Lo que más me impresionó cuando me dieron a mi segundo hijo y lo cogí en brazos fue la total ausencia de sentimientos. Ni amor. Ni cólera. Nada.
Contemplé las hinchadas facciones amoratadas, las manos achatadas, el escroto que le colgaba casi hasta los tobillos, y sentí tan poco placer y afecto como si hubieran envuelto por equivocación la placenta en una manta y me la hubieran puesto entre los brazos. La verdad, al principio pensé que eso era lo que habían hecho.
Luego nunca pude saber con certeza si se lo había devuelto bruscamente pasándoselo por encima de mis piernas al doctor que me estaba cosiendo o si lo había imaginado. El caso es que se lo llevaron. Una enfermera se acercó entonces a lavarme. Primero el pubis, luego la cara, con el mismo paño, que apenas enjuagó entre una y otra operación. Después el té. Tibio y derramado sobre el plato. Me desagrada el té. No me permitieron fumar un cigarrillo... «Aquí dentro hay oxígeno, madre.»
Mi marido, David, testigo indiferente de estas humillaciones, seguía llorando porque el niño no había sido una niña. Alegué cansancio y le sugerí que se marchara, cosa que hizo con fingida reticencia. Tanto disimulo, ya tan pronto.
De vuelta en la habitación, encendí por fin un cigarrillo. Tenía el sabor dulzón que tienen a veces después de hacer el amor. Cerré los ojos e intenté imaginar un cuadrado negro sobre un cielo negro, cualquier cosa con tal de apartar el recuerdo de esa berenjena más bien pasada que me habían arrojado a los brazos en nombre de la maternidad. Creo que me adormecí, pues de pronto oí: «Despierte, madre, el niño tiene sed», y lo conectaron a mi pecho dócil con una precipitación que parecía innecesaria.
Tardó una eternidad, agitando el hocico como un cerdo hozando en busca de trufas. Sentí asco y no me avergoncé, aunque cogí un libro para intentar distraer mis pensamientos de los jadeos y tirones y movimientos de succión en curso. Regresó la enfermera y me quitó el libro con un enérgico «Vamos, madre, no puede hacer dos cosas a la vez». Sí puedo, grité mudamente; tendré que hacerlas los próximos meses.
Más tarde, a la hora de visita, volvió David con los ojos todavía un poco llorosos. Le envidié el lujo de sentir algo, aunque sospeché que su sufrimiento respondía sobre todo a que habíamos leído en alguna parte que si se hace mucho el amor hay más probabilidades de tener una niña; cuanto más se folla, más débil es la eyaculación, y las hembras, más fuertes que los machos, tienen mayores posibilidades de llegar primero hasta el óvulo y fecundarlo.
En otras palabras, su pena parecía tener un fundamento bastante machista. Creo que fue entonces cuando nuestra incapacidad de comunicarnos se hizo irreversible. Nuestro dolor era tan distinto, los motivos tan divergentes; el mío todavía no articulado, el suyo ya casi superado.
Transcurrieron algunos días. No sé muy bien cómo, pero pasaron. Mientras estaba despierta leía todo el tiempo –cualquier cosa con tal de no pensar– y pasaba muchos ratos sentada en la bañera. Eran los únicos momentos en que no me parecía estar sentada sobre una alambrada de púas. Pero por fin me quitaron los puntos y ya casi había llegado el momento de volver a casa.
Aparte de leer y de contemplar imaginarios cuadrados negros había un pensamiento que no lograba impedir por más que lo intentara.
Mi madre le contó a una solterona amiga suya que parirme a mí había sido un viaje a las puertas del Infierno. La amiga, que había dejado de ser solterona, me comunicó la información en el funeral de mi madre mientras los demás comían sándwiches de pepino cortado en rodajas casi transparentes y bebían té en tazas de porcelana fina decorada con hojas de hiedra. Yo estaba en el dormitorio de mi madre y recorría con el dedo el polvo que cubría su espejo mientras me preguntaba cómo era posible que todas esas personas reunidas ahí abajo tuvieran tantas ganas de charlar, y entonces ella vino a buscarme. Por el tono en que me habló, se diría que me estaba transmitiendo mi legado. Y en cierto modo así era. Creo que fue la única persona que nombró a mi madre en todo aquel largo, caluroso día de agosto. Y el pensamiento que no lograba apartar de mi cabeza todos esos días en el hospital era que el parto en sí no había sido en absoluto un viaje a las puertas del Infierno; ese viaje solo empezaba ahora.
La mañana del día en que debíamos volver a casa, pedí hablar con la enfermera o con un médico. La enfermera de guardia me dijo que estaban ocupados, pero yo salí del pabellón, que olía a éter y fenol, a flores muertas y leche agria, y entré en el despacho, que olía a sudor rancio y cigarrillos, a ceniceros sucios y suficiencia. Estaban tomando café.
Volvieron hacia mí sus caras escandalizadas al ver que había infringido las normas entrando en el sanctasanctórum sin tan siquiera llamar a la puerta. Empecé a balbucear que iban a mandarme a casa con un crío a quien no quería y que no podía hacerme responsable de mis actos y que vivía en un piso alto y que qué ocurriría si tiraba el crío por la ventana porque no lo quería, no lo quería, no lo quería.
La expresión de horror desapareció de sus caras; se encontraban nuevamente en terreno conocido. Oí cómo la enfermera le recordaba a la doctora quién era yo, una vez que la enfermera de guardia se lo hubo recordado a ella. La oí exclamar que esta madre era tan buena madre que había dado de mamar al niño e incluso se sacaba la leche sobrante para donarla a la unidad de prematuros y pensé que quizá las ascendían si superaban la media nacional y conseguían tener más de un determinado porcentaje de madres que amamantaban a sus hijos. Yo era un dato estadístico que podía serle útil en su carrera. Entonces grité que cada vez que le daba el pecho al niño me entraban ganas de vomitar; que me daba asco; que me sentía como una vaca o una máquina ordeñadora.
La doctora me preguntó si era actriz o modelo y comprendí que pensaba que era una puta. Me dio palmaditas en el brazo, carraspeó y pronunció su veredicto. Dijo que no debía preocuparme porque yo sabía lo que sentía y con eso ya tenía ganada la mitad de la batalla y que aguardara unos instantes y todo se arreglaría porque iba a darme unas pastillas estupendas que me harían sentir mejor y que pensara que podría haber sido mucho peor si me hubiera ido a casa pensando que no ocurría nada. En otras palabras, que era una mujer afortunada.
David había llegado en medio de este insignificante incidente pero yo no me había dado cuenta. Cuando la doctora se alejaba taconeando en busca de mi ficha para recetarme los antidepresivos, le grité:
–Y al bebé le lagrimea el ojo, ¿podría recetarme también algo para él? Por favor.
Fue como si hubiera conjurado a la Santísima Trinidad; la doctora se detuvo en mitad de la escalera y se volvió a mirarme con expresión de total felicidad.
–¿Lo ve? –chilló–, ¿lo ve? Tiene que querer a su hija, si no, no se habría fijado en el ojo.
–No es una niña, no es una niña, es un niño. –Y me eché a llorar de verdad; empezaba a sentir algo y eso era justo lo que no quería que ocurriera.
Hasta ese momento no sabía con certeza por qué había irrumpido de ese modo en el despacho. Pensaba que quizá solo quería romper la indiferencia de esa gente, porque desde luego no se me habría ocurrido pedirles ayuda. Pero entonces comprendí que lo que quería era romper mi propia indiferencia, solo para averiguar si era posible, pero dejando a pesar de todo todas las opciones abiertas, para que, si me aventuraba demasiado, siempre me quedara la posibilidad de echarme atrás.
Y ahora ya era demasiado tarde, ahora sufría de verdad, pero también estaba furiosa porque esa mujer a quien tanto detestaba lo había desencadenado todo. Ella había llamado niña al niño y por su culpa yo ya no podía continuar fingiendo que los bebés tenían un solo sexo, ya no podía seguir negando la causa de mi angustia.
David se acercó mientras miraba el reloj y dijo:
–Por el amor de Dios, no armes tanto alboroto. Nunca saldremos de aquí y tengo que entrevistar a Fenella Fielding dentro de media hora.
Y entonces empecé a reír y a llorar al mismo tiempo y me trajeron rápidamente las pastillas y el ungüento porque algunas otras pacientes habían salido del pabellón a ver qué estaba pasando y ese era el peor pecado que yo podía cometer. Estaba alterando el orden establecido y dando un espectáculo.
El taxi, el crío y los medicamentos llegaron al mismo tiempo y me sacaron del recinto con escasas ceremonias y un gran alivio.
En el taxi intenté recuperar mi insensibilidad, lo que no fue demasiado difícil con David disculpándose con enorme irritación y el crío chillando.
Cuando llegamos a la puerta, David dijo que me vería más tarde y que Mary traería a Matthew a las dos y que él regresaría tan pronto como pudiera y adiós cariño y levanta la barbilla y arriba esos ánimos y te veré luego.
Bajé del taxi y me quedé en la acera con el crío y una maleta y una bolsa. Tenía que subir ochenta y tres escalones y pensé que más me valía empezar cuanto antes. El taxi no se movió. Entonces oí que el taxista decía:
–¿Piensa ayudarla, amigo, o tendré que hacerlo yo?
Y David bajó del taxi y subió corriendo las escaleras con la maleta y la bolsa. Y yo me volví y sonreí, dándole las gracias al taxista, que me saludó levantando el pulgar y me soltó un «¿Contenta, nena?».
Me crucé con David en la escalera. No nos dijimos nada.
Texto perteneciente al libro «No, mamá, no», de Verity Bargate.
Verity Eileen Bargate (1940 - 1981) fue una novelista y directora de teatro inglesa. En 1969 fundó la compañía de teatro de vanguardia Soho Theatre Company, luego llamada simplemente Soho Theatre. Tras su muerte, se fundó en su memoria el Premio Verity Bargate, dedicado a obras teatrales nuevas.
Photo by Tosta on unsplash (public domain).
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