Mamá se suicidó bien entrada la noche. Hacía frío. Nunca pensé que lo haría, a pesar de que siempre amenazó con hacerlo.
- Los verdaderos suicidas no avisan. Si alguien quiere quitarse la vida lo hace y punto-me comentaba la vecina en un intento de tranquilizarme. Pero se equivocó.
Juana, la vecina, creía saber muy bien de lo que hablaba, porque había sufrido esa experiencia. Su marido se había suicidado hacía unos siete años.
-Y quién lo hubiera imaginado – se lamentaba -. Con lo alegre que era. Nunca se quejó, nunca.
La verdad es que no recuerdo muy bien lo que ocurrió ese día porque yo era muy pequeña, debía de andar por los cinco años. De lo único que me acuerdo es de los gritos de dolor de la mujer. Se me metían en la cabeza y se me clavaban como agujas. Estuve toda la noche escondida debajo de las sábanas de mi cama llorando de dolor y de miedo.
Para hacerle compañía, empecé a pasarme algunas tardes a merendar con ella, y después, con la enfermedad de mamá, me tiraba casi todo el día en su casa. Mi madre siempre estaba acostada y, a veces, ni siquiera se levantaba para abrirme la puerta cuando regresaba del colegio, porque, según ella, no le quedaban fuerzas ni para respirar. A mí no me importaba, yo sabía que necesitaba descansar; además, me gustaba ir con Juana, porque me contaba historias fascinantes de su vida. Unas eran muy divertidas, tanto que me hacían reír hasta dolerme la barriga; sin embargo, otras me daban mucha pena. Como la historia de una guerra que hubo hace muchos años, cuando ella era una niña como yo. Entonces su voz temblaba al recordar el día que mataron a su padre y a su hermano. Yo veía sus ojos ponerse brillantes como el cristal. Hacía un gran esfuerzo para que no se le escaparan la lagrimas, y aún no sé cómo lo conseguía.
Mamá siempre estaba triste. Una vez oí a alguien decir que cuando la tristeza es tan grande que te oprime el estómago y no te deja respirar, se llama depresión. Y ella debía estar muy enferma de depresión porque lloraba mucho, sobre todo por la noche, cuando el silencio le recordaba su dolor. Y bebía, siempre bebía. Algunas veces mezclaba la bebida con una pastillas que guardaba en el cajón de su mesita. Papá casi nunca estaba en casa, pero cuando venía discutían sin parar. Él se enfadaba mucho con ella, la humillaba y le decía que no servía para nada porque se estaba volviendo loca. Yo no soportaba que la insultara de aquella manera. Mi mamá no estaba loca, simplemente estaba enferma y sola, muy sola. Muchos días entraba de puntillas en su habitación, para no despertarla, y me tumbaba en la cama, a su lado. Le acariciaba el pelo y la cara. La tenía muy blanca, tanto que se distinguía perfectamente el camino que dibujaban las venas por sus mejillas. Entonces se despertaba y me sonreía.
- Hola cariño. ¿Cómo está mi princesa? – murmuraba sin apenas mover los labios finos y arrugados.
- Muy bien, mamá. ¿Y tú?.
- Cansada. Muy cansada.
Después cerraba los ojos y se volvía a dormir. Yo me quedaba junto a ella, oyendo su respiración. Era suave, apenas un ligero soplo de vida.
La noche de su muerte fue muy extraña. Yo tenía fiebre y la cabeza me latía como si una bomba en su interior fuera a estallar. Tuve muchas pesadillas y, no sé si fue en una de ellas, donde me pareció oír a mis padres discutir; pero no era posible, papá me dijo que se iba por una temporada. Me desperté de golpe, sudando. Mi pijama se me pegaba empapado a la piel y mi cuerpo tiritaba como el cachorro de mi amigo Fran. Empecé a llamar a mamá, pero no vino. La llamé muchas veces, pero no acudió. Recuerdo que las lágrimas me salían sin control a causa de la rabia que sentía. Yo estaba con fiebre y mi madre era incapaz de acudir a mi llamada. La odié, y a mi padre también, porque él ni siquiera estaba en casa para cuidarme. Pero, de pronto, oí el estallido de un vaso al caer seguido de un golpe seco y fuerte contra el suelo. Me asusté mucho. No sabía si levantarme para ver qué había pasado o esconderme bajo las sábanas. Decidí levantarme. Me costó caminar porque mis pies apenas respondían y todo se movía a mi alrededor. Tenía la boca seca y la lengua parecía el doble de grande. Desde mi cuarto vi la puerta entreabierta de la habitación de mamá. Una pizca de luz se escapaba desde dentro, como si fuera el humo de un cigarro, tiñendo el aire de un ligero resplandor lechoso. Me acerqué lentamente. El pasillo se me hizo eterno y sus paredes parecían unirse como si quisieran impedirme el paso. Cuando llegué a su puerta, pegué la cara a la rendija que había abierta y miré dentro. Al principio, la intensa luz me golpeó en los ojos obligándome a cerrarlos. Al cabo de unos segundos, me asomé otro vez. Sólo alcanzaba a ver los pies descalzos de mi madre que estaba tumbada boca abajo en el suelo. No se movía. Respiré hondo y empujé la puerta con suavidad hasta abrirla del todo. Y, entonces, la vi, ahí, tirada como un montón de ropa sucia.
La escena parecía otra pesadilla fruto de la fiebre, pero no era así. Yo sabía que mi madre estaba muerta. No me atreví a tocarla. Me quedé en el umbral, rígida como una estatua, observando aquel cuerpo caído de forma ridícula. El pelo, lacio y desaliñado, se desparramaba alrededor de su cabeza; no recordaba que lo tuviera tan largo. El camisón celeste subía por sus piernas mostrando unos muslos secos y pálidos. ¡Qué delgada estaba! A su alrededor, decenas de pequeños cristales salpicaban el suelo. Estaban por todas partes. Un trozo más grande le atravesaba la mano derecha. Sentí náuseas y vomité más fuerte que nunca, como si lanzara un cubo de agua sucia.
Salí de la habitación y me senté en el suelo, despacio, dejándome caer poco a poco. Me encontraba muy mal. Encogí las piernas hacia mi pecho y me abracé a ellas. No sabía qué hacer, estaba confusa. En mi cabeza la imagen de mi madre tirada en el suelo daba vueltas sin parar y una pregunta, sólo una, surgía de mi garganta.
-¿por qué?, ¿por qué, mamá?, ¿por qué lo has hecho?
Algunas veces la impotencia te hace sentir cosas que no deberías y eso fue lo que me ocurrió. Desprecio. Sí, un gran desprecio hacia mi madre se apoderó de mí y me empujó a llorar durante horas.
No entendía nada, no podía decir nada, sólo me tapaba la cara con las manos y me compadecía. Mi madre me había traicionado, me abandonaba quitándose la vida y la odiaba por ello. Aunque, quizás, yo tuviera la culpa de todo. Sí, puede ser, porque la conocía mejor que nadie y no me di cuenta de lo realmente desesperada que estaba.
Aquella fue la última noche que pasé en casa y lo hice llorando en el suelo, hasta que el cansancio y la fiebre me hundieron en un sueño intranquilo.
El entierro de mamá fue rápido y con poca gente. A los suicidas se les entierra sin grandes lamentos. Papá no quería que yo asistiera, pero me empeñé. Era mi madre, debía ir. La pobre Juana lloraba sin parar. ¡Cuánto la echaba de menos!
Los días que siguieron pasaron muy deprisa y ajenos a mí. Juana le dijo a mi padre que podía quedarme en su casa.
-Al menos hasta que la niña se recupere de la terrible experiencia que ha sufrido - añadió preocupada.
Pero papá no quiso. Me llevó a otra casa, con otra mujer, una mujer desconocida y a la que aborrecí desde el primer momento.
Han pasado varios meses y todavía me despierto por las noches llorando. En mis pesadillas veo el cuerpo de mi madre cubierto de sangre tirado en el suelo, sus ojos me miran vacíos y su boca me habla sin voz.
-Habla más alto, mamá, no te oigo - le digo entre lágrimas, y entonces desaparece.
La amiga de papá dice que está harta de oírme gritar por las noches, que no le dejo dormir y que no está dispuesta a aguantar más esta situación. Quiere llevarme a un médico de la cabeza, pero mi padre piensa que sólo soy una niña y se me pasará con el tiempo. El tiempo, qué sabrá él. Es algo más, es dolor y el dolor no viaja tan rápido como el tiempo. El dolor se instala en el pecho impidiéndote respirar. Pero no creo que a mi padre le importe mucho si lloro o no, como tampoco le conmovía la angustia de mamá. Estoy segura de que ella sabía lo suyo con esa mujer, pero a él le traía sin cuidado. Ahora ya nada importa. Mi madre no está y él puede continuar con su vida, o al menos eso cree.
Dicen que al final cada uno tiene lo que se merece, y debe de ser verdad. La semana pasada vino la policía a casa y se llevó a papá. Entraron enseñando una orden de arresto y se lo llevaron esposado y cabizbajo bajo la mirada fría y distante de su amiga. Oí hablar de una investigación sobre la muerte de mi madre. Sospechan que no fue un suicidio. Al parecer, aquella noche papá sí estuvo en casa, no lo soñé. Cambió las pastillas de mamá por unas que la intoxicaron cuando las mezcló con el alcohol.
Cuántas preguntas se me amontonan en mi cabeza; cuántas preguntas y qué pocas respuestas. Me gustaría saber por qué papá lo hizo, por qué arrancó a mi madre de mi lado, pero nunca lo sabré.
Ahora vivo con Juana y espero que para siempre. Ella dice que poco a poco lo iré superando. No sé, tengo tantas cosas que olvidar...
nievesjm(at)hotmail.com
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