Nueve microrrelatos de Heimito von Doderer

El desayuno

Hoy por la mañana desayuné en el baño, algo distraído. Serví el té en el vaso que utilizo para enjuagarme cuando me limpio los dientes y eché dos terrones de azúcar en la bañera, que, por desgracia, no bastaron para endulzar una cantidad tan grande de agua.

Nuestra época 

Mi portera se ha separado de su marido, lo que en cierto modo ha supuesto un alivio para mí, ya que él y yo utilizábamos la misma talla de cuellos de camisa. Sin embargo, desde que su nuevo
amigo ha descubierto que en verano se puede llevar la camisa con el cuello abierto, ya me han desaparecido en la lavandería dos nuevas de seda recién estrenadas.

El amor 

Había puesto sus manos sobre mi corazón y de un momento a otro sus uñas se enrojecerían con mi sangre; sin embargo, como ya eran rojas, en el momento decisivo me entró el miedo y la dejé plantada delante de su puerta —¿no es lo mismo que habría hecho ella?—, despidiéndome a toda prisa con un cumplido.

Caracteres

Que alguien huela a perro mojado de vez en cuando es una cuestión de carácter. Ahora bien, no todo el mundo soporta este carácter. Sobre todo, quienes huelen a alcohol (y no sólo de vez en cuando ni sólo ellos, sino también su aliento). Por lo visto, hiere su sensibilidad. Éste sería el motivo de la disputa que se desencadenó en un tranvía de la línea 6 de Múnich. Al llegar al monumento de Schiller, el revisor obligó a bajar del vagón a los dos implicados en la pelea. En la calle siguieron increpándose uno a otro hasta que intervino un tercero que olía a aceite. Fue tanta la repulsión que les provocó, que salieron corriendo despavoridos cada uno en una dirección.

«¡Hurra! ¡La vieja no va a tener un niño!»

Por fortuna, mi vecina, una respetable anciana —tiene ya sus setenta y tres años—, no va a tener un niño. Me quito un peso de encima. Ya estaba temblando. Quería recibir en su casa a uno de esos muchachitos holandeses por los que los vieneses se pelean, pues son muchos los que quieren acogerlos durante las vacaciones, pero, como es natural, se ha dado preferencia a las familias en las que alguno de sus miembros habla holandés. Gracias a Dios, la criaturita no sabía ni una palabra de alemán. Una nube de ruido que oscurecía el horizonte y amenazaba con descargar sobre el manuscrito de mi novela ha pasado de largo.

La fatalidad 

Todavía era joven, era guapa y fuerte, sana y alegre. Bueno, pero algo escabroso tiene que haber, porque de otra manera no tendríamos una historia. ¡Adelante! Tenía un puesto fijo y era muy querida por las damas que formaban su clientela; además, le gustaba lo que hacía: no es extraño, porque desarrollaba su actividad en un entorno moderno, con buena iluminación, siempre ventilado y alicatado de blanco. Vale, muy bien, y ¿qué más? Conoció a un joven, era un muchacho guapo, honesto, también con empleo fijo. Se vieron dos o tres veces en un parque. ¡Ajá! En la tercera cita hablaron del oficio de ella. Él tenía mucho interés en saber a qué se dedicaba. «Trabajo de limpiadora en unos aseos públicos», respondió la joven algo turbada. Durante unos segundos se quedó en silencio, con la mirada perdida. Luego añadió, como si quisiera disculparse: «No son unos aseos cualesquiera, son los de la Estación Central». «¡Imposible!», exclamó él. Y la abandonó en el acto.

¡Sea prudente cuando viaje!

Hace muchos años me vi envuelto en una pelea en la estafeta de Schwabing, en la Leopoldstrasse de Múnich. Comenzó por un incidente sin importancia —alguien que esperaba para que le atendieran en la ventanilla no había guardado su turno en la cola—, y la verdad es que no tenía motivos para hacerlo, pero recuerdo que terminé sacudiéndole un par de bofetadas a un tipo. Ni siquiera me quedé con su cara. Tres años más tarde me zurraron de lo lindo en un callejón del barrio de Au. Los «pincharratas» (es la palabra que utilizan en Múnich para referirse a lo que en Berlín llaman «matón» y en Viena «buscarruidos») que me agredieron atendían las órdenes de una voz chillona que los animaba desde una esquina. Más tarde, recordando, reconocí aquella voz. No era otra que la de aquel tipo de la estafeta de Schwabing. Es evidente que hasta el viajero más inocente y pacífico está expuesto a sufrir todo tipo de contrariedades cuando viaja a una ciudad extraña.

La verdad desnuda 

Hace poco me topé en la escalera con la señora Hawelka, nuestra portera, una mujer guapa, alta y exuberante. Iba sin ropa. «¡Oh, insensata desnudez!», exclamé al verla. Al parecer, quedó muy afectada por el doble sentido de mis palabras, se apresuró a bajar a la portería y se vistió inmediatamente. La portera es una persona más bien limitada, no tiene muchas luces, pero tiene que apañarse con su poco juicio y seguir adelante. ¿Cómo podría vivir de otra forma? Cuando una cabeza hueca comete alguna estupidez, no quiere decir necesariamente que tuviera esa intención. Además, parece que la señora Hawelka, la portera, pululaba desnuda por la escalera para hacer que triunfase la verdad. Por alguna razón, su simpleza intuía que la estaba oscureciendo.

La casa de Quassi

Quassi construyó una casa para pasar los veranos aquí (aunque, según él, las muchachas del lugar lo habían ofendido ignorándole). Tuve ocasión de verla cuando todavía la estaban construyendo. Parecía pequeña y no tenía nada especial. Las puertas, las ventanas y el mirador estaban distribuidos como en tantas otras. Más tarde observé que había dejado varios huecos. Un año después de mudarse se desató el escándalo en el pueblo. Hasta entonces, como es natural, la gente sólo había visto a Quassi cuando se asomaba a la ventana o aparecía en la puerta de su nueva casa. Casi nadie había prestado atención a los numerosos huecos que había dejado por todas partes. Quassi juró y perjuró que todo era mentira, y que jamás había enseñado el trasero por los ventanucos de su casa.




Heimito von Doderer, fue un escritor austríaco. Está reconocido como uno de los más importantes escritores de dicho país, y de la posguerra en general. Su obra se compone de novelas, narraciones, ensayos, poesía y diarios personales.

Photo by Simon Berger on unsplash (public domain).


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