La gravedad dejó de funcionar. Los postes de luz arrancándose del suelo con una impresionante violencia avanzaron con la meteórica velocidad suficiente para extraviarse en el firmamento. Las personas se refugiaron en sus casas; caían impetuosamente sobre sus techos. Muchos pobladores fueron arrojados con gran rapidez hacia el cielo: se transformaron en diminutas siluetas flotando.
Las inmensas cortinas de mar se alzaron de manera insólita hasta cubrir anchos espacios de atmósfera. En el cielo volaban animales y árboles. Los sobrevivientes se apiñaron en casas, edificios y bajo puentes. Los individuos asustados que corrían por las calles se introdujeron en hogares desconocidos para sobrevivir; las familias los aceptaban debido a las condiciones mundiales. Como algunas viviendas estaban fijas a la tierra, no se desprendieron tan fácil; no obstante, las más débiles volaron al instante. Los habitantes empezaron a utilizar su techo como piso.
Transcurrieron días. Las moradas continuaban desprendiéndose. Luego de una semana quedaron pocos sobrevivientes en el mundo. Dos familias permanecían en sus casas. Los Epston habían administrado bien su comida, pero se les veía desesperados. A la familia Montalván Castillo le quedaba poco alimento; sin embargo, se mantenían tranquilos por haber aceptado las circunstancias. Ambas agrupaciones se ayudaban comunicándose por las ventanas de los dormitorios. Hank Epston compartía por la ventana algunas frutas amarradas con cuerdas a Lucía Castillo. Elfego hablaba con los Epston por una ventana: les platicaba sobre la aceptación de la muerte y las enseñanzas de Buda. En el interior de sus residencias se sentaban sobre sus techos.
La ciudad se mantenía silente por la escasa población. Gretel, hija de Lucía y Elfego, jugaba tranquila en el techo de la sala con una pelotita roja que le cabía en la mano: la arrojaba repetitivamente hacia la pared. Las familias conversaban por las tardes hasta el anochecer. Los Montalván Castillo prendían algunas velas. Los Epston oraban. Al amanecer, Hank saludaba a Lucía y Elfego. Gretel le mostraba su pelota roja a Jack, hijo de Hank. A Jack se le dibujaba una fina mueca en el rostro.
—¿Sigues preocupado? —preguntó Gretel a Jack.
—Tengo miedo de que se despeguen nuestras casas.
—Tranquilo, no pasa nada. Te prestaría mi pelota, pero me da miedo que al aventártela caiga hacia el cielo y la pierda para siempre.
Gretel se despidió con la mano y desapareció de la ventana. Jack reparó en la ausencia de la niña.
Aquel atardecer, el par de grupos se sentaron en sus techos para platicar desde las ventanas. Los Epston estaban a oscuras mientras a los Montalván Castillo los iluminaba una vela. Elfego ató la pieza de cera con un hilo; se la arrojó a Hank y a su esposa, Jessica. Estos últimos lograron conseguirla después de estirar con ímpetu los brazos. Ambos hogares se iluminaban tenuemente. Dieron las dos de la madrugada. Los niños también seguían despiertos.
—Recuerdo cuando vivíamos en el condado de Orange —contó Hank—. Teníamos una vida muy tranquila.
—Me hubiera gustado visitar Estados Unidos —replicó Lucía—. Una vez íbamos a ir a Nueva York de vacaciones. Por cuestiones económicas no nos fue posible. Nosotros volvíamos a Acapulco cada año a pasar las fiestas decembrinas en casa de mi mamá: ahí se juntaba toda la familia.
La conversación se alargó hasta el primer bostezo de Jack. Pronto los Epston fueron a descansar. Los Montalván Castillo se retiraron luego de un tiempo de permanecer juntos cerca de una vela encendida. Ambas familias esperaban el desprendimiento de sus hogares; las viviendas fueron sometidas a ligeros temblores los últimos días.
Elfego despertó durante la mañana por escuchar un estruendo tan aterrador como el de un derrumbe. Al observar por la ventana advirtió la morada de los Epston dominada por el insólito fenómeno. Elfego, temblando, observaba hacia varios lugares. Lucía despertó debido a un alarido escapándose de la trémula garganta de Jack. La residencia de los Epston ya se encontraba volando imparable. Elfego suspiró mirando al cielo. Gretel caminaba lentamente mientras bostezaba. La vivienda de los Montalván Castillo hacía pequeños movimientos.
—Ya casi llega el momento —susurró Elfego.
La familia se apiñó. Gretel sacó su pelotita del bolsillo para rebotarla en la pared. Las enérgicas sacudidas se manifestaron en el piso. La morada se despegó del suelo con violencia. Se hizo presente una diminuta pelota escapándose por una ventana.
Ale Montero (Acapulco, México, 1995) es Lic. en Psicología y psicoterapeuta. Ha publicado cuentos y poemas en las siguientes revistas: La testadura, Zompantle, Almicidio, Iguales revista, Tabaquería, Revista elipsis, Granuja revista, MEUI revista cultural, Teresa magazine, Perro negro de la calle, El cuarto del muerto, La letra desconocida, Revista independiente unión José Revueltas, El elefante azul, Contrapeso teatro, Revista rito, El gorrión ahorcado, Óclesis víctimas del artificio, Marginalees revista cultural, Katabasis, Campos de plumas, Revista literaria trinando, Revista impermanente, Revista literaria raíces y Revista clan kütral.
Publicó el poemario La locura del poeta (2017). Ha publicado textos en los sitios web Literatinos, Fuego de Luka, El Ocaso de las Letras, Texto/Trazo y Herederos del Kaos; en la gaceta número dos del Circuito Independiente de Arte Morelia; en Cuadernos de taller (2019), medio de difusión del taller literario Desierto, Mar y Letras, y en la antología poética Amores mágicos (2021) publicada por Ediciones Afrodita. Ha escrito cuentos para ipstori.
Obtuvo el segundo lugar en el primer concurso de poemas de amor convocado por la revista literaria Pérgola de humo, con su poema «Cuerpo». Consiguió mención honorífica en el primer concurso de minificción convocado por Manumisión, con su texto «Opresión». Más textos de Ale Montero.
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