'La banalidad del abandono', un texto del libro «Etimologías para sobrevivir al caos» de Andrea Marcolongo (fragmento)

  
    
Definitivas —finales, pues no admiten réplica— son las palabras de Hannah Arendt tomadas de una carta suya escrita en 1964 y dirigida a Gershom Scholem:
    
   [El mal] es un «desafío al pensamiento» porque el pensamiento trata de alcanzar una cierta profundidad, ir a las raíces y, en el momento mismo en que se ocupa del mal, se siente decepcionado porque no encuentra nada. Eso es la «banalidad». Solo el bien tiene profundidad y puede ser radical.
    
   Profundidad contra superficie. Y, sobre todo, pensamiento, que necesita raíces, contra quien se divierte, sin pudor, flotando en un mar teñido de la sangre cianótica ajena. Y, por tanto, afán de etimologías sólidas —radicales— para ser expresado, en nombre de ese respeto, entre otras cosas sobre todo verbal, hacia sí mismo y hacia el prójimo que no puede ser puesto nunca en entredicho.
   Desde hace años buscaba yo el étimo de la palabra «abandonar», e iba dando tumbos por los senderos abruptos de quién sabe qué raíz, indoeuropea o no.
   Al mismo tiempo, me atormentaban esas cuatro últimas letras, «donar»: ¿es posible acaso que un día lejano el hecho de ser abandonados para siempre por quien ya no nos quiere (o por quien no nos ha querido nunca) resulte que es un regalo o, mejor dicho, una auténtica liberación?
   Me habría bastado con detenerme y dejar de correr contra el viento y contra mi propio exceso de tensión para explicar las cosas como no están y como no son. Antes bien, abrir el diccionario y descubrir toda la «banalidad» de la etimología de uno de los actos que más nos rompen el corazón y nos dejan sin aliento de tanto daño como nos hacen. 
   El verbo «abandonar» no es antiguo, desde luego.
   En italiano data del siglo XIII o XIV, y es un préstamo del francés antiguo abandonner, proveniente a su vez de la locución *à ban donner, o sea, «dejar en manos de alguien», «entregar», «poner a merced de alguien».
   En síntesis: «No te quiero, ahora no, no puedo; se encargará de alimentarte otro, y, si hace falta, también de amarte». No quiero preocupaciones, así que «te entrego».
   Cuando una etimología es capaz de hacerse declaración de intenciones, los que nos abandonan literalmente «nos entregan», y les tiene sin cuidado el dolor que provocan al cerrar la puerta tras de sí.
   Ojos «de perro en la autopista», digo a menudo para expresar con palabras el dolor que comporta el abandono. Un cordel alrededor del cuello atado al guardarraíl y la esperanza de que un coche, uno cualquiera, se pare y pregunte aunque solo sea: «¿Necesita ayuda?» Pero no, todos pasan como exhalaciones, a lo mejor incluso nos miran con piedad, a lo mejor… Y siempre siguen adelante.
   De la misma raíz que «abandonar» deriva también el adjetivo «banal»: «lo que carece de importancia».
   Tampoco hay aquí etimológicamente ninguna novedad, o sea, nada antiguo.
   Solo un préstamo germánico que entró en la lengua italiana en 1877 a partir del francés ban, «lo que es común», o sea, «perteneciente a una circunscripción feudal», de donde deriva también el alemán Bann y el inglés to ban en el sentido de «proscribir, desterrar».
   «Banalmente», de la misma raíz proceden las palabras «bando», «lo que según la ley es público», y su contrario, «contrabando». Y también «bandido», aquel que, en cuanto responsable criminal de haber violado la ley, no es del agrado de nadie, o, mejor dicho, es «expulsado».
   Así como en italiano imbandire es aderezar la mesa para aquellos que, por el contrario, han sido invitados, por cariño o por conveniencia, vaya usted a saber.
   «La banalidad del mal», por citar de nuevo a Hannah Arendt y su ensayo Eichmann en Jerusalén, de 1963, el informe sobre el proceso celebrado en 1961 contra el criminal nazi. Y también «la banalidad del abandono», declara la etimología más inconsistente que quepa imaginar: palabras ajenas tomadas en préstamo, gestos que tienen un regusto de la Edad Media, del feudalismo, términos vagos y confusos para designar a los deshonestos y a los traficantes. 
   Por lo que parece, se necesita poco, también según la lingüística, para «abandonar» algo o a alguien: zapatos viejos que deben darse, sí, pero al contenedor de la basura. 
   Pero ¡qué valor mirar a los ojos a quien hemos mandado que se largue con viento fresco por cobardía! Creo que estará escrita en las pupilas que esperan todavía, un poco todavía, la verdadera «etimología sentimental» de esta palabra.
   Como ese «donar» con el que termina, que no me quitaré jamás de la cabeza, aunque nada tenga que ver con la ciencia de la lingüística.
   No, no son los otros los que tienen el poder de «abandonarnos» con dos palabras «banales», de pura pacotilla. Falta el aire, cuesta respirar, por todo lo que humilla y escuece, ya lo sé, ya lo sabemos, pero esa es la lección que enseña el étimo.
   Sin embargo, somos nosotros los que estamos obligados a desterrar, a «bandir» de nuestra vida y de nuestro vocabulario a quien ha considerado que somos «bastante».
   Pero no «todo».
   Los «banales» han sido ellos. Que hagan lo que les dé la gana, pero queda prohibido volver a poner los pies y a poner palabras dentro de nosotros.


Andrea Marcolongo (nació el 17 de enero de 1987) es una ensayista y escritora italiana. Marcolongo nació en Crema en 1987. Tiene una licenciatura en Literatura Clásica en la Universidad de Milán, también estudió narración de cuentos en la Scuola Holden fundada por Alessandro Baricco, quien era su socio en ese momento. Ella es la ex escritora fantasma del primer ministro italiano Matteo Renzi y del Partido Demócrata Italiano. Trabajó para ellos durante 6 meses, entre diciembre de 2013 y las elecciones europeas de mayo de 2014. En 2015 asistió a una clase magistral de una semana en "The Guardian" y también tradujo del griego antiguo "Palamede, l'eroe cancellato". Actualmente vive en París.



Fotografía de Kristina Tripkovic (en Unsplash). Public domain.


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