'Ravotril', relato de Alberto Fuguet

'Ravotril', relato de Alberto Fuguet

Un avión despega de madrugada, el primer vuelo del día desde El Tepual. Una mujer con una trenza se persigna. El chico mira por la ventanilla y ve el pasto húmedo por la lluvia de la noche, unos pantanos, un río, varios esteros, vacas, cerros, una bahía pequeña repleta de botes. El tipo de traje azul que está a su lado se coloca un antifaz y echa para atrás su asiento. El chico abre una bolsa con una frazada dentro y se tapa las piernas. El chico viste shorts khakis extra largos y se llama Ignacio. Tiene 17 años, recién. Ignacio ajusta su asiento y hojea una revista. Mira pero no lee un reportaje sobre unos conventos medievales. Luego observa y toca su celular pero no se atreve a encenderlo. El avión sigue su ascenso dejando atrás unas nubes negras.

Una pieza sencilla, sin lujos pero no de alguien pobre. Más bien pobre en diseño y look; un tipo dejado. No es un edificio viejo pero tampoco nuevo. Es quizás un Paz Froimovic: son todos iguales pero parecen mejor de lo que son. La habitación de Álvaro está en el límite de lo confinante. Es pequeña, para una persona, y la cama king reduce el espacio aún más.

La ventana está tapada con unas cortinas azules de Casa&Ideas. Hay una mesa de madera, una laptop, cajetillas de cigarillos.

En un muro, un afiche con un centenar de letras A en distintas tipografías.

En el suelo de piso flotante hay un sillón-tipo-pera de cuero negro tapado de ropa sucia, zapatos, sandalias. No hay velador, solamente una lámpara ajustable que sigue prendida. Debajo de ella hay un estuche de plástico naranja donde reposa una prótesis transparente contra el bruxismo y un montón de papel confort arrugado y seco.

En un rincón, una ordenada colección de Graphics Arts Monthly y, esparcidas, números abandonados de I.D. y Eye.

Una radio reloj indica las 8:14. Álvaro, de unos 36, duerme. Una sábana le tapa los pies. La polera Pepsi Challenge que tiene puesta delata que está transpirando. De pronto Álvaro abre los ojos, de una. Mira el reloj. Cara de espanto, cara de estoy atrasado.

Álvaro en la ducha. Cae el agua. La ducha es también tina y los azulejos son blancos. Las toallas son grises. La ducha tiene una shower door transparente algo sucia. Álvaro se fija que sus ojos se ven inmensos en el pequeño espejo que tiene atornillado al muro. Los ve negros pero rojizos, los ve con ojeras. Su barba tiene tres, cuatro días. En el centro de su pera hay unos pelitos blancos. Álvaro es flaco, huesudo, y más alto que el promedio. Lleva el pelo corto, con un no-corte escolar. Álvaro abre el shower door y saca una tira metálica de pastillas que están sobre el lavamanos: Ravotril 2mg de Roche. Saca una píldora y se la lleva a la boca. En el proceso, la píldora se moja y pierde consistencia. Álvaro abre su boca, deja que se llene de agua caliente y traga.

Ignacio avanza por el pasillo del avión. La mayoría de los pasajeros duerme. El olor de la cabina huele a pan microondeado. Llega al fondo. Las azafatas están sentadas. Una hojea La Tercera; la otra se mira las uñas.

Estamos por aterrizar, tiene que volver a su asiento, le dice la más rubia al chico.

Tengo que tomarme algo.

De verdad tienes que volver a tu asiento, le responde más seria, como a cargo.

Es importante. Me la dio mi sicóloga.

La azafata es joven y tiene los ojos verdes.

No puedo tragarme una pastilla sin líquido, le explica Ignacio.

La azafata se desabrocha el cinturón y abre un compartimiento de acero inoxidable. Le pasa un tarro de Ginger Ale light.

Yo tampoco.

Ignacio saca de su bolsillo una pastilla envuelta en metal y plástico que dice Ravotril 0.5mg. Roche.

¿Nervioso?

Un poco, y sonríe, apenas.

¿Algo importante?

Algo.

El chico saca la pastilla de su envase y éste cae el suelo. Abre el tarro, toma un sorbo y se traga la píldora. Camina a su asiento. El avión, en efecto, desciende.

Álvaro, con casco negro, jeans gastados, casaca, viaja arriba de una motoneta roja, rumbo al aeropuerto. Anda sin corbata, con una camisa con rayas verdes, mocasines negros con suela con doble aire. Avanza por una calle Lyon vacía, cubierta de árboles y pájaros que gritan. Cruza el puente nuevo sobre el Mapocho. Una mujer mayor y muy bronceada pasa trotando a su lado. Álvaro mira el sol que ya está arriba de la cordillera. Sólo hay nieve en los picachos más altos. A la altura del hotel Sheraton San Cristóbal ingresa a la Costanera Norte. El túnel desprende una luz amarilla, química. Las inmensas hélices de las turbinas que ventilan la carretera subterránea lo remecen. Cuando pasa por los lectores de radar color púrpura escucha el beep de su tag. El túnel termina y el sol matinal le quema los ojos. Inmensos letreros llenos de color anuncian celulares, carriers, televisión satelital. Nokia, Siemens, Telefónica, Entel pcs, 188, 123. Comunicación, comunícate, comunicados.

Álvaro camina por la terminal del aeropuerto de Santiago, scl, con una mochila negra en su espalda. De lejos, el casco de su moto asemeja una bola de bowling. Mucha gente arribando, embarcándose, esperando. Álvaro llega al sector de las llegadas nacionales y mira la pantalla. Se fija:

Procedencia: Puerto Montt-Confirmado 09:05 horas.

Mira su celular y ve que son las 09:02.

Sonríe aliviado.

Ignacio, sentado, mira cómo se acerca la tierra. Todo se ve seco. A lo lejos, la ciudad de Santiago escondida detrás del filtro sucio y sepia de la contaminación. La luz que ingresa fuerte por las ventanas ilumina las cabezas de los pasajeros. Aterrizan.

Álvaro termina de tomar un express en la cafetería Le Fournil del aeropuerto frente a las llegadas internacionales. Lo hace de pie, en la barra. Mira los diversos tipos de panes y pasteles. Habla por su celular:

Dile algo, pero no que voy a llegar antes de las trece. Imposible. Quizás a las doce y media. Y eso.

Tú sabrás, responde la voz femenina al otro lado de la línea. Debiste enviarle un mail avisando al menos. Siempre lo haces todo mal.

Sí sé pero nada, llegaré. Tarde pero llegaré.

Pudiste haberte quedado hasta tarde y haberlo dejado listo.

Sí sé. Pude.

Se avisa antes, no después, Álvaro. Por eso me das lata. El libro tiene que estar listo para la imprenta a las seis. La Andrea lo quiere urgente. Ya enviaron las invitaciones al lanzamiento.

Sí sé, responde mientras saca un billete de su billetera y paga la cuenta.
Espero que sea importante. ¿Lo es?
Lo es.

Ignacio camina por dentro de la sección llegadas. Cada tanto mira los letreros. Anda con un bolso-mochila inmenso, que casi no lo deja caminar. Ahora luce con un abrigo tipo montgomery azul. Shorts largos, sandalias, polera celeste, un canguro amarrado, un abrigo tipo montgomery. Parece un surfista en su primer viaje a la Antártica. Llega a los carruseles y se detiene. Anda con inmensos audífonos Denon que, por momentos, parece que lo van desquilibrar. De pronto, se sienta, deja el bolso y termina de escuchar el tema o el podcast que está escucando. En un televisor aparece un documental sobre las bellezas de Chile. Lo mira. Ignacio se levanta, sigue caminando, baja una escalera automática, se sube a una correa transportadora y llega a los carruseles. Su maleta es la única que está circulando. La coge.

Álvaro mira el letrero con todos los vuelos nacionales y cómo, cada tanto, la información se va actualizando. El vuelo procedente del sur ha aterrizado. Mira a la gente salir. También salen pasajeros de otros vuelos. Un grupo de americanos de tercera edad, de buzos muliticolores y panzas vencidas, salen con muchas maletas y ponchos de alpaca. En eso ve a Ignacio. Empuja un carro con una maleta dura, verde, sintética. Arriba colocó la inmensa mochila-bolso. Ignacio lo ve pero sus ojos miran hacia otro lado. Intenta hacerse que no lo vio pero Álvaro lo sigue mirando y levanta su mano. Ignacio se coloca el capuchón del abrigo y sus ojos desaparecen. El rostro de Álvaro se desencaja un poco. Traga. Ignacio avanza entre medio de otros pasajeros y dobla hacia la dirección contraria de donde está Álvaro. Ignacio se detiene y mira la gente. Álvaro avanza entre los taxistas que sujetan letreros con nombres extranjeros y llega donde él. Le toca el hombro. Ignacio se da vuelta y se saca la capucha. Se miran. Le estira la mano. Se dan la mano, en silencio. Ignacio la retira y mira hacia abajo.

Tanto tiempo, le dice Álvaro.

Harto.

Mucho, sí. Estás más alto. Más... ¿Como estás?

Con sueño.

Tenemos dos horas.

Uf, dos horas, comenta Ignacio.

Silencio.

Mi otro vuelo va a durar catorce, le dice Ignacio. Catorce. Tengo que hacer check-in acá. No me dejaron embarcarla en Puerto Montt.

Silencio.

Ignacio saca de un bolsillo de su abrigo su celular última generación. Es notoriamente superior al de Álvaro, que esconde el suyo. Le coloca unos audífonos al celular. Se los coloca y aprieta unos botones.

¿Qué haces?

¿Qué crees?

Álvaro frunce el ceño. Mira el tablero. Mira el celular última generación.

¿Qué estás escuchando?

No creo que los conozcas, le dice y se saca sus audífonos.

Estoy más al día de lo que crees. Soy joven. Tengo blog.

Ignacio lo mira para arriba y para abajo y hace un gesto como de “creo que voy a vomitar” o “no te creo”.

No creo que los conozcas, le responde después de un rato.

Silencio.

Ignacio lo mira, la piensa unos segundos y esconde su celular.

ok, vamos. Pero no tenemos mucho tiempo. ¿Puedes pagar tú? Sólo tengo euros.

Álvaro mira su celular:

Tenemos poco tiempo, sí. Dos horas. ¿Tienes hambre?

Sí. Harta. Arriba me dieron una puta galleta de avena.

Genial, responde Álvaro, sonriendo. Genial.

La fila frente al counter de Lufthansa. Al menos una cincuentena de personas con todo tipo de maletas, guitarras, esquís, cajas metálicas que al parecer llevan equipo de filmación. Hay pasajeros muy rubios y muy morenos y de todos los tipos físicos. Ignacio vuelve a sacar su celular, aprieta una teclas, se conecta a la red, googleaweather report. Álvaro, que es más alto, mira.

Está nevando allá, bien, comenta.


Los dos en la fila, no hablan.

Silencio.

Ambos miran cómo, más allá, un tipo envuelve en plástico las maletas. Los bolsos giran alrededor de una suerte de dispensador de ese wrap transparente con el que tapan potes y postres y ollas. Ignacio escucha música de su celular. Álvaro revisa el pasaporte y los papeles notariales que le permitirán a un menor abandonar el país. Álvaro coloca la maleta sobre la pesa. La funcionaria de la aerolínea le pasa un boarding pass. Ignacio mira hacia un grupo de chicos que viajan en grupo a un país que parece tropical. La chica de la línea aérea toma el bolso y le coloca un sticker que dice FRA.

Los dos salen al aire libre, a un calor seco. Hay un leve olor a combustible de avión. Un Copa despega y ambos lo miran desaparecer entre la bruma. Álvaro lleva la delantera y arrastra el bolso-mochila de Ignacio.

De bolso de mano esto tiene poco, le dice.

Sí sé, ésa es la idea. Es por si necesito mis cosas durante el vuelo.

Cruzan hacia el nuevo hotel Holiday Inn que está justo enfrente de la terminal.Ven el agua de la piscina reflectante, una escultura que asemeja un cóndor, muchas piedras pulidas y japonesas. Ignacio extrae su celular del bolsillo y, sin mirar por el visor, empieza a tomar fotos mientras caminan.

¿Me tomas una a mí?, le pregunta al pasar Álvaro. ¿De recuerdo?

Te recuerdo, no te preocupes.

Bar del hotel del aeropuerto. Ignacio mira los transferdescargar pasajeros y tripulaciones con uniforme. Un inmenso 747 de DHL cruza a la distancia. Álvaro enfoca su mirada hacia el inmenso y cómodo business center lleno de hombres de traje que le hablan a sus BlackBerrys, que chatean, que revisan el Dow Jones, que memorizan presentaciones en Power Point.

Los dos están al frente, el uno del otro. No se miran. Tratan de no mirarse. Cuando uno mira hacia otra parte, el otro lo mira. Y viceversa.

Ignacio juega con el resto de su Sandwich Club, con los cubiertos, con un salero.

¿Tu madre?, le pregunta Álvaro.

Bien.

¿Sale con alguien?, indaga.

¿No? ¿Tú?

¿A veces? ¿Tú?

A veces. Poco. Es tema mío. No creo que te interese.

Me interesa.

Pero son mis temas, le responde. ¿Le hablabas de tus cosas a tu padre?

No, responde Álvaro antes de callar por un rato.

Silencio, breve.

Mi padre era muy distinto, conservador. Yo quería que me preguntara de todo, que me abriera los cajones, pero nunca lo hizo. No me enseñó nada.

Tu tampoco me enseñaste nada. Y también eres conservador. Ene.

Silencio

Despega un Lan.

Aterriza un Iberia

Taxea un Delta.

Allá conocerás a muchas chicas.

Pero no podré hablarles, le responde, rápido, el chico.

A eso vas: a aprender alemán.

No voy a aprender en tres meses. Voy porque mi mamá tiene un mino que tiene como 28 y se quieren ir al Norte a fumar pitos. Tiran mientras ven HBO. Tengo oídos. Uf. Mal. Me quiere lejos por un tiempo para “vivir”. Como ahora ella tiene plata. ¿Sigues pobre?

Álvaro no dice nada. Calla. Mira cómo cargan un 737 de Aerolíneas del Sur.

¿Podrías pagarme una universidad acá en Santiago? Es como cara. Mi mamá quiere que me quede allá, con ella, cerca. Allá no hay Audiovisual. Allá no hay nada excepto gente que ve tele.

Luego podemos ver eso.

¿Cuándo? ¿Cuando tenga 33? Nunca –nunca– me has tenido una pieza. No te lo estoy sacando en cara, te lo estoy comentando. Sé quién es Freud. He ido al sicólogo. Hablamos de ti.

De qué hablan.

Cosas mías.

Callan.

Silencio.

Ignacio se toma el resto de su bebida transparente y masca los hielos.

El mino de mi mamá –Facundo, Fa-Cun-Do– tienedreadlocks, huevón. Mal. Se cree rapa-nui porque vivió allá como tres meses. El huea tiene el ci de un moai, hueón.

No me trates de hueón, soy tu padre.

Tienes como 9 años más que yo, ¿quieres que te trate dedon? ¿De usted, como los cuicos?

Dieciséis. Tengo dieciséis más que tú.

Callan.

Álvaro lo mira, se fija en el mentón de Ignacio. El chico no se ha afeitado en varios días.

Silencio.

Veo que ahora te puedes afeitar.

Tengo 17. Y no, ojalá. Es pura pelusa. Le doy como caja al Benzac, eso sí. ¿Sabes lo que es Benzac?

¿Una droga?

Ignacio lo mira fijo, a los ojos y luego se ríe un poco.

Es un remedio para la grasa. Es una crema. Recara. Sudo grasa. ¿Te pasaba?

No.

¿No?

No.

Silencio.

Los dos miran la gente ir con sus maletas a los estacionamientos.

¿Seguro que soy tuyo?, le pregunta el chico con un tono suave, pre-cambio-de-voz. ¿No soy de tu amigo? ¿De ese Roque que luego lo internaron por bipolar?

¿Quién te dijo eso?

Roque. Ese sí que es un loser.

Eres mío, 100%. Tenemos el mismo ADN. Tenía 16 años, Ignacio. 16. Era menor que tú. ¿Te imaginas teniendo un hijo a los 16?

¿Por qué no acabaste afuera? ¿Por qué no te pajeaste al lado?

¿Has tirado?

Huea mía. ¿Ahora te venís a hacer de padre y querís sabermis cosas? ¿Qué más querís “compartir”? Esto no es un puto comercial con momentos padre-hijo.

De improviso, Ignacio se acerca a él, lo abraza y con su celular, se toma una foto. Una pareja de ancianos con pinta de escandinavos sonríe y se toca las manos.

Ahí: un recuerdo. ¿Feliz? Un puto momento Kodak-Nescafé digital. Muéstraselo a tus minas: tener hijos siempre funciona. Lo encuentran amoroso.

Silencio.

Un silencio largo.

Era chico, Ignacio. Era muy, muy pendejo.

No tuviste que dejarme botado. Yo tuve un perro. Lo cuidé. Se murió. Pero lo quise. Y era muy, muy pendejo.

Yo te quiero.

¿Cambiamos de tema? Me cargan estos temas. Tengo que ir al baño. Me cuidas el bolso. Tiene candado. Igual no lo puedes abrir.

15. Ignacio camina por un largo pasillo con afiches de aviones antiguos. Suena una música de hotel, orquestada, falsa. Ignacio ingresa al baño. Se lava las manos. Luego va al urinario pero no necesita hacer. Se queda ahí. Solo. Regresa a los lavamanos y se lava las manos de nuevo. Se mira. Hace algunos morisquetas. Se toca la nariz. Se aprieta unos granos. Con el pulgar, se refriega la nariz y luego lo apoya en el vidrio. La huella del dedo con la grasa queda marcada en forma clara. Con otro dedo dibuja dos ojos y una sonrisa al revés. Extrae otro Ravotril y se lo toma con el agua de la llave. Saca el celular, mira la hora. Se toma una foto. Se sienta en el lavamanos. Revisa sus contactos en el teléfono y encuentra mamá. Marca. Espera.

Mamá: lo odio, le dice. Lo odio. ¿Cómo te pudiste meter con él? Ahora se las quiere dar de buena onda. No sé de qué hablarle. ¿Por qué le dijiste que viniera a verme?

16. Álvaro sentado en la mesa del restaurant del hotel. Mira su celular. Busca a quién llamar pero no encuentra nadie. Mira la hora en un reloj que está en la pared. Escucha a unos tipos orientales conversar. Álvaro saca un Ravotril de su bolsillo y se lo traga con el resto del agua mineral que le queda en el vaso. Observa el bolso-mochila de Ignacio. Se agacha y con la mano toca uno de los bolsillos exteriores. Toca el cierre y lo abre.

17.Ignacio regresa a la mesa y llama al mozo. Se miran.

Te demoraste, le dice Álvaro.

Me dolía la guata.

¿Estás bien?

Bien. Nervioso. Por el viaje.

El mozo por fin se acerca.

Un vodka tonic. ¿Tú?

Son las once de la mañana, Ignacio.

¿Querís o no querís? ¿Tienen leche? ¿Querís leche?

Un Etiqueta Negra, doble.

El mozo parte rumbo al bar.

Estás... estás más hombre.

Han pasado cuatro años. Time flies, dude.

Silencio.

Silencio.

Silencio.

Este hotel es nuevo, comenta Álvaro. Lo inauguraron recién.

Ah.

Yo una vez fui a Buenos Aires, por la editorial, y no pudimos despegar por la niebla, una niebla densa, densa, no se veía nada, pero nada, y cancelaron todos los vuelos y me tuve que regresar a la ciudad y el taxi casi no podía avanzar por la niebla; al final terminé por dormir en un hotel muy malo que daba como asco. Tanto que no me atreví a sacarme los calcetines.

¿Y por qué me cuentas esta historia?

Ah, no… por… por lo del hotel. Es bueno que haya un hotel en un aeropuerto. Cuando se cancelan los vuelos o alguien pierde una conexión. Si en Buenos Aires hubiera habido un hotel me hubiera quedado ahí.

Pero hubiera estado lleno. Colapsado. Por la niebla. No creo que sólo tu avión no pudo despegar.

Silencio.

También sirven para reuniones. Un tipo puede volar hasta acá, cruza, hace la reunión acá, y parte de vuelta. Es bueno.


Silencio.

¿Supiste del austríaco?

No.

La semana pasada. Lo leí en el Emol.

¿Qué?

Nada: que estoy de acuerdo que es conveniente que haya un hotel en el aeropuerto. Reconveniente. Sobre todo para el austríaco. Sobre todo para él.

¿Qué pasó con él?

Nada: cumplió como cuarenta años o algo así de decadente y, no sé, no cacho, pero le dio la depre, mal, algo le pasó y nada, quiso venir para acá, al fin del mundo y se tomó un avión y viajó como nueve mil horas y llegó acá, aterrizó, pasó por la aduana con su maleta llena de ropa y libros en austríaco y cruzó igual que nosotros y llegó a este hotel y estaba cansado y solicitó una pieza y sacó su tarjeta de crédito y la pagó y subió y se dio una ducha porque el hueón estaba cerdo después de todas las horas de vuelo y cuando terminó, así en pelotas, abrió la ventana y saltó del séptimo piso. El tipo seguía de cumpleaños por el cambio de hora. Se mató. Llegó la policía y todo. Salió en el diario y lo leí. Eso. La gente se mata mucho en los hoteles. Eso dicen. Yo he estado más en campings. ¿Te has tratado de matar?

No

¿Lo has pensado?, insiste el chico.

No.

¿No? ¿No sientes cómo la culpa te ahoga a veces?

No. Me ahoga, sí, pero no es para tanto.

Claro: no es para tanto.

Silencio.

¿Por qué me contaste esta historia? ¿Es verdad?

Claro que es verdad. ¿Cómo no va a ser verdad? ¿Por qué habría de inventarla? ¿De donde sacaría la idea? ¿Por qué creís que la inventé?

Es que no entiendo por qué me la contaste, le insiste Álvaro. ¿Qué querías decirme?

Que un austríaco se tomó un avión y se mató. Quizás le daba vergüenza matarse en Austria. Es un país chico. Yo no me mataría en Puerto Montt, me mataría en Mannheim. Matarse igual es como una huevada privada, yo creo.

¿Seguro que estás bien?

¿Seguro que estás bien?

Ignacio recibe un mensaje en el celular. Un ruido como una copa que se quiebra. Lo mira, se ríe.

¿Qué es?

Una huevada. Unos conejos cinéfilos. Un dibujo animado.

¿Quién te lo envió?

Alguien. Es privado. Mis temas.

¿Puedo ver lo que te enviaron?

Le pasa el celular. Mira el corto animado. Titanic resumido en 30 segundos. Se ríe.

¿Bueno?, le pregunta el chico.

Bueno, muy bueno.

Silencio.

Llegan los tragos, los dos se lo toman al seco.

Pide la cuenta, le ordena el chico, mirando la hora en su celular.

Me gustaría...

¿Qué?

Que me gustaría…

Verme más. Hacer cosas. Todo el mundo quiere lo mismo. Me tengo que ir. No quiero perder el avión. Otro verano quizás, papá. Otro.

Álvaro se queda en silencio.

Mira la cuenta, paga. Álvaro se demora en atinar pero de a poco, procesa algo y comienza a sonreír.

¿Qué?

Silencio. Pausa.

Nada: me trataste de papá.

Silencio.

Se miran.

Ignacio trata de no sonreír, pero sonríe.

Los dos sonríen.


18. Ruido de avión despegando. Álvaro guardando su mochila en la moto. Mira hacia arriba, al cielo. Su celular hace un ruido seco. Lo saca. Es un mensaje. De Ignacio. Lo abre. Es una foto. Una foto de los dos. En el hotel. ~








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