«El pornografo», un texto perteneciente a «Barón Biza “El inmoralista"» de Christian Ferrer

Retrato Jorge Baron Biza, 1989

La tapa, y su correspondiente ilustración, están impresas a tres colores: rojo, negro y plateado. Rojo era el color de la calavera, negro el de la sombra por ésta proyectada, plateado el de la guadaña. Roja la huella de sangre en la hoja de la guadaña, negros los huecos oculares, plateado el color de base. En la contratapa, un manchón rojo, una suerte de escupitajo de sangre, se extiende sobre un fondo brillante. El título, El derecho de matar, y el nombre del autor, Barón Biza, en rojo sobre plateado. Es imposible que el voluminoso tomo, del que se editaron 5.000 ejemplares, no atraiga la atención, especialmente si se tiene en cuenta que su tapa y contratapa han sido laminadas en plata auténtica. Bella edición. Parece destinada a perdurar, a ser exhibida en vitrinas. Pero ningún autor conoce la suerte de sus obras, que en este caso no fue la intrascendencia. En el destino de este libro estaba escrito que sería llevado a juicio, que el subsiguiente escándalo concedería al autor el papel escénico de pornógrafo y que al fin sería olvidado. Barón Biza lo había anticipado: “Todos los libros encuentran un rincón en las bibliotecas; el mío no lo encontrará nunca”.
  El drama judicial que siguió a la edición transcurrió entre noviembre de 1933, cuando el libro fue secuestrado en la imprenta por una comisión policial, y abril de 1935, cuando el fallo del juez liberó a Barón Biza de culpa y cargo. Hasta ese momento Barón Biza era conocido públicamente como millonario con ideas de izquierda, como esposo consorte de una reina de la aviación caída en el país, como “financista” de las asonadas yrigoyenistas contra el presidente Justo, y como exiliado. De aquí en adelante podrá contar entre sus honras haber sido distinguido por la opinión pública con el estigma de “inmoralista”. Así, en tercera persona, explicó el autor su intención: “Habiéndolo concluido en una mazmorra del Palacio de Justicia, Barón Biza edita su libro El derecho de matar, obra literaria de categoría revolucionaria obrerista que plantea y critica las anormalidades de la sociedad capitalista, renunciando el autor a su clase de privilegio y asumiendo una posición popular de lucha asentada en anhelos de Justicia Social”. Es decir, un libro de ideas. No lo consideró así la prensa: “Gran revuelo causó en la Capital la aparición del libro de Barón Biza por lo atrevido de sus teorías”, “el libro contiene torpes y repugnantes obscenidades”, “el autor recurre a expresiones incorrectas e injuriosas”, “en el libro se defiende el derecho de matar”, “es un libro antisocial”. Más adelante, Ulyses Petit de Murat, uno de los pocos escritores que alguna vez lo mencionaron, escribirá que El derecho de matar “es una mierda”. Barón Biza había declarado a un periodista: “¿Qué asusta en mi libro? ¿La verdad?”. Bien, no pasó inadvertido, nada de eso. Hizo ruido, más bien estrépito.

II

“Entre la recua humana que marcha a galope tendido hacia el matadero, yo también tengo mi marca”. No es mal comienzo para un libro. Y aunque antes del punto final pueda inventariarse un buen puñado de frases poderosas, la verdad es que también hay mucha palabra grandilocuente y de más. Tres son los protagonistas principales: Jorge Morganti, de treinta y cinco años, por cierto la misma edad de Barón Biza cuando el libro se publicó; su hermana Irma, más joven, muchacha coqueta, vivaz e inteligente; y Cleo, una mujer extranjera y sofisticada, aunque para los pueblerinos ella será “la mujerzuela”. El drama sucede en un paraje cordobés donde la familia posee una pequeña estancia, pero podría haber ocurrido en cualquier otro pueblo de la enorme extensión de tierras conocida como “la pampa gringa”, en el corazón geográfico y simbólico de la Argentina. El padre de Jorge Morganti, que se suicida en las primeras páginas, conocía “las quintaesenciadas noches de placer, allá por los barrios de Montmartre, en que el vicio se arrastra como pecadoras contumaces a los pies del Sacre Coeur, las casas de Yokohama y los cafetines de Singapore”. Era, el padre, “un digno asaltante de honras que no se detuvo ante el cuerpo de ébano de las nativas de Pernambuco, de Dakar, ni de Cab Town, ni tampoco ante las diminutas geishas, la noble prostituta de Oriente, o la baja ramera de China, embellecida y endiosada por la séptima u octava pipa de opio persa”. Se diría una novela de aventuras y en buena medida lo es, una historia de iniciación al mundo. El padre, un ser escéptico y tormentoso, antes de quitarse la vida profetiza y advierte al hijo: “Tú has de ser como yo, descontentadizo, violento, insaciable. Mi consejo: ¡vence a la vida antes de que ella te venza! Sacrifica, antes de ser sacrificado”. Y con un salmo misógino y percutor, se despide: “La madre es santidad, la mujer es delito; la madre es espíritu, la mujer es materia; la madre es virtud, la mujer es pecado”.

III

El comienzo de la década de 1930 coincidió con la era de los gobiernos fraudulentos y de buenas cosechas literarias. Entre las obras que resultan significativas se cuentan La patria fuerte, de Leopoldo Lugones, Vidas de muertos, de Ignacio B. Anzoátegui, Los lanzallamas, de Roberto Arlt, El hombre que está solo y espera, de Raúl Scalabrini Ortiz, Política para intelectuales, de Julio Barcos, Radiografía de la pampa, de Ezequiel Martínez Estrada, Espantapájaros, de Oliverio Girondo, En la penumbra de la historia argentina, de Carlos Ibarguren, La tierra maldita, de Lobodón Garra, El radicalismo de mañana, de Ricardo Rojas, La Argentina y el imperialismo británico, de los hermanos Irazusta, y Vidas proletarias, de Elías Castelnuovo. No sólo eso: Antonio Berni pinta Manifestación, Enrique Santos Discépolo estrena Cambalache, y Jorge Luis Borges publica Historia universal de la infamia. Todo en cuatro años. El libro de Barón Biza podría haberse integrado a una serie de obras que denunciaban las lacras del sistema capitalista y la venalidad de ricos y de políticos. Sin embargo, muy de otra cosa fue acusado, de infringir el artículo 128 del Código Penal: “Será reprimido con prisión de quince días a un año el que publicare, fabricare o reprodujere libros, escritos, imágenes y objetos obscenos”. A su libelo de agitación política le endosaron el sambenito de pornografía.

Aunque los diarios destacaron cierto aire de venganza política como causa de su encarcelamiento, fue el cargo por inmoralidad el que perduró en la consideración pública de su obra. El autor dijo a los diarios: “Si los que escribimos tuviéramos que emitir nuestras ideas con el Código Penal a la vista, no podríamos dejarnos llevar por la fantasía”. Pero la historia de la literatura perseguida y censurada es larga. También en la Argentina. Por la misma época fue bien conocido en Europa el caso de Radclyffe Hall, autora de The Well of Loneliness, llevada a juicio por describir el prohibido mundo de las “venusinas”. Y en el mismo año de 1933, cuando se publicó El derecho de matar, James Joyce, autor del Ulises, ganaba su propio caso en los estrados judiciales. Lo que estaba en juego en estas persecuciones no remitía tanto a la lucha por la libertad de expresión sino al enfrentamiento de frontera que termina definiendo los límites del pudor y los del impudor, y eso en una época en que el sexo comenzaba a ser tomado por aleph que permitía develar pasado, presente y futuro de la personalidad. Y aunque se haya dicho que incluso las novelas sentimentales de Corín Tellado son las de una “inocente pornógrafa”, en la Buenos Aires de entonces se estilaban el eufemismo hipócrita y la ablación de la realidad, tanto que el intendente Mariano de Vedia y Mitre, el erector del Obelisco, había prohibido el uso de la palabra “puta” en las representaciones teatrales.

IV

“No tendría más de veinticuatro años, de cabellos blondos, de grandes y rasgados ojos grises; ojos con destellos de pecado y cocaína; ojos que tenían un algo de Satán y un algo de Dios, engarzados en profundas ojeras, pinceladas de insomnio”. Esta es Cleo, llegada a ese lugar de Córdoba con la salud desgarrada y en busca de mejores aires. Pero si buscaba oxígeno, encontró vahos de infierno, el de pueblo chico. Cleo había nacido en Moscú y ya a los doce años fue violada por su hermano mayor, y luego por su padre. Después de la Revolución Rusa huye a Occidente, trabaja como sirvienta de un burgués y deviene su amante, luego sirvienta de un sacerdote e ídem, luego un “magnate egipciano” le hizo dar la vuelta al mundo hasta que en Biarritz conoció a un argentino, cocainómano, quien le transmitió el vicio y de un salto ya estamos en la tuberculosis: “Huella de rouge en su primer beso con la muerte”. De esta historia de tumbos y caídas Cleo había sacado la conclusión de que la sociedad es un inmenso mercado. El argumento es el de los folletines de sexo y miseria, muy comunes por aquella época, también en la prensa diaria. Cleo es mundana y sofisticada, “su aspecto era el de una de esas heroínas de novela moderna, un poco romántica, un poco artificial, un poco perversa, que aman el éter, la nafta, el haschisch y las aberraciones de la gran Cleopatra”. De esta mujer se enamora Jorge, el protagonista, y perdidamente. Su boca “tenía ese rictus, embustero, delicioso y un poco canalla de todas las bocas nacidas para mentir y besar”. De modo que el joven inexperto y la mujer de mundo unen sus corazones, y sus cuerpos. Pero en el pueblo todos corren a cerrar puertas y ventanas, pues una mujer que se pasea con “seda parisién” y a quien se ha visto usando un kimono supone un refinamiento inaceptable en el centro geográfico del país. El olor de la hembra en celo se les hacía irrespirable, y la maledicencia y el comentario reptaban tras los pasos de la extranjera. A medida que Jorge se emborracha de erotismo por su “muñeca de carne” la estanzuela va quedando a cargo de los peones y todo se va barranca abajo. Las fuerzas vivas de la ciudad toman cartas en el asunto: “Bandidos de Rolls-Royce y señoras alquiladas, socios de los jockeys y de los yachts, de los clubes de armas y de escribas, socios del jefe de policía ladrón y del tahúr pequero”, todos tienen un solo grito en la mirada: “¡Fuera del pueblo!”. Se van del pueblo. Son Cleo de Saint-Ibet y Jorge Morganti.

V

Cuando el libro fue publicado, a fines de 1933, Barón Biza saturó la ciudad con afiches de promoción. “¡Un libro sensacional! Su autor fue perseguido, encarcelado y procesado por la policía argentina. Adquiera hoy mismo el suyo”. A la vez, contrató la marquesina de un par de librerías a modo de cartel publicitario permanente. A fines de 1934 pero con fecha de enero de 1935 El derecho de matar es editado nuevamente, ya sin lujos, y su tirada es  excepcional, 50.000 ejemplares, sellados uno y cada uno con la firma personal del autor. Era posible editarlo, pues el juicio por inmoralidad incumbía solamente a los límites de la ciudad de Buenos Aires. Más allá: el Riachuelo, el país entero, todo el continente. En total saldrían seis ediciones del libro y la “mala publicidad” garantizada por el jefe de policía de la ciudad, quien originó el proceso, logrará que se vendan cantidades extraordinarias en varios países de Sudamérica. Según el autor, tan sólo en el primer año de edición se vendieron 200.000 copias. El libro se vendía a 0,95 centavos de peso. Barón Biza no sólo pagó avisos en diarios y carteles en la vía pública, también recurrió a la publicidad cinematográfica. Nada extraordinario hay en ello, la cultura del cinematógrafo estaba bien instalada en Buenos Aires y Barón Biza no se andaba con melindres de literato moralista, como tampoco los había tenido Oliverio Girondo —por cierto, sobrino del dictador Uriburu— cuando propagó las bondades de su libro Veinte poemas para ser leídos en el tranvía mediante un inmenso muñeco de cartón policromado subido al techo de un coche de alquiler. Además, Myriam Stefford, su musa caída, había sido estrella de la pantalla.

Pero por causa de la reedición vuelve a ser detenido bajo la acusación renovada de inmoralidad. Enfrenta la situación con una huelga de hambre, la tercera de su vida, que mantiene durante 216 horas, según su propia contabilidad. Se lo liberó bajo fianza y a la espera del veredicto del juez a cargo del proceso, el doctor Raúl Barrera Nicholson, quien se veía frente a un caso disputado en el que la parte acusadora calificaba la obra de “pornográfica” y la defensa alegaba que se trataba de un libro de “alta filosofía” y de “beneficio social”. La fiscalía pretendía hacer de Barón Biza un monstruo amoral, con el solapado fin de ensuciar, además, la causa yrigoyenista, en tanto el abogado enaltecía al autor como un hombre que defendía sus ideas. De ésta, Barón Biza saldrá absuelto, pero a la larga los perseguidores consiguieron su propósito, pues de allí en adelante la mala fama será la sombra de su vida. A su vez, Barón Biza, que buscaba salir airoso del juicio, no consideraba que su libro fuera obsceno ni tampoco “ideológico”, como lo llamaríamos hoy. Al salir de la cárcel había dicho a un “reporter”: “La verdad no debe cubrirse ni con la niebla”.

No sólo peleaba por su libro; la opinión pública le importaba en sí misma. Algunas excentricidades editoriales suyas responden a ese interés, tal como haber pagado la publicación de la defensa jurídica y del fallo absolutorio del juez en los diarios, en varias páginas, y que integraría, a manera de prefacio, a las nuevas ediciones del libro. Otras veces publicó folletos, o bien los anunció, y también solicitadas, en defensa de su posición, aun cuando tratasen de asuntos que a poca gente interesaran. Y cuando se dirigía al gran público no escatimaba al lector infinitas e innecesarias minucias. Pero quizá ciertos detalles sí importen, particularmente aquellas escenas de su novela en que la política y el sexo adquieren talla de anécdota escandalosa, porque su inspiración literaria no sólo provenía del éter, también de acontecimientos sonados de la época. Barón Biza declaró a un diario: “Cualquier pasaje de mi libro que haya llamado la atención puedo probar que no es sino la reproducción de escenas reales. Algunas de ellas han sido relatadas con hartura de detalles por los diarios de esta Capital y he creído prudente no dar nombres propios”.

VI

Río de Janeiro. A esta gema urbana, mitad civilización, mitad naturaleza, llegaron Cleo y Jorge, y al principio todas las puertas se les abrían a su paso y todos los placeres estaban a su disposición: “Embriaguez de teatro, borrachera de dancing, bullicio nacarado sobre el tapete verde, éxtasis de cine, risas de champagne, cascadas de besos, toda una naturaleza con sus tres reinos de dicha, de pasión y de orgía”. Pero, poco a poco, se les angostan las reservas, el frívolo medio ambiente que los rodea se vuelve enrarecido y al fin expulsor, pronto llegan los días secos, se quedan sin un peso, y eso en un hotel de mala muerte. Y así van tirando, desolados, en tierra ajena, sin el auxilio posible de amigos o conocidos. “Las calles se extendían interminables a manera de ataúdes abiertos”. Están en las últimas, en el invierno de sus ilusiones.

Un día, extenuado y sin otro camino por delante, Jorge Morganti se rebaja a pedir limosna a la salida de un “dancing” y justamente allí se encuentra con una amistad de las épocas de buena farra a quien solicita no dejarlo rodar hasta el abismo. La respuesta del hombre pudiente es un latigazo, de los que se asestan a los parias: “¿Acaso la razón de tener impone la obligación de dar? El verbo dar no existe en la gramática de la vida y sólo lo inventaron y lo conjugan los que, como tú, lo necesitan”. Al hombre de fortuna no le basta con el desprecio por el caído y acto seguido recurre al basureo: “Una mujer que acepta quedarse a tu lado, sufrir hambre, sabiendo que eres incapaz de explotarla, de lucrar con su belleza, de utilizar esa especie de fondo de reserva que la naturaleza ha depositado en ella para el caso de bancarrota en la vida; ese ser no merece llamarse hembra. Y tú prefieres mendigar para que los dos coman. ¡Tú no mereces ser macho! Tú eres un producto indigno de los de tu raza, de tus mayores, de los que vivieron en las cavernas, de los que para defender su vida y la de su hembra llamaban en su auxilio a la muerte y mataban... ¡Tú eres un espermatozoide inútil en la vagina de la humanidad!”.

Hay personas que desconocen que no siempre conviene acorralar a un perro de la calle contra una esquina. Habían sido demasiadas palabras como para dejarlas pasar. Jorge Morganti se abalanzó sobre el cuello del antagonista y sus dedos “modelaron en la carne de su garganta una estatua de justicia”. Haciéndolo, se une a la estirpe de los cainitas. En este punto crucial del relato el protagonista lanza un intenso alegato en favor de su acto homicida, la reivindicación de las leyes de la necesidad frente a la indiferencia del poderoso. La sinfonía filosófica de Friedrich Nietzsche resuena en esas palabras, un Nietzsche mal leído y peor repetido, pero un Nietzsche posible, gladiador, boxístico, darwinista, igual que al comienzo, cuando los hombres de las cavernas sólo se llamaban Caín y Abel: “¡El pasado manda!”. De modo que la afirmación de sí es la lombriz solitaria del espíritu que engulle y evacua las raciones de moral sin mayores retorcijones de estómago. “Yo no me defiendo, yo me justifico”: esto dice el protagonista. Una vez terminado el discurso Jorge Morganti le quita la billetera al muerto, que en todo sentido le abultaba, recupera fuerzas junto a Cleo, y después compran un pasaje para Buenos Aires. En el barco que los regresa al país Jorge reencuentra a José Antonio, un amigo de la infancia que ha hecho carrera en política, y eso en un tiempo que sería conocido como la “Década Infame”. Le ofrece trabajo como asesor en un ministerio del que él es un alto funcionario. 

VII

“Yo acepto que giman y se arrastren los que nunca dieron nada, los inútiles, los marchitos, los resecos, los que no tienen ni siquiera la fuerza de cuajar en un injerto, los que su vida no es otra cosa que un muy mal escrito poema trunco, los que sabiéndose residuos siguen viviendo y como no tienen ni aun la mísera potencia de resistir contra la corriente se abrazan a la reja del albañal que los traga. Que caigan ellos que nunca fueron nada, ellos que ocupan inútil e injustamente el lugar que le corresponde a otro en el espacio; que se derrumben como levadura estéril, que se borren como puntos trágicos, como puntos débiles, como puntos muertos... pero que no caiga yo que soy un germen de vida, una nota de fuerza en el pentagrama del músculo, un motor que se ofrece, que quiere y debe llenar su ciclo funcionando... ¡Que no caiga yo que soy una antorcha encendida en la noche de los inútiles!”.

VIII

Mientras Barón Biza estuvo detenido y en huelga de hambre, le hizo compañía una señorita, miss Ivy Piercey, escritora inglesa que pasaba por Buenos Aires camino a Bolivia, desde donde pretendía llegar al frente de batalla de la Guerra del Chaco. Pero se quedó aquí. Había publicado un libro, Yo y Sud América, le habían conchabado una corresponsalía a término en Asunción del Paraguay, y estaba presente cuando la partida policial arrestó a Barón Biza por causa de El derecho de matar. Inmediatamente da un par de reportajes en defensa del reo. Dice que con sus propios ojos ha visto en las librerías porteñas ediciones en castellano de El amante de Lady Chatterley, de D. H. Lawrence, de por sí un caso célebre en cuestiones de impudicia, y por lo tanto “no puede creerse que para los extranjeros exista tanta generosidad y que se llegue a juzgar a un escritor argentino en forma tan abiertamente opuesta a la tenida en cuenta para considerar las obras de aquéllos”. Además, en el reportaje de la revista Caras y Caretas, miss Ivy Piercey anuncia que Barón Biza, momentáneamente preso, le había dado su “palabra de casamiento”. Tal promesa quedaría incumplida.

IX

En el mismo año en que Barón Biza publicó El derecho de matar nacía en Bolivia un hombre que más adelante sería pintor de caballete. Lo bautizaron en el registro civil con el nombre de Benjamín Mendoza y Amor, y pasarían treinta años antes de que el artista del altiplano cruzara caminos con el escritor trotamundos.

X

Barón Biza había leído a Friedrich Nietzsche y había leído a Arthur Schopenhauer, pues no es difícil reconocer astillas sueltas de estos filósofos diseminadas en sus propias e interminables peroratas. ¿Era muy lector? Su hijo me contó que no había tantos libros en la biblioteca  de su padre, exceptuando un sector de erotismo, conformado por ediciones selectas y lujosas compradas en Europa. Pero Barón Biza acusa otra influencia, menos perceptible, muy poco frecuentada y, en su caso, pregnante. Había leído al filósofo alemán Max Stirner.

Pocos son los filósofos significativos que no han dejado prole en el pensamiento. Es raro que a su muerte no proliferen discípulos, continuadores o redescubridores. Pero algunos autores llegan a la cita antes de tiempo, o son excesivamente refractarios a los ámbitos de pares, o bien han sido incompetentes para promocionarse a sí mismos. Y no han faltado los que fueron perseguidos por la mala suerte. En Max Stirner cuajaron tres imperfecciones: se divorció de su maestro Friedrich Hegel con toda la furia; carecía de red económica o relacional que amortiguara la caída; escribió un solo libro que nadie leyó.

En verdad se llamaba Johann Caspar Schmidt y no Max Stirner, apodo por el que es deficientemente recordado en la historia de la filosofía y conmemorado, por el contrario, entre los que han tomado partido por las ideas libertarias. Stirner, sin dudas, ha sido el más curioso de todos los teóricos asociados al anarquismo, ideal al que nunca le han sido mezquinadas las personalidades extravagantes o tremebundas. Su vida se resume en desorden, inconstancia y desdicha a la vez que queda condensada en el título de su solitario libro: El Único y su propiedad. Esta obra, que gozó de un momento de fosforescencia fugaz en 1844, habría restado en el lóbrego adormecimiento de las bibliotecas públicas de no ser porque John Henry Mackay, un poeta individualista escocés, la expuso nuevamente a la luz hacia 1890, medio siglo después de ser publicada.

¿Qué sabemos de Max Stirner? Que nació en 1806 y que fue sucesivamente huérfano por parte de padre, desapercibido estudiante de filosofía, cultor de una módica existencia bohemia salpimentada de bravatas extremistas, obligado cuidador de una madre asolada por la demencia, profesor de un colegio de señoritas, microempresario fracasado y, al fin, un sobreviviente que obtenía un escaso sustento gestionando asuntos por cuenta de terceros y que encima fue encarcelado brevemente a causa de deudas acumuladas, acabando oscuramente, sin llegar a viejo, tuberculoso y en la miseria, y eso en 1856. Son los datos de una vida fallida y patética. La única claridad en esta penumbra la abrió la publicación de su enorme libro de cuatrocientas páginas que pudo burlar, con algunas dificultades, la censura, pero que también le restó el pan de todos los días pues por su causa lo echaron de la escuela donde era profesor. Luego, silencio, omisión, olvido.

El período en que Stirner redactó su libro —en definitiva, el escaso tiempo en que escribió y pensó— transcurrió en una taberna. Más precisamente en una vinería que era propiedad de un tal señor Hippel y cuyo nombre quedaría en la historia asociado a ciertos clientes que la frecuentaban, un grupo de jóvenes filósofos radicalizados que se hacían llamar “los libres” y que gustaban de enzarzarse en interminables debates. Sus nombres: Bauer, Ruge, Marx, Engels y el propio Stirner. Friedrich Engels parece haber sido el autor del sobrenombre de Stirner (“frontudo”, hombre con frente prominente). Entre ellos había una mujer, una “emancipada”, quien sería momentáneamente esposa de Stirner. Eran jóvenes, disponían de tiempo, alardeaban de su extremismo verbal y estaban hartos de la influencia que el fantasma de Hegel ejercía sobre sus pares y sobre ellos mismos. Más que ninguno sería Stirner quien dejaría atrás el espectro. Poco tiempo después el grupo se dispersó, en buena medida por causa del agravamiento de las persecuciones políticas en Alemania. Todo este tiempo de creatividad del hegelianismo de izquierda duró lo que un fósforo prendido, pero encendió varios regueros de pólvora.

XI

El derecho de matar es un buen título, resonante y antinómico. Tanto suena a folletín sentimental como a justificación de la vindicta. Un título así garantizaba algo de impacto. No obstante, hubo antecesores en el país. Un sainete de Rafael Cabrera, en un acto y tres cuadros, publicado en 1918, y un drama en dos actos de Augusto Novelli, de 1920, llevaban por título El derecho de matar. Y en el mismo año en que Barón Biza publicó su libro otro autor hacía lo mismo con el suyo y optando por el mismo título. Era Ariosto Licurzi, profesor de medicina legal en la Universidad Nacional de Córdoba, un defensor de la eutanasia como medio de liberar al paciente de sus padecimientos. Licurzi, además, había publicado antes La muerte liberadora y Psicología sexual de las solteronas. Y Psicología sexual de las solteronas. Y antes aún, en 1926, una mujer notable llamada Magda Portal, peruana y revolucionaria, publicó su propio El derecho de matar en La Paz, Bolivia. Eran cuentos de denuncia de la condición social de campesinos y obreros y el libro también lo firmaba Serafín Delmar, su esposo y padre de su hija. Magda Portal profesó ideas radicales, padeció cárcel y exilio muchas veces, escribió libros de poesía y defendió los derechos de la mujer; ella es una más de los cientos de hombres y mujeres de izquierda que también fueron poco convencionales e independientes y a los que no muchos han estudiado. Serafín Delmar pasará diez años en prisión y la hija de ambos se suicidó al descubrir que su amado ya estaba enlazado en matrimonio. El ensayista peruano José Carlos Mariátegui, que solía alabar a Magda Portal, calificó al título de ese libro, acertadamente, de “anarcoide y nihilista ”. ¿Pudo Barón Biza haber conocido estos libros? Ciertamente conocía el ambiente del teatro y tenía estancia en Córdoba, el mismo lugar de residencia que Licurzi, y también había estado en el Perú y en Bolivia hacia 1928. Imposible saberlo. En todo caso tenía el título en mente y quizás ya terminado el libro al menos ocho años antes de su publicación. En su propia revista Charleston, en 1926, se anunció que Barón Biza partía para Europa en busca de editor para “su último libro, El derecho de matar, novela realista, a la que pronosticamos —por conocer algunos capítulos— polémicas y lucha”. ¿Por qué tardó tanto en mandarlo a imprenta?

XII

La historia de Irma, la hermana de Jorge Morganti, sigue el ciclo de la caída una vez perdida la situación idílica inicial. Luego de que Jorge y Cleo se fueran del pueblo, la estanzuela hipotecada fue pasto de la usura y al fin se la queda el comisario del pueblo, quien además ambicionaba la mano, y el resto del cuerpo, de Irma. Su madre muere de pena, y el cielo sobre Irma se vuelve amenazador. Le queda la salida “honorable” del casamiento, pero ella no es tonta: “Sería horrible la vida a su lado, esa capital de provincia, con sus iglesias, su sociedad con olor a sacristía, vulgar, hipócrita, los hijos que él exigiría aun a costa de mi sufrimiento y la deformación de mi cuerpo, la monotonía de esos días iguales, en donde mi obligación radicaría en alimentarlo bien y cuidar su ropa. Noches de soledad en que pasado su entusiasmo carnal, las perdería en el club, en el café o en el prostíbulo”. De por sí Irma es una muchacha soñadora y deseosa de ir a la ciudad. A Buenos Aires, entonces.

Pero las metrópolis pueden adquirir el tamaño de un pañuelo cuando se carece de amparo o trabajo. De modo que Irma fue rodando por la vida, entregándose para pagar deudas y al fin recibiéndose de “cocotte”. De prostituta fina: “Me criaron para ser una señora, profesión que cuando no se consigue un puesto, queda sólo el otro, ser ladrona del bienestar de las que lo encontraron”. Una más de las miles de mujeres que se hacinaban en los burdeles porteños y rosarinos. La mala vida no era un tema desconocido y tanto las ansias de profilaxis de los socialistas como las denuncias de la prensa la habían transformado en una cuestión álgida. Ocho años antes, en 1926, se había dado a conocer Versos de una..., un ramillete de poemas escritos por una supuesta muchacha ucraniana prostituida en Rosario llamada Clara Beter, falso nombre de guerra que disimulaba el del periodista César Tiempo, a la vez seudónimo de Israel Zeitlin. El libro trajo aparejado un breve escándalo. Y al año siguiente, en 1927, el parisino Albert Londres publicó El camino de Buenos Aires, obra de revelación de la trata de blancas que había prosperado en la Argentina. La prensa anarquista venía denunciando esa lacra desde mucho antes. 

El corazón de Irma no ha salido indemne de su paso por sucesivos molinillos de carne, ahora está blindada, se ha vuelto dura como un diamante: “La fregona, la prostituta o la mujer honesta, en el coito, somos idénticas. La diferencia proviene no de ellas, sino de ustedes. Sois los primeros en desear que nos convirtamos en vuestra máquina de placer, y una vez que lo habéis conseguido nos mostráis a vuestras esposas o hijas con el horror que señalaban a los leprosos en el medioevo”. En las callecitas de Buenos Aires habían prendido, sin solución de continuidad, brotes del lupanar.

XIII

¿Había un motivo oculto en el proceso seguido a Barón Biza? ¿Era un modo de desprestigiar al sector jacobino de los radicales vinculando sexo y política en la persona del “financista” de sus conspiraciones? ¿O la venganza era de índole más personal? Tiempo antes, el jefe de policía coronel Luis Jorge García había hecho allanar el domicilio y las oficinas de Barón Biza por supuesta contravención a la Ley de Juegos, evidentemente una excusa para hostigarlo. De inmediato el ofendido publicó una solicitada e inició una demanda judicial con el fin de denunciar la persecución de que era objeto. El coronel Luis Jorge García había sido el jefe de una logia secreta y golpista y había sido recompensado por la dictadura con el manejo de la policía. Pero si su objetivo era desacreditar al autor y al libro sólo consiguió echar más leña al fuego, pues el caso se volvió más llamativo ante la opinión pública y el libro, famoso y buscado e incluso pirateado. El enfrentamiento entre el radical rojo y el jefe de la policía parecía destinado a resolverse en un duelo, pero no sucedió así, pues Barón Biza fue a dar entre rejas. Pero en marzo de 1935, y ya en Córdoba, Barón Biza desafió a duelo al coronel Patricio Sorondo, fascista y director de balística de la Policía Científica, “por haber vertido conceptos agraviantes a la persona del teniente coronel Pomar”. 

El padrino del retador, Carlos Pizarro Crespo, quien llegaría a ser diputado nacional pocos años más tarde, comunicó al retado las severas condiciones de la justa: “A pistola, a treinta, veinte y diez pasos, lugar Estancia Myriam Stefford, Alta Gracia, Córdoba”. Ignoro si el duelo tuvo lugar, pero un árbitro fue elegido por ambas partes. Casi veinte años más tarde Barón Biza retaría a duelo a otro jefe de la policía, esta vez peronista, el general Arturo Bertollo.

XIV

“La ciudad en eterna construcción, la futura rival de la del hemisferio norte, agita nerviosa su mano de gitana, el echarpe de sus riquezas, coloreado con los tonos de las razas que pueblan la tierra. En cada rostro hay un deseo y en cada pecho una ambición. Viven sus hombres de hoy bajo la misma presión angustiosa de los que murieron ayer y sus corazones laten con idéntico ritmo. La mayor parte nacieron en ella, pero sus caras trasuntan la ansiedad del inmigrante, el prurito de lucro que brillaba en la faz de los abuelos años ha, cuando se lanzaron por las calles de Buenos Aires, en miserable caravana de andrajosos, mineros hambrientos de oro y de olvido. Sociedad cosmopolita en la que unos cuantos dopados por el dinero que acumularon sus mayores en ardua lucha con la miseria, vis à vis con el centavo y el indio, han llegado a formarse un árbol genealógico y establecer una aristocracia... principio de toda aristocracia americana. Aristocracia especial, aristocracia de aluvión, amasada con la turbia levadura de los desechos de tercera y cuyas raíces tienen por punto de arranque establos normandos, fogones de Sierra Morena u obscuras botiglierías sicilianas. Urbe que tiene la característica de vivir como las aldeas africanas, al compás del eco de la vieja y corrompida Europa. Imitando malamente sus gestos y aprovechando sus saldos; satélite jupiteriano con pretensiones de astro. Urbe poblada con los excrementos de la decrépita civilización latina. Urbe que tiene pretensiones de cabeza y que sólo es vagina para los imperialismos extranjeros. Urbe de desheredados, cubierta por obras falsificadas de estatuas de mal gusto, que muestra impúdica, y adora los becerros de oro de sus héroes impuestos por la necesidad. (...) Urbe que pudo haber sido noble estandarte de la humanidad doliente, redención de la vieja raza y crisol de las aspiraciones, y que malamente desvió el heredero directo del emigrante, que vino en las primeras entregas que el mar nos hizo, en las primeras remesas humanas que a nuestras playas volcaron las olas, que llegó escondido, sin billete, sin equipaje. Es el mercader que, disfrazado junto al trabajador, entona en las fábricas, enseña en las calles, sostiene en las cámaras, su canción de farsante. Mezcla de profeta y meretriz, con sonoridades de sirena, entona la canción que brinda aventuras y preña esperanzas. Canción que el dolorido pueblo sigue y seguirá siempre; canción tras cuyo sonido se lucha por la patria y se venden sus hombres, se pactan las guerras y se conceden sus riquezas. 

Canción que muestra caminos abiertos imposibles de recorrer, pero que para el pueblo serán siempre caminos abiertos. Montaña dorada en cuyo pináculo se encierra el tesoro, montaña inaccesible, pero montaña de riquezas al fin... Y así los pueblos sedientos, que buscan y buscarán al ‘hombre’ sobre el desierto miserable de sus vidas, aplacan la sed de justicia en las aguas mentidas de su espejismo. Así mantendrá, mientras el pueblo no reaccione, con sus discursos, con sus proyectos, con sus constituciones, en la noria al obrero imprescindible que produzca el importe del traje que ha de cubrir a sus malas hembras. Dinero de pueblo, esperanzas de pueblo, sacrificios de pueblo se verán, mientras él exista, defraudados. Y aquí, como en todas las ciudades, su figura se proyecta desde el amplio boulevard hasta el rincón anónimo de una callejuela trunca de un barrio infeliz. Por él, naciones hermanas gimen bajo el yugo imperialista, vendidas como cansadas prostitutas; por él, nuestro país, al que alguien escondiendo su despecho llamó la ‘canasta de pan’, escucha el grito desgarrador de sus hijos hambrientos, y por él, nuestro país ofrece a los ojos del mundo el espectáculo triste de nuestro mercado, en el que más fácilmente se coloca esa máquina de placer que a diario nos vuelca el puerto: la trata de blancas. Esa industria francesa más fructífera que los perfumes y los trapos. Es el producto que todos los pueblos, que todas las ciudades, que todos los ambientes conocen, y que tiene, como ciertos animales extraños, la rara propiedad de fecundarse a sí mismo. ¡Ah!, el día que el pueblo haga de partera de justicia y que los abra para que así nazca la verdad, entre el ropaje de intereses personales que los cubre. El día que se arranque la careta al hombre que nació sin esqueleto, porque puede amoldarse a cualquier recipiente y que para llegar a la cúspide de sus ambiciones mercenarias, arrastrándose, perdió las piernas: el doctorado en política”[...]

XXVII

Un antiguo mandato prohíbe levantar la mano sobre uno mismo, al igual que sobre otras personas. Al suicida se le negaba, en otra época, sepultura en camposanto y en buena parte del mundo sigue siendo una acción penada por la ley. La más arcaica y profunda sabiduría animal que aún nos habita desaconseja ese desenlace. En Barón Biza, en cambio, el suicidio es obsesión temática. En principio, una cuestión de coraje, un gesto de duelista: “No hay que temerle a la muerte, si ella no llega oportunamente, hay que salirle al encuentro”. Es, también, una contingencia posible de la vida: “Antes de que te humillen, ¡mata!, y antes que sentir vergüenza de ti mismo, ¡mátate!”. Al fin, supone la reivindicación radical del individualismo: “El suicida está más allá del castigo de la justicia y de la ira de los dioses”.

XXVIII

“¡Yo quisiera destruir este mundo, más aún, todo este universo, que sólo existe para mí, porque yo existo! Soy más fuerte que Dios, voy a destruir, destruyéndome, a esta agrupación de espermatozoides desarrollados”. Es el final de El derecho de matar.

📖 Lee otros textos de este autor (en Herederos del Kaos): Los misterios de la familia Barón Biza.


Fuente de la imagen: Proa.org


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