Desde Uruguay: «Algún puente», un relato de Adrián Sosa

-¿Esta frío no?
-Parece –dijo Carla cortante.
-Y si, pleno invierno, no se puede pedir otra cosa.
-...
-Si al menos lloviera un poco, serviría para algo.
-...
-¿Dieron lluvia para hoy?
-...
-Es un disparate 
-...
-Que locura, siento tanto frío.
-...  
-Pero ahora te encontré a vos. Ya no me puedo quejar.

Carla miraba por la ventana hacia afuera del bar sin siquiera asentir con la cabeza. Se mordía los labios para no mandarlo a la mierda. Seguía aguantando giles por unos pesos y talvez algunas cervezas. Seguía aguantando que le masticaran la cabeza y la poca paciencia que le quedaba. Pero ella igual remaba contra la corriente, iba con las piernas al revés y la cabeza hacia abajo. Cada día le importaban menos las cosas. Cada día menos cosas.
Llegaron hasta el hotel como dos sombras, sudados y borrachos. Carla pidió una habitación sin los cuidados ni la vergüenza de otros tiempos. Tomaron el ascensor y subieron hasta el cuarto piso. Entraron. Ella abrió la ventana para cambiar el aire seco y barato del aerosol con un aroma mentiroso a pinos del bosque. Miró hacia afuera y vio a las palomas que se escondían en los resquicios del puente que cruzaba frente al hotel. Vio sus desechos, sus basuras grisáceas y pegajosas chorreando por las columnas que sostenían la estructura, apagando su antigua belleza, transformándolo en un vencido y sucio puente. Una ciudad divina, un hotel perdido y un puente histórico al que ella, mirándole las entrañas, lo descubría tétrico, espeluznante. Cerró la ventana, prefería la tortura del aire apretado y viciado de la habitación minúscula. El salió del baño luego de apagar la urgencia con la que había llegado. Apenas sonrío mientras se secaba las manos y tiraba la toalla sobre el pequeño sillón que había debajo de la televisión soldada a la pared. Sin mirar a Carla comenzó a desvestirse con intenciones de subirse a ella lo más rápido posible, no por el mandato de un deseo desenfrenado sino para evitar pagar más de una hora de la tarifa del hotel. Ella al verlo a los ojos decidió que demoraría más. No importaba si diez minutos más, con eso sería suficiente para que pagara el sobre precio.

-Basura. Estúpido- dijo en voz baja. 
Ahora fue Carla quién entró al baño y cerró la puerta tras de si. Se subió la minifalda y bajó su tanga blanca con encajes. Sentada en el bidet dejó salir apenas unas gotas de orín pese a todas las cervezas que había bebido. Forzó pequeños cortes epilépticos de los músculos vaginales, pequeñas torturas y deseos retenidos con los cuales estirar al máximo el momento. Desplegó unos tramos del rollo de papel higiénico que había sobre la mesada imitación mármol de la pileta del baño. Se limpió con tedio y lentitud preparándose para la insulsa ceremonia. Sentía asco. Al salir apagó la luz, los sentidos y las terminaciones nerviosas. Se acostó junto a él. 
Después de una hora y veinte minutos salieron del hotel. Carla tenía el pelo mojado y fumaba un cigarrillo. El la despidió con un beso en la mejilla e invitándola a un nuevo encuentro para el viernes siguiente en el bar.
-Si claro... –dijo ella dudando y sin poder pronunciar su nombre, lo había olvidado.

Bajó hacia la Rambla por la calle que empezaba a apagarse. Eran cerca de las nueve de la noche. El aire fresco del río, comenzó a secarle el cabello y a despejarla de los últimos vapores del alcohol. Se acercó hasta la puerta abierta de un kiosco que mantenía la reja cerrada, pidió una cerveza fría, una caja de cigarrillos y un encendedor. Pagó con uno de los dos billetes de mil pesos que el cerdo estúpido le había dado. Estaba aburrida. Llegó hasta el murallón de la rambla, se sentó con los pies colgados hacia el mar y se dejó llevar por el brillo de la luna que dibujaba columnas sobre el agua. Estaba aburrida de todo, no quería seguir así. Sacó de uno de los bolsillos de su abrigo un porro. Destapó la cerveza haciendo palanca con el encendedor, dio un sorbo largo y lento de la botella. Fumó y bebió con desesperación hasta terminar todo. En su cabeza y en su cerebro unos neutrones a toda velocidad iban gestando su Nagasaki mental. Carla suspiraba, vomitaba bocanadas de aire caliente y eléctrico. La botella terminó en el agua luego de volar por el aire más de seis metros hacia arriba y quince hacia adelante acompañada por un grito de “¡Basta!” que le salió desde lo más profundo de sus entrañas, y en eso casi dejó su garganta.
Y lloró. Perdida y cansada, lloró. Destrabó los cerrojos de su pasado y dejó salir bañados en lágrimas saladas los fantasmas enjaulados. Sus rencores, los olvidos y su descalabro. Y lloró pensando que hay más pasado y más formas del pasado que el propio pasado. Dejó la cornisa, volvió sobre sus pasos hacia la avenida principal y por segunda vez en el día se quedó mirando el puente. 
Ella se parecía a ese puente. Sólida por fuera, rota y vacía por dentro. Libre en su prisión. Era un camino alto del suelo, como un arco iris desolado. Carla iba alejándose de las sombras, quería llegar hacia el otro lado. 

"Texto perteneciente a Hijos de abril".


Adrián "fino" Sosa. Montevideano. Lector, melómano, "escribidor". Durante los años 80, coordinó y edito diversas revistas alternativas en forma independiente (Atrás de todo, Culos de botellas, Perro Andaluz) que divulgaban poesía, dibujos, arte callejero y música: el nervio latente bajo la aparente inactividad de esos años. Publicó de forma artesanal "El Grito", "Lobos en la Buhardilla", "Lo que quedó allá arriba " y " Cuadernos Mojados". Actualmente participa en el taller de creación literaria "La Tribu" que dirige y coordina Alberto Gallo, escritor y periodista cultural. Colabora en la revista literaria digital "La Atemporal". Ha publicado en coautoría el libro de relatos “El Gen de la Bestia.
Correo electrónico: fino38@montevideo.com.uy    


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Photo by Magdalena Smolnicka on unsplash (public domain).


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