Todos condicen con que Doña Susana no resplandece por su simpatía, ni tampoco por su gentileza. Es una señora algo amargada, con un carácter que, dependiendo de la bondad de quien la describe, oscila entre lo firme y lo verdaderamente hijueputa. Podría ser normal, considerando la edad, pues otro humano más que sobrepasó el número de primaveras tolerables para la paz del ánimo, pero la verdad es que ella siempre fue así. Además, diferentemente de sus símiles, la vejez no apaciguó sus centelleos de ira ni atenuó su proceloso espíritu. Tal vez que por esto se quedara soltera, pues vaya a aguantar semejante personalidad. Según los comentarios iniciales de su primer empleado, es otro patrón más al que le importa un carajo de sus trabajadores, pero hace rato que la razón abandonó el juicio común, y las apariencias y convicciones pincelaron de bueno y magnánimo la realidad. Tampoco es que Doña Susana aguarde alguna chispa de esmerada agudez o inteligencia descomunal. Hasta hace poco, era otra ovejilla más sin necesidades ni virtudes, estancada en la mediocridad intelectiva que es propia de los desinteresados. No es que la situación haya cambiado demasiado, pero luego la opinión mediática y sus hipérboles que enmascaran la verdad. Y la verdad es que Doña Susana no destaca por sus dotes, sobre todo por lo que concierne las relaciones sociales, y qué paradoja considerando los halagos de la sociedad. Pero algo sí es innegable, Doña Susana prepara una cazuela de mariscos que ojalá haya otra igual, el mundo se asemejaría un poco más al paraíso. Es una excelente cocinera, y esta mezcla de caribe y metrópolis les otorga a los platos el toque aquello que a chuparse los dedos y soñar con volver. Pero esto no bastó para que su pequeña cocina se volviera el harem de los gustos y la aceptación, pues fueron la casualidad de la suerte – o la suerte de las casualidades –, la tecnología que fomenta los chismes, y una pizca de destreza en saberse aprovechar de las tendencias comunes lo que hizo que su negocio, poco a poco, se volviera una meca para todo hambriento o activista social – más los segundos, en verdad – que pase por ahí.
Hace una par de años que Doña Susana abrió el restaurante. No fue por elección o intuito en los negocios, sino una mezcla de obligación pasiva y ganas de volver a acercarse al mar. En efecto, a pesar de haber nacido entre cocoteros y zancudos, hacía medio siglo o por ahí que Doña Susana no pisaba las playas inmaculadas o maldecía la insolencia del sudor perene que ni en la noche toma un descanso. Su familia se mudó a la capital cuando ella todavía se orinaba en la cama, y las visitas de vuelta eran algo muy esporádico. Lo bueno es que a la hora de partir, junto a las maletas y las esperanzas, la familia empaquetó sus tradiciones, y obvio que las sazones y las especias, que en el gusto se encuentran las bases de la cultura, asegurando así el perdurar de sus herencias caribeñas en la figura de Doña Susana, diestra cocinera. Otra herencia fue el local vacío, hoy restaurante de estelares reseñas, algo anacrónicas considerando Doña Susana y su poca cordialidad, porque qué servicio y qué atención, personal muy jovial y qué entorno más amable, y esto sí, menuda cazuela de mariscos. Pero la verdad es que no fue la comida, que de verdad no tiene iguales, porque Doña Susana qué cocinera, los que se quejan de su cocina se mueren de envidia o hipocresía, pues pero aun así no fue el inigualable sabor de su cazuela lo que la encaramó al olimpo de los chefs aclamados, y una cola para sentarse a comer que ni los lupanares en carnaval. De alguna forma, su fama deriva de su mala actitud con la gente. De hecho, por excelente que sea, en un principio la comida no bastaba para atraer a los clientes. Es que la ubicación del local no es muy favorable, pues por un lado el océano y por el otro la jungla, una gasolinera a unos cuantos kilómetros y luego ni un caserío cercano hasta llegar a Riohacha, y la autopista infinita de motos y buses que en aquel entonces ojalá pararan por ahí. Así que al comienzo los negocios iban sin mucho éxito ni sorpresas, y lo que se ganaba le bastaba para mantener el local y el sueldo de su único empleado, un chico algo efébico y afeminado que muy poco tenía de hombre, si se consideran los arquetipos generalizados, además del nombre y una manzana de Adán algo prominente en la delgadez general de su cuerpo. Sin duda, él también contribuyó, aunque involuntariamente, al alcance del éxito inesperado. Es que de verdad que Doña Susan no esperaba para tanto. Su idea era volver al mar y a los cocoteros, cuyo recuerdo quedaba estañado en sus pupilas, y gozar de las leves brisas marinas para los años de su vejez. No es que desdeñara la plata, pero a estas alturas de la vida ya no estaba para sumergirse en proyectos y desgastarse en esfuerzos, pues solo quería llegar bien descansada al descanso eterno, y qué mejor que una ventana sobre el caribe. Y aun así miren el estatus de celebridad que alcanzó, las entrevistas en la tele y las radios, una infinidad de artículos en los periódicos, y cómo que no, la avalancha de plata que le llegó y unos cuantos millones de pesos que donó en beneficencia, Doña Susana inversora y filántropa, con esto de verdad que se superó de lista, seguro que fue algún esmerado consejo. Hoy en día, su nombre se ha vuelto un ícono de tolerancia e inclusión, y su cara de amargada impresa en las camisetas y los bolsos de los pseudo revolucionarios y los defensores de esto y aquello. Increíble. Lo que pasó fue que Doña Susana de verdad es una intolerante sin iguales – menuda controversia – y menudo carácter tan agresivo y mandón, vaya a intentar mear en su territorio, el pleito que va a armar. Un día le llegaron al restaurante unos cinco milicos, que los retenes y controles que hay por ahí, qué pesadilla a la hora de manejar. En aquella época muchos soldados pasaban por el restaurante, que en aquel entonces era un puestecillo con cuatro mesas no más, a la hora del almuerzo, y qué bendición porque casi que eran sus únicos clientes.
Los que entraron aquel día eran de los nuevos, no llevaban ni una semana en la zona y por el acento seguro que eran de la capital, según cuanto relató el delgado mesero. Se trataba de nuevas reclutas, pobres desgraciados obligados a enlistarse por la pobreza, menuda infamia del sistema ésta, y ahí llegaban donde Doña Susana para probar su cazuela de mariscos, que entre los milicos ya había ganado fama de exquisita y barata. Los novatos se instalaron en la pequeña mesita y después de hacer su pedido, pues ahí empezó la parranda, porque el estampido de ira que ni mi general ni mi coronel los iban a poder salvar, la academia no los había preparados para semejante furia. Las cosas se embrutecieron apenas los camaradas, entre picardía e idiotez, se atrevieron a soltar comentarios de macho cabal sobre la aparente falta de masculinidad del flaco camarero. Este no tuvo ni el tiempo de mandarlos al carajo con todo el respeto que las fuerzas armadas merecen, porque por ahí llegó Doña Susana, vuelta gigante por el ímpetu de su ira, para echar a los milicos insolentes a chancletazos y cacerolazos que seguían el compás de sus aullidos de perra brava y territorial. No se trató de un ímpetu de solidaridad ni de la expresión legítima de la defensa de los marginados, aunque la narración de los periódicos luego, porque los mariquitas y loca y puta barata que brotaban de la cocina, ni se diga. No es que Doña Susana fuera un gran ejemplo de inclusividad hacia los demás, ni tampoco de aceptación de la diversidad. Más bien que cada diferencia, ya fuera raza, sexo, religión o hasta gustos a la hora de desdeñar especias, que el ají es sagrado y quien diga lo contrario es un perverso o un cagón, era para ella una muy buena y sencilla excusa para la discriminación, y el flaco camarero lo sabía más que bien. Lo que pasó fue que Doña Susana consideraba – y pues, todavía así – el puestecillo como su templo sagrado, y su concepción de la propiedad abarcaba mucho más que las cuatro paredes, los utensilios y el San José de yeso herencia de una tía centenaria. Entre sus pertenencias, según ella, cabía su empleado también, y dios guarde alguien se atreviera a insultarlo, porque nadie más sino ella tenía el derecho en su jurisdicción. Así que los milicos no tuvieron otra sino huir de Doña Susana que repartía golpes e injurias a diestra y siniestra, intentando confundir las trayectorias de las chancletas que al final cómo pueden fallar. Lástima para ellos, que no pudieron probar esta cazuela de mariscos que se ha vuelto leyenda. Los hechos le dieron la vuelta a la ciénaga y hasta más allá, pues lo primero que hizo el flaco asustado fue llamar a su hermana, que Doña Susana echó a estos milicos reprimidos, pero un chancletazo luego lo reservó para mí también que con esta cara de marica cómo no iba a desatar problemas, le dijo, y de ahí la hermana enfurecida mensajeando a sus amigas, y luego de boca en boca hasta que la metamorfosis de la chismografía, Doña Susana echó a unos milicos homófobos para defender a su empleado, si supieran la verdad. De todas formas, los cinco desgraciados se fueron lloriqueando donde su superior, que después de un buen reproche, que cómo iban a hacer quedar así de mal a las honradas fuerzas armadas, decidió llevarlos personalmente donde la señora para las inevitables disculpas, aquella misma tarde. Mientras tanto, unas cuantas personas se habían dirigido al local.
Entre ella la hermana del flaco y sus amigas, a ver lo que había pasado, y Doña Susana con los nervios a tope, tanta gente ocupándole el local y nadie que consumía, y porqué un chancletazo para el pobre flaco que qué culpa tenía, los nervios que iban tensándose. Se preparaba otra tormenta, pues Doña Susana y su muy poca paciencia. Por ahí fue cuando llegaron los milicos de vuelta y el general encabezando el pelotón de desgraciados con los rostros todavía estropeados por el susto. Al verlos, Doña Susana explotó sin más. El general no tuvo ni chance de proferir palabra que otra vez una chancleta voladora dibujando el camino hacia su bigotón de ceniza, e insultos e injurias que hasta el san José de yeso detrás de la caja se tapó los oídos. El general, sabio estratega, optó por la retirada. Aquí comenzó la fortuna de Doña Susana. Parece que alguien grabó todo lo ocurrido. El vídeo se viralizó en un parpadeo, y de ahí a unas pocas horas Doña Susana en todas las pantallas, símbolo de la lucha para las minorías, héroe de la justicia social. Durante los días siguientes el puestecillo se volvió el santo sepulcro de los peregrinos de la lucha a la infamia, y esta cazuela de mariscos que hizo saborear lo celestial a los paladares hambrientos se volvió una obligación para todos. Las fuerzas armadas, derrotadas por el poderío de los chancletazos, intentaron empezar una acción legal contra la iracunda cocinera, pero la movilización pública hizo que se archivara el caso, pues las acusaciones que recibieron. Al final, salieron con una rueda de prensa que muchas disculpas y a aclarar lo acontecido, pues el ejército y su innegable honradez, obvio que está para servir al pueblo en toda su diversidad, viva la patria y sus variopintos habitantes. Los activistas festejaron la pequeña gran victoria pidiendo una cazuela de mariscos tras otra. El puestecillo se volvió demasiado famoso y tantos clientes que ni un descanso para ir al baño. Los insultos de Doña Susana no cesaron, pues tenía una palabra de odio lista para cualquier cliente, pero el berrido del blablableo, por dicha sus ultrajes se quedaban atrapados en la cocina y sus sazones. De todas formas, los negocios le empezaron a ir demasiado pero demasiado bien, y si es que Doña Susana no sobresalía por su agudez, tampoco es que era una cretina total, algo de ingenio sí tenía, y obvio que en medio siglo de vida algo había aprendido sobre la gente y las oportunidades. Escuchando unas cuantas pláticas se había percatado de la razón por la que todo el mundo se había improvisamente interesado a su restaurante, y cómo no aprovechar de la situación, que siguiendo así en unos años a lo mejor ya podía regocijar de su jubilación y al carajo todos, por fin. Parece que sus gestas malinterpretadas como heroicas y solidarias, habían gatillado el interés de la comunidad homosexual, que de buen grado iba a apoyar a los comerciantes que se unían a su legítima lucha. Doña Susana barajó un poco las posibilidades y esta que otra opción. No le pareció tan disparatado contratar un nuevo empleado, pues la mole de trabajo también se había vuelto inaguantable para el pobre flaco. Además, pensó que a lo mejor contratando a algún otro discriminado, podía atraer a más clientes, y qué bien para los negocios. Así que lo habló un poco con el flaco camarero, para sondear el terreno e informarse más, intentando aguantar las denigraciones que eran sus muletillas sin mucho éxito, y al final se decidió. Contrató una transgénero, porque al enterarse de la situación le pareció la categoría más discriminada. Los negocios despegaron en un santiamén. Los telediarios se interesaron a Doña Susana y su compromiso con la igualdad para todos, y esta cazuela de mariscos que cuál será el ingrediente secreto, algo se esconde entre el ají y la leche de coco. Los activistas promocionaron el puestecillo que ya iba expandiéndose y agrandando la sala, las mesas se multiplicaban cada semana y luego un parqueo justo al lado, pero la cocina igual de diminuta porque ésta seguía siendo su templo inmaculado de comentarios ignobles y odio gratuito. El rostro de Doña Susana llegó a imprimirse sobre alguna que otra bandera y camiseta durante las manifestaciones públicas. El flaco camarero fue entrevistado varias veces por los medios, y aunque en un principio reportó la verdad de los hechos, pues Doña Susana lo trataba como un excremento, igual que a todos los demás, al final él también terminó creyéndose la mentira de Doña Susana activista y luchadora, y esto que la gente tiene memoria muy corta, él y hasta su hermana se olvidaron del chancletazo inmerecido, y Doña Susana sin miedo al estado defendiendo el derecho de ser de su pobre trabajador.
El puestecillo creció tanto que ya se habla de una franquicia, pues al parecer su activismo y compromiso se necesitan también en la capital, y por qué no, en cuantas más provincias mejor. Doña Susana ahora cuenta con quince empleados. Se trata de inmigrantes, negros, homosexuales, transgéneros, tarados, pues cualquiera que padezca una discriminación de cualquier tipo es más que bienvenido, ahí encontrará trabajo. Esto sí, a nadie le está permitido acercarse a la cocina, sino cuando el tilín de la campanilla les avisa que está lista la cazuela de mariscos esta, orgullo e ícono de la lucha social, ojalá nadie llegue a descubrir el ingrediente secreto. Ante los ojos de todos, Doña Susana hizo algo increíble. Según los que ni la conocen, le dio voz a la pugna para la igualdad de todos, y el activismo hacia la inclusión le debe muchísimo, pero vayan a saber la verdad. Entre los vahos y las sazones, celados detrás del alboroto ininterrumpido que hoy en día atiborra el local, siguen volando murmullos de odio. Muchas veces se olvida de su autocontrol y sus destemples de ira se concretan en imprecaciones de intolerancia, y los pobres empleados chocan con el muro de su violenta animadversión hacia los demás. Ahí es cuando flotan públicamente las palabrotas y las blasfemias. Igual, parece que una capa de convicción y aceptación o quien sabe qué cubra la realidad de los hechos, porque a todos los empleados se les olvida fácil entre un pedido y una charla con los clientes, y qué honor trabajar con Doña Susana, confirman en todas las entrevistas. Y esto que Doña Susana no se expresa completamente sino en la soledad de su pieza, porque vaya a revolcarse dentro de la maldad de sus opiniones, por dicha que la cocina la mantiene demasiado ocupada como para cagarse en los demás por completo. Además, qué bueno que nunca nadie se preocupó de entrevistarla de verdad, porque entonces adiós restaurante y adiós jubilación y adiós activismo y otro ídolo derribado, a ver si a lo mejor no llega el día en que el mundo se entere. En el marasmo intelectual que embarulla las masas, a nadie se le ocurrió preguntarle qué tal todo esto. Menos mal, porque sus pensamientos dan un poco de escalofríos. En efecto, Doña Susana confía genuinamente en que maricas y marimachos tengan ya sus condenas selladas y una vía directísima hacia los fuegos infernales, que estos negros a frotar trastos y a lavar el piso porque no nacieron para pensar y menos para aprender, se caga en continuación en los tarados que ni el culo se saben limpiar y dios guarde los comentarios sobre los transgéneros, porque a estas pobres criaturas las considera nada más que abominaciones, inútil escarbar más a fondo porque ya queda clara su perspectiva. Aun así, se complace de sus trabajadores, pues nunca había considerado una jubilación tan próspera ni tan temprana. Al final, poco importa su arraigada intolerancia y odio, si logró transmitir un mensaje y dar voz a la causa. Miren su restaurante, esquina feliz de la tolerancia, vanguardia contra la discriminación universal. La realidad es que a quien le importa de verdad lo que opina Doña Susana, solo se necesitan los justos ídolos, y ahí está ella, a la merced de los medios. Algo parecido ocurre con su sazón secreta, que al final a nadie le interesa saber cuál es, y menos mal. Pues trátase de nada más sino una buena cantidad de flema escupida dentro de la cacerola, con la justa dosis de desdén y odio, y qué sabor más delicioso esta cazuela de mariscos cuando hay algún muchacho de pelo largo en el restaurante, que para estos de verdad aguarda una intolerancia que tiene que escupir una y otra vez para deshacerse de la náusea. Pero qué importa, si al final la cazuela de mariscos está im-pe-ca-ble, ¿no?
Giacomo Perna. Nápoles, Italia (1993). Se graduó en la Università degli studi di Napoli “L’Orientale”, presentando una tesis sobre la relación entre realidad y ficción en la obra “Cien años de soledad”. Actualmente esta estudiando un Máster de Literatura en la Universidad Libre de Bruselas, Bélgica. Cuenta con un libro publicado en Italia por la editorial Bookabook, cuyo título es Caffé Nudo. En español, cuenta con varios relatos y poemas publicados por Revista Sinfín, Babab, El espectador, gAZeta, Revista Almiar, entre otras.
Photo by Caroline Attwood on Unplash (public domain).
No hay comentarios:
Publicar un comentario