Los “no lugares o lugares de todos” tienen esa magia de sacarnos el tedio de una buena sacudida. En mi ciudad natal fue la plaza en homenaje a San Martín, donde aprendí a caminar y de premio mi madre me daba un abrazo cada vez que llegaba al monumento.
Siempre pensé que caminar era eso, hasta que me tocó caminar solo. Su mano se alejó, su presencia se hizo recuerdo. Quedé solo entre la multitud. Me senté a observarlos.
Un grupo de nenes jugaban en un monopatín algo gastado que en otra época fue color rojo. Un dejo anaranjado brillaba a ras del sol. De fondo, se oían sus voces infantiles chirriantes y agudas. Cuando peguen el estirón... cagaron. Jueguen ahora pibes.
De un costado, cerca del arbol más frondoso, una parejita estaba con su toalla, su canasto de picnic, abrazados y a los besos. Era obvio que no iban a comer sanguches estos chicos.
En el centro de la plaza entre la salida que da al basurero y la salida que te deja directo en la avenida, un equipo de fútbol peloteaba. Por el aspecto de los jugadores estaban en la edad de la competencia. Esa edad que va de la niñez a la pubertad y no se ancla en ninguno de los dos costados. Se olían a cuadras de distancia. El acné más chico les cebaba mate o, si era temprano en la mañana, te preparaba el desayuno sin problemas.
Seguí caminando, del lado opuesto donde está el pequeño bosque, un par de chicas charlaban, tomaban mate riendo a carcajadas. Ellas ya estaban ancladas del lado de la coquetería, fiestas y esa química tan particular que explota como una bomba atómica. Cada tanto, miraban a los jugadores del frente, ponían cara de extranjeras haciendo muecas que ni siquiera ellas registraban.
- ¡Hola chicos! - saludaron ambas con círculos fugaces y cortitos.
- ¡Holaaa!
¡Ahh! ¡Qué olor a chivo tenés, salí pendejo! - dijo una.
-Qué asco! - gritó la otra.
El machito valiente salió corriendo hacia la manada futbolera. Se hizo un círculo y por lo bajo comentaban, riendo. Los chicos relojeaban a las chicas subiendo y bajando la vista con la mirada fija.
-Tenemos una joda en lo de Suárez esta noche, ¿vienen? - gritaron todos a coro. Sonaban a hormonas hirviendo.
- ....
Las chicas dejaron escapar una risita histérica. Los chicos comentaron algo en secreto, se separaron y siguieron jugando a la pelota haciendo algún que otro jueguito para impresionarlas. Algunas cosas nunca cambian...
Seguí mi tramo solo. Me encontré una parejita treintañera larga, un nene de unos 9 o 10 años caminando junto a un cochecito de bebé.
Volví a sentir esa soledad lacerante difícil de explicar con palabras. Esto de caminar tenía la misma cuota de tristeza, movimiento, de algo que surgía, caía, para luego levantarse y volver a surgir. Nada se pierde, dicen. Incluso los recuerdos persisten como este sábado en el parque del pueblo.
De repente, recordé el tema de In My Life de Los Beatles. Me invadió una nostalgia dulce. Tenía que sentarme. Era una tristeza que en lugar de morder, abrazaba.
El parque se iba vaciando lento. Los nenes ya cansados arrastraban el monopatín a duras penas. La madre tocaba bocinazos desde el auto. La parejita y los dos nenes se iban yendo. Tenían el rostro iluminado. El amor y los años. Los jugadores estrella salían envueltos de sudor con la ropa pegoteada al cuerpo y la pelota a un costado. Las chicas se quedaron un rato más cotorreando hasta que también se fueron con el mate listo en la matera. Salieron por el costado opuesto. La joven parejita iba tomada de la mano, besándose y con la canasta de picnic, colgando. ¡La magia del amor en los primeros años! ¡Una fuerza cósmica que une al mundo! Paso a paso, beso a beso, el Universo teje su hilo rojo.
El parque quedó vacío. Tomé el camino que va del otro lado de la avenida, a la vuelta de los tachos de basura. Estaba nublado. Comenzaba a refrescar. De pronto, choqué con algo. Levanté la vista. Allí estaba la mujer más hermosa que vi en toda mi vida. Esa, que en jardín siempre le decía, a mamá o a la seño: “esas nenas se hicieron para casarse conmigo”.
Me sonrió. Tenía los ojos azules y limpios. Algo se detuvo un segundo que me pareció un siglo.
- ¡Uy, disculpame!
- Estoy bien, ¿te lastimaste?
- No mucho
- ¿Para dónde vas?
- Subo
- Yo también
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Rodrigo Miguel Quintero
Traductor, profesor de inglés, poeta y narrador. Vive en Patagonia argentina. Finalista de “Mundo literario 2004”, disertante en “II encuentro de poetas latinoamericanos”, 1° premio municipal por “La máquina de sueños” (novela), premio Honorable Consejo Deliberante (poesía) y mención honorífica del Centro Gallego (guión), finalista del concurso cuento breve "Las sombras del amor y la muerte 2021" otorgado por el Centro Hispanoamericano de Fomento de la Literatura, entre otros. Coordina y dirige talleres de lectura y escritura online. Seguí su podcast: “Un día en la farmacia” y su blog.
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Photo by Jr Korpa on unsplash (public domain).
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