A la edad de ocho años, montado en la vieja Steyr-Waffenrad de mi tutor, quien en esa época había sido llamado a filas en Polonia y estaba a punto de marchar sobre Rusia con el ejército alemán, di mi primera vuelta bajo nuestro piso del Mercado de las Palomas en Traunstein, en el despoblado de un mediodía provinciano consciente de su importancia. Habiéndole cogido el gusto a aquella disciplina para mí totalmente nueva, pronto salí pedaleando del Mercado de las Palomas
por la Schaumburgerstrasse hasta la Plaza Mayor, para, después de dar dos o tres vueltas a la iglesia parroquial, tomar la decisión audaz y, como se vería sólo unas horas más tarde, funesta de visitar con mi bicicleta, que, según creía, dominaba ya de una forma absolutamente perfecta, a mi tía Fanny, que vivía cerca de Salzburgo, distante casi treinta y seis kilómetros, en medio de un jardín de flores cuidado con mucho amor pequeñoburgués y que los domingos hacía unos filetes empanados muy apreciados, la cual me pareció el objetivo más apropiado para mi primera excursión, y en cuya casa pensaba hincharme de comer y de dormir, después de una fase, desde luego no demasiado breve, de admiración sin reservas por mi proeza.Yo había admirado a la clase elegida de los ciclistas desde los primeros instantes conscientes de mis ávidos ojos, y ahora pertenecía a ella. Nadie me había enseñado aquel arte, inútilmente admirado por tanto tiempo; sin pedir permiso a nadie, había sacado empujando del vestíbulo la preciosa Steyr-Waffenrad de mi tutor, no sin conciencia dolorosa de mi culpa, y, sin pensar en el cómo, había puesto el pie en el pedal y me había ido. Como no me caí, en esos primeros momentos en la bicicleta me sentí ya triunfador. Hubiera sido totalmente contrario a mi carácter volver a bajarme después de dar unas cuantas vueltas; lo mismo que en todo, llevé hasta el último extremo aquella empresa ya comenzada.
Sin haber dicho palabra a nadie responsable al respecto, dejé la Plaza Mayor desde la altura airosa de mi Waffenrad y del placer que me proporcionaba, para dirigir finalmente mis ruedas hacia la llamada Pradera y luego, en plena Naturaleza, en dirección Salzburgo. Aunque era aún demasiado pequeño para sentar me realmente en el sillín —como todos los demás principiantes demasiado pequeños, tenía que llegar con el pie al pedal por debajo de la barra—, aumenté mi velocidad a ojos vistas, y el hecho de ir continuamente cuesta abajo fue un placer suplementario. ¡Si los míos supieran lo que, mediante una decisión que nada hacía prever, había logrado ya, pensaba, si me pudieran ver y al mismo tiempo, como es natural, porque no tendrían más remedio, admirar! Me imaginaba su altísimo, incluso superaltísimo grado de estupefacción.
No dudaba un segundo de que mis capacidades pudieran borrar mi delito y hasta crimen. ¡Quién, salvo yo, podía conseguir montar en bicicleta por primerísima vez y largarse, y por si fuera poco con la más alta pretensión, la de llegar a Salzburgo! ¡Tendrían que comprender que siempre, a pesar de los mayores obstáculos y resistencias, me salía con la mía y resultaba vencedor! Deseaba sobre todo, mientras pedaleaba y me adentraba ya en los barrancos situados bajo la Surberg, que mi abuelo, al que quería más que a nada en el mundo, me pudiera ver en la bicicleta. Como ellos no estaban allí y no sabían absolutamente nada de mi aventura, ya muy avanzada, tenía que realizar mi empresa sin testigos.
Cuando estamos en las alturas, deseamos más que nada tener algún observador que nos admire, pero me faltaba ese observador que me admirase. Me contenté con mi propia observación y mi propia admiración. Cuanto más fuertemente me soplaba la velocidad en el rostro, tanto más me acercaba a mi objetivo, la tía Fanny, y tanto más radicalmente aumentaba la distancia que me separaba del lugar de mi prodigiosa acción. Cuando, en los tramos rectos, cerraba un instante los ojos, saboreaba la felicidad del triunfador. En secreto, estaba de acuerdo con mi abuelo: ese día había hecho el mayor descubrimiento de mi vida hasta entonces, había dado un nuevo giro a mi existencia, posiblemente el giro decisivo de la locomoción mecánica sobre ruedas. Así era, pues, como el ciclista se enfrenta con el mundo: ¡desde arriba! Avanza a gran velocidad, sin tocar con los pies el suelo, es un ciclista, lo que equivale casi a: soy el dueño del mundo.
THOMAS BERNHARD (Heerlen, Países Bajos, 1931 - Gmunden, Austria, 1989). Poeta, prosista y dramaturgo austriaco considerado como uno de los más grandes autores de la literatura en lengua alemana posterior a la Segunda Guerra Mundial. Después de seguir estudios de música, se orientó hacia la literatura, y desde su primera novela, Helada (1963), desarrolló un universo nihilista habitado por personajes ferozmente autocríticos y autodestructivos.
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