Doña María es el ser humano más tierno que he conocido. Lo que siento es tremenda gratitud por haberme encontrado con ella y por la influencia que dejó en mi vida, aunque su participación haya sido muy fugaz. Yo tenía alrededor de siete años cuando nos vimos por última vez y me acuerdo de muchos detalles de aquel encuentro, ya que se trataba del funeral de su yerno. A esa edad es así; uno no decide quién se queda o quién se va de su vida y la necesidad de cambiarnos de casa algunas veces en el transcurso de la niñez me desregaló algunas despedidas antes de antes de tiempo y amistades partidas por la mitad. No fue distinto con aquella tranquila señora; una María más entre tantas.
Paradójicamente, aquella mujer afectuosa y de habla mansa estaba casada con Don Aulerindo quien era un viejo gruñón y, posiblemente, la persona más cascarrabias en la historia de la humanidad. Autoritario. Machista. Religioso y estricto con los designios que creía haber recibido directamente de Dios. Aurelindo no hablaba mucho y cuando lo hacía era siempre con otros hombres. A las mujeres, aquellas que no podía evitar, reservaba solamente desdén. Nos consideraba una clase inferior de humanos, independiente de nuestras edades: éramos todas incapaces de ejecutar la más simple de las acciones con eficacia. No nos percibía autónomas o dignas de subjetividad: estábamos todas condenadas a la eterna objetificación. Hombres como Don Aulerindo cargaban la convicción de que salimos de sus costillas para cumplir solamente un rol decorativo en este mundo. A nosotras solo nos resta la esperanza que dicha clase de hombre ya esté en extinción.
La ironía reside en el hecho de que de esta unión no resultó “ningún hijo varón”, como solía decir él al quejarse, pero sí SEIS hijas.
Los niños, a modo general, recibíamos un trato aún más agresivo. Siempre ríspido, con mucho rechazo y sin ninguna gana de tenernos cerca. “No me gusta que cafumben en mi vaso!”, gritaba. Yo ni siquiera sabía el significado de “cafumbar” para ser sincera. “Les dije un millón de veces que no me gusta cuando cafumban en mis vasos!” y golpeaba la mesa con sus manos pesadas, haciendo tanto ruido que me daban ganas de hacer pipi.
En mi cabeza, Don Aulerindo era el hombre más viejo del mundo. La piel arrugada denunciaba décadas. Muchas. El humor era de quien llevaba siglos en este mundo. Reclamaba por todo, todo el tiempo, y se enojaba por cualquier cosa. Me hacía cuestionar: ¿Don Aulerindo era solamente un viejo más ceñudo que el resto o todos nosotros seríamos como él en la vejez?
Siempre me resultó muy curioso cómo este matrimonio funcionaba. Ella, aparentemente, no parecía tener permiso para dar opiniones y no ponía resistencia ante los tratos secos y, muchas veces, duros. Una noche cualquiera, en una de esas conversaciones de adultos en las cuales los niños siempre paran la oreja, escuché a Aulerindo contar a mi padre cómo había conocido Doña Maria y le explicaba, sin ningún atisbo de culpa, cómo el casamiento se concretizó: “fui allá y le eché el lazo”, fueron las palabras que salieron de su boca y me hicieron cuestionar la naturaleza de mi realidad... ¿habré escuchado bien?
María era una niña de tan solo 13 años cuando el hombre llegó a la hacienda donde vivía y negoció algo con su padre. Don Aulerindo había enviudado recientemente y necesitaba una nueva mujer que pudiera hacerse cargo de sus hijos, casa y del hombre que él era. La niña, que no era nada tonta, arrancó. Salió corriendo porque no quería casarse a los 13 años, menos aún con un hombre tan mayor que ella. Él, 23 años más ágil, se montó en su caballo, agarró un trozo de cuerda y le echó un lazo.
Descreyente de su trágico destino, María nunca más se rebeló o intentó huir. En un nivel profundo de disociación conformada, se volvió en aquel ser casi inmaculado.
Salieron del sertón de Bahia para formar otra familia en la periferia de São Paulo en los años 90. Allá armaron un mercado pequeño donde se vendía de todo. Panes y volatines compartían el local con gas y aceite de cocina. De un lado organizaron los dulces, las especias y abarrotes diversos. Del otro, productos de limpieza que vendían en botellas de plástico, encendedores y una cantidad absurda de papel. Era el escenario perfecto para un incendio que podía quemar todo el barrio, pero, paradójicamente, el lugar tenía una armonía caótica. De esta forma se ganaban el pan para criar a las hijas. Compraron un terreno y construyeron la casa donde vivían, más otras dos en la parte de atrás del patio. Una de las casas, mis padres arriendaron. La otra estaba ocupada por una de las hijas de la pareja, Carmen Lúcia, junto a su marido, Tío Pelado, que murió al principio de este texto, y sus dos hijos, Letícia y Leo. De manera algo extraña, pero bella a la vez, ellos se volvieron algo parecido a una extensión de nuestra familia. Existía un cuidado general. En la periferia es así, nos cuidamos entre todos para compensar la falta de estructura estatal. Nos cuidamos entre todos para evitar la violencia policial.
Letícia y Leonardo eran los dos pequeños y solo bastaron un par de meses para que desarrolláramos una relación muy cercana con ambos. Un intenso sentimiento de hermandad surgió porque la niñez es campo fértil para las amistades y fue fácil conectarnos. Los juegos de repente se tornaban altamente peligrosos y, de la nada, aquellos cuatro demonios simplemente abrazaban el caos. Me gusta decir que coqueteábamos con la muerte, con la inocencia de quien no la conocía. Sin pensar mucho en las consecuencias de nuestras acciones porque, al final, si sumáramos la edad de todos, no llegaríamos a los 15 años. En una ocasión, por ejemplo, mi hermana Bruna probó el filo de las tijeras de Mickey que recién había ganado… en la nariz de Leonardo. Tan pronto la sangre empezó a salir, ella me miró y pidió: “Trae confort, ¡por favor!” como si con papel pudiéramos coser la nariz del pobre niño de de nuevo. En otras ocasiones, ocupábamos los neumáticos de la bici como… condimento.
Colocábamos el objeto de modo que las ruedas apuntaran hacia el cielo. Hacíamos girar el neumático con la seguridad de alguien que está haciendo mierda, y mientras este giraba rápidamente, raspábamos las palomitas de maíz hasta que estuvieran lo suficientemente sucias para entonces… comerlas.
La familia sufrió un duro golpe con la rápida y repentina muerte del Tío Pelado. Marido, padre, yerno, y la persona más querida del barrio. El loco era tan querido que se hicieron homenajes en su memoria durante todo aquel año. Hasta hoy no sé cuál era su verdadero nombre y tampoco conozco el origen de su apodo “pelado”, ya que ostentaba un pelo afro bellísimo.
Las verdaderas circunstancias de su muerte igual las ignoro. Algunos sostienen que tuvo un choque térmico mientras entraba en el Billings después de haber comido mucho asado bajo el sol. Otros afirman que se ahogó, aunque supiera nadar. Sea como sea, la noticia de su muerte no tardó mucho en ser difundida y en cuestión de media hora, toda la gente ya sabía lo que había pasado y un luto generalizado se propagó. El día se tornó gris. La mujer del fallecido no hacía más que llorar… parecía dolerle tanto que se quedó completamente incapaz de poner en palabras lo que sentía. El llanto inundó los espacios vacíos y las exigencias sociales se volvieron necesidades superficiales delante de un lamento que necesitaba ser drenado; copioso y desordenado como se siente cuando la muerte nos hace una visita no anunciada.
Leo, el hijo menor, muy chico, por momentos parecía entender el estado de angustia colectiva, pero seguía protegido por el manto de la inocencia e ignorancia que solo la poca edad nos da. Letícia, la mayor, de la misma edad que yo, no lloraba. Podía, pero no lo hizo. Quedó callada durante todo el funeral. Entendía que nunca más vería su padre y lo aceptó.
- Mira Caro…– me mostró su mano donde se podía ver un dibujo – dibujé a mi padre. – pintaba las partes que se habían borrado por el sudor de su mano - Nunca más voy a lavar mis manos y papá va a estar conmigo para siempre…
No supe qué contestar. Quedamos las dos en silencio, dos niñas que recién habían empezado sus vidas, intentado procesar y entender la muerte con una seriedad que no nos representaba en absoluto.
El golpe más duro pareció sufrirlo el viejo. No escondía las lágrimas...
- La muerte es así... ¡Nada que hacer! – estaba mal, como si nunca hubiera visto a alguien morir antes. - Nada que hacer! Está siempre cafumbando en nuestro cuello - un llanto profundo, de esos que salen de un lugar vacío en el pecho - Cafumba, cafumba, cafumba y un día te ataca por la espalda!
Un grupo de señoras empezó a cantar, pero la voz grave de Don Aulerindo interrumpió el coro y el empezó a decir garabatos al fallecido:
- ¡Maldito! Vas a pagarme por todo...- Parecía borracho, pero él no tomaba, Dios no lo permitía. Verbalizó su resentimiento del embarazo de la hija en su adolescencia, la ausencia de trabajo formal y hasta dijo cosas sobre el local donde decidieron comprar una casa.
- ¡Yo sabía que tu no valías nada! Nunca serviste de nada...- Los demás compartían un silencio incómodo y solo se escuchaba la voz de Don Aulerindo. La viuda empezó a gritar aún más. Tío Pelado se vía triste; no lograba levantarse y defenderse de las palabras tan crueles que se aprovechaban de su sistema nervioso inexistente. Fue entonces cuando percibí que la muerte nada tiene que ver con el muerto.
- ¡Desgraciado! – dijo una otra vez apuntando al ataúd. Pensaba alcanzar un nivel aún más terrible de enojo. Justo cuando iba a gritar otra ofensa, fue interrumpido:
- LERINDO! – exclamó Doña María mientras se acercaba al marido con una mirada amenazadora – ¡Basta! ¡Basta, hombre! ¡Basta! – Su voz era distinta – Mira a tus nietos que recién perdieron a su padre, si no lo haces por respeto a tu propia hija, ¡hazlo por ellos y deja de espectáculo!
El llanto cesó y hasta Tío Pelado, aunque estático y helado, reaccionó sonriendo ante la voz de la señora que tardó años en salir, pero que al final lo hizo decidida y agotada. La frase navegó por la pequeña sala, tocó las paredes y volvió subiendo por la espina dorsal de Aulerindo, quien susurró que lo sentía y se fue. Doña María siguió sus pasos. Nunca más nos vimos después de aquel día, pero me gusta imaginar que Seu Aulerindo, milagrosamente, dejó de gritar a los pequeños que cafumbaban en sus vasos y con la gente en su entorno y desde entonces, quien pone las reglas del juego es ella.
Caroline Cruz es una escritora brasileña de 33 años asentada en Santiago de Chile desde hace ya ocho. La mayoría de sus escritos son del tipo autobiográfico, pero, de vez en cuando, se permite jugar a retratar la vida ajena; escenas que ha vivido en carne propia o de las que ha sido testigo directa y que le brindan inspiración para escribir sus reflexiones. Caroline reconoce que es la escritura quien la ha salvado, en innumerables ocasiones, de la intoxicación —por cuanto siente a veces vomitar palabras— y de variados sentimientos que la harían enfermar si para sí los guardase. Además de servirle la escritura como medio para luchar contra la profunda cosificación, esta ha sido para Caroline un alero que la protege principalmente de la soledad, pues, cuando escribe, dice sentirse infinitamente acompañada.
Ilustración: la imagen de portada ha sido remitida por la autora de la obra.
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