"Relato de amor y locura en 'Tres días' de Juan Carlos Vásquez"


Al igual que la mayoría, poseo orgullo y debilidades; pienso en cosas, discuto, me voy, regreso, y tú vuelves con más fuerza. Incluso en los momentos de desequilibrio, tu rostro asoma y me hace reír ante la inestabilidad. Estoy exhausto. Todo es una cuestión de percepción; no dejes que los sentidos te engañen, siempre hay algo que se está fracturando y que revelará la sorpresa. Atrévete a imaginar. No importa si es un juego corto, solo hasta que los temperamentos se calmen y volvamos a herirnos en una discusión. Sí, es cierto, entonces regresaremos inevitablemente a elegir la personalidad que más odiamos del otro, como un círculo, como la rutina que tanto despreciamos y que solo cumplimos por la conciliación del sexo. (San Francisco, California, 2007)


Abro los ojos, me giro hacia un lado y veo la silueta de Marisa. Me alegra que hayamos vuelto a reconciliarnos. Intento decirle algo, pero está dormida. Durante la madrugada, la escuché delirar un par de veces. La he observado innumerables veces, pero nunca me había sentido tan feliz. Al menos he desarrollado una nueva capacidad casi prodigiosa que me permite hablar de lo que ella quiere mientras pienso en otra cosa. Anoche traje vodka; ella aprendió con esa bebida lo que es el subidón, la crisis, la alucinación. La vi sacudiendo la cabeza. Aunque fingía indiferencia, no le importaba explicarme que se vomitaría encima.

La Etamina, Zyprexa y quizás el Dopamine, forman un cóctel estupendo, al menos para hacer un viaje astral. ¡Cómo nos reímos!, aunque le temblaba todo el cuerpo, se dejó amar. Marisa y yo, al menos, hemos padecido diez rupturas; algunas con razones muy justificadas y otras sin causas aparentes. El primer obstáculo fue la familia, el segundo: amantes diversos; y la más reciente, una extraña vocación de sacerdotisa que casi arruina nuestro amor. En pijama me reprochó no haberme adentrado en caminos espirituales. Anoche la escuché, en tiempos de crisis, uno aprende estas cosas rápidamente. Han pasado doce horas desde entonces y ella sigue descansando, pronto todo se repetirá. Despierta, me abraza. Otra vez me veo siguiendo sus pasos por un laberinto de pasillos. Luego dormimos con la radio encendida. Recuperamos temas de discusión: mis hábitos, sus hábitos, que soy desorganizado. Incapaces de encontrar soluciones, nos besamos. Anoche, de alguna manera, rompimos con la rutina. Mientras la vi alejarse hacia la habitación, tenía un clamoroso pánico hacia el futuro, empuñaba una botella de vodka y una jeringa casi se le caía del pantalón.

Ignoro lo que hizo en esos minutos. Debato si debía acompañarla. Ya le había contado todo. De la enfermedad, los ingresos, el cajón lleno de pastillas; porque nuestras vidas han sido una montaña rusa, subiendo, bajando, perdiendo trabajos, buscando justificaciones para mis viajes sin fecha de regreso. Desde el salón, la escuché cantar, luego tiró algo al suelo y me llamó. Al ver que no iba, me preguntó si con el tiempo seríamos más afortunados. No sé a qué se refería. Luego volvió a cantar. Anoche me acosté y la vi con los ojos entreabiertos, rasgándose la cara. Tenía un motor de inyección que la guiaba. Viajaba como siempre, ella hacía y deshacía, yo la miraba tratando de entender todos sus gestos.


¿Cuánto tiempo ha pasado desde aquella noche? Ya no pierde peso, su apetito se ha ido desvaneciendo gradualmente al terminar sus incursiones secretas al refrigerador. Su cuerpo amorfo, desajustado no tiene medios para hacer nada. Un día más, un día menos, dependiendo de cómo se mire. Siento deseos de abrazarla, de acariciar su cabello, de reconstruir nuestra intimidad. He vuelto a reír fuerte. No sé si lo suficiente. Rebusco en mi memoria un dicho, una cita, algo que la haga feliz. Me siento, me preparo para beber. El trago me emociona tanto que surge la música. Me tomo mi tiempo para decir algo, pero se lo digo a gritos y uso una de sus pastillas en busca de estrategias. Me asusta que no hable en absoluto. Entonces no puedo soportarlo más y la toco, la agarro por un brazo y la muevo hasta ponerla boca arriba. No me reconoce, se ha aislado, no quiere ningún contacto con el mundo exterior. Si me lanzara una sílaba, no la molestaría, no lo hace, le reprocho.


—¡Siempre colaboro! —insisto en fastidiarla para que reaccione. Le pido nuestros ahorros. Marisa puede decir misa, pero igual despilfarra. Inventará algo. Como yo escribo poesía, una vez me dijo que la música también lo es. Me mostró un pentagrama con una serie de notas y salió corriendo a comprar un piano. Una semana sin comer. Ahí comenzó otro de los tantos episodios desfavorables que no quiero volver a repetir. Cuántas veces lo hice. Ahora estaba seguro de lo que deseaba. Rápidamente, me puse a su lado y la abracé, explicándole que ya no me iría. Nunca me había prohibido nada, y la única forma que tenía de vencer un pecado era ceder ante ellos. Yo había flaqueado ante todos como Marisa. Ahora mi única tentación era su amor y su cuerpo.


Fuera comenzaba a escucharse agitación, el ruido de los motores de los autos. ¿Cuántos estarían pasando por la misma confrontación? Yo quería elaborar un nuevo proyecto de vida, por eso usaría todo el tiempo necesario para analizar mi relación con Marisa. Ninguna teoría de la vida me parecía tan interesante como la vida misma. Sé que la he molestado muchas veces, pero siempre nos hemos levantado y recorrido el camino juntos. Mientras pienso, una aguda punzada me atraviesa, me hace temblar. De repente, brota una bruma de lágrimas, abro mi mano y la pongo sobre su espalda. La frialdad me sorprende, un aleteo perturba mis oídos. Ella, que siempre tuvo una temperatura tan alta, veo que el color escarlata de sus labios se desvanece y se torna oscuro. Acerco mis labios a los suyos, la levanto y la vuelvo a poner en la cama. 

Difícilmente puedo moverla de su posición. Le quito la ropa, la cubro con las sábanas, y peino su cabello con mis dedos. Intento restaurar el color de sus labios, pintándolos. Comienzo a sentir una risa desde lo más profundo de mi estómago, a jugar con un largo cortapapeles que tiene forma de caparazón de armadillo, a preguntarme hasta qué punto resistiré. La puesta del sol ilumina extrañamente las ventanas superiores de la casa de un dorado inusual y me siento feliz. Antes, bastaba con que me volteara para ver a Marisa sacar un cigarro de la pitillera. Las hojas secas comienzan a caer con la brisa y la incertidumbre, junto con una risa nerviosa, me llevan a una ilusión que trato de descifrar.


Marisa tiene las orejas tiesas con las puntitas negras. En ese momento, por primera vez veo más allá de la vanidad, la farsa, la estupidez y el vacío; me he dado cuenta del profundo amor que siento por Marisa. Comienzo a retroceder, agotado, seguro de no haber logrado nada. Intento pensar que cuando uno tiene una experiencia inquietante, la mente juega malas pasadas. Logro distinguir mi ira. Marisa y su inmovilidad la provocaron. Marisa y su rutina diaria. Ese delgado hilo que separa un amor grandioso de lo cursi. Mi cabeza da vueltas, siento mareos y náuseas. Recorro la habitación con la mirada. Arrugo la nariz al oler el aire mohoso y viciado mientras recupero recuerdos. El calor aumenta, la gordura en su rostro. Miro fijamente al techo, ¿qué veo? Percibo una nube de desesperación suspendida. Es demasiado doloroso. Esta vez la sacudo con más fuerza. Le hablo durante más de dos horas sin parar. Le hablo de la primera carta, de los poemas, de las mezclas. Su elección, a mi entender, es sencilla, pero quiero convencerla. Estoy obligado a escuchar algo de sus propios labios. Grito, le exijo con más fuerza sacudiéndola por enésima vez, con tanta violencia que cae de la cama. Mi cabeza da vueltas, respiro con dificultad, más bien jadeo. Siento que se agotan todos los tiempos. Pasan horas en las que surge la debilidad al seguir sus señas y me tambaleo hacia atrás, y veo el calendario.

Tres días después, no puedo soportar ni un minuto más. Examiné mi aspecto, tiemblo. Marisa está entrelazada en mi existencia. Mi ensoñación se desvaneció: corremos juntos y nos acercamos rápidamente. Ella se descompone en su recorrido, considerando nunca volver a tomar forma física. Entonces mi carrera se desacelera hasta quedar en medio, esperando un diagnóstico.

Haciendo guardia, creo ver una sombra correr entre la tensa calma. Ese silencio es reemplazado por un sonido extraño, como si miles de organismos minúsculos y pegajosos lucharan por un bocado dentro de sus ojos, tratando de arrancarle la mirada. Oigo gritos afuera, golpes violentos contra la puerta, mi indignación por no entender cómo ni por qué.



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