo de agua. Un ave plateada posó su existencia en las hojas de un árbol. Picoteó sus alas y, entonces, un puñado de burbujas explotaron en el aire.
El ave cagó. Al instante despareció entre las nubes. En el suelo quedaron plumas rotas. Era un atardecer corto, gris. Los faroles de la calle se encendieron y la lluvia, ahora sepia, empapó nuevamente el lugar.
Dos chicos, tendidos encima de los grafitis de la piscina de patinaje, se incorporaron y empezaron a reventarse las caras a puñetazos. Alguien arrojó una botella, un tomate para estimular la furia. O ayudarlos a exterminar el miedo. Se cortaron. Después pararon y compartieron un porro.
Sonaba reggaetón. Pero me hubiera gustado que la música fuera Tonight, de Iggy Pop. La chica se hizo llamar Cristal. Tenía piernas raspadas. Se arrodilló en el charco. El cielo rugía a causa de los relámpagos y el agua la bañaba de un modo fantástico.
Yo la observaba desde la pared donde eché una meada. Había jurado que jamás me volvería enamorar. Y así fue. Gritó que si perdía el trabajo intentaría vender en internet videos cogiéndose a sí misma.
Desesperada. Estaba desesperada porque ya no había amor, ni vida, dinero o sueños en los que valiera la pena depositar esperanzas. Ebrio, me le acerqué y le mentí. Le dije que todo iba a estar bien. Arrojé tres monedas en sus articulaciones flexionadas en la lluvia. Me insultó. Quise escupirla.
Compré cerveza. Cogí el metro y me largué sin rumbo. A mirar la ciudad a través de las ventanillas salpicadas del diluvio. Horas terriblemente solitarias. En el vagón los altavoces anunciaban la próxima estación. Construí fantasías para no aburrirme. Para no pasarla tan mal. Apoyé el cráneo en el vidrio y recordé la sonrisa de Cristal. Deseé que alguien la amara hasta el final de este tren. Pero la libertad tiene el aspecto del vacío, la nada. Estábamos liquidados.
Sebastián Trujillo. Comunicador social y periodista colombiano residente en Berlín, Alemania.
Las imágenes han sido aportadas por el autor de la obra.
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