Desde España: "The heart asks pleasure first", un relato de Alex Armega

Hombre con gorro de lana toca un piano público en una terminal de aeropuerto semivacía; en segundo plano, viajeros caminan con paso apresurado. Escena en blanco y negro, cargada de melancolía y concentración.

Aunque no había habitación 237, el hotel donde nos alojamos, por su aspecto solitario y siniestro, no tenía nada que envidiarle al ficticio Overlook, donde se filmó el resplandor. Estábamos fuera de temporada, pero no miento si digo que eramos los únicos huéspedes, o al menos los únicos que pernoctábamos en la segunda planta, porque nunca nos cruzamos con nadie ni hablamos con nadie, salvo una noche, en la que se disparó una sirena de alarma, cuando

vimos que al final del pasillo se abría una puerta de la cual emergieron un matrimonio ruso, el hombre en bañador, la mujer en paños menores, de quienes, igual que del gato de Schrôinger, no supimos decir si estaban vivos o muertos hasta que no salieron de su habitación.

  Sin embargo el hotel no estaba desierto. Todas las mañanas compartíamos el desayuno con un grupo de ex combatientes del “M16”, que habrían estado matando gente y haciendo cosas horribles en Irak o Afganistán, supongo, porque al que no le faltaba una pierna, le faltaba un brazo; había uno con un parche en el ojo, otro se desplazaba por el salón en silla de ruedas transportando bandejas con salchichas calientes, latas de cervezas y unos potes de ketchup más potentes que una granada de mano. Nos llamó la atención que algunos estaban acompañados por sus familias, mujeres y niños, y que bajaban a desayunar vestidos con las camisas color caqui, donde podían leerse sus nombres de batalla: «Taylor, Marlowe, O´Brian». S, mi compañera de aventuras, me odiaba todas las mañanas porque yo había elegido aquel hotel. Para evitar compartir mesa con lo que quedaba de aquellos patéticos marines nos íbamos en autobús a la Valeta, donde desayunábamos como reyes en un bar sin nombre, frente al mar, atendido por una familia de paquistaníes afables y silenciosos, contemplando la celeridad con la que los buques de crucero entraban y salían de la gran bahía. Visitamos la Concatedral de San Juan, estuvimos en Midma y en Sliema, nos demorábamos en todos lados y volvíamos hasta bien entrada la noche con tal de evitar el hotel. Antes de meternos en la cama, para recuperarnos del frio que habíamos acumulado en nuestros cuerpos durante el día, acudíamos a un restaurante que había en la esquina, el único abierto en la zona desierta y oscura donde nos alojábamos. Se llamaba Hotaru (luciérnaga en japonés), tomábamos una sopa de tortuga grasienta y caliente que nos devolvía a la vida. Cuando salgo de viaje, entre otras manías, acostumbro apuntar los nombres de los restaurantes y de los bares que visito; entre cientos de miles, “Hotaru” es uno de los nombres más bellos que he registrado, por encima de “El Pavilhao Chinês”, en Lisboa, y a considerable distancia del “Chiringuito de Pepe”, en Peñiscola, y por cierto muy lejos del ocurrente “Lomo Sapiens”, una churrasquería de Buenos Aires donde se come la mejor carne del mundo.

 En la habitación hacía más frio que afuera, había un cristal roto en la ventana por donde se colaba un viento del demonio, y en la recepción nunca hubo nadie para quejarse. El androide que nos recibió el primer día, después del chek- in nos dejó una llave que abría la puerta de entrada y jamás lo volvimos a ver. Que al partir le dejáramos la llave en el buzón, nos dijo. Fue allí, en aquel hotel fantasma de la Isla de Malta, donde escuchamos por primera vez la palabra coronavirus. En el televisor de nuestra vulnerable habitación solo se veía bien la BBC de Londres, hablaban de un virus que en Wuhan empezaba a preocupar a las autoridades sanitarias chinas. Decían los ingleses que era altamente contagioso, y que había riesgo de que se propagase a otros países. Por supuesto que no dimos ningún crédito a esta noticia, y del telediario pasamos a ver un documental sobre los murciélagos de Borneo, para tratar de conciliar el sueño. Hasta que el virus no llegue a España, pensé, podemos dormir tranquilos. Cuarenta y ocho días después, el doctor Tedros Adhanom, director general de la OMS, en un inglés macarrónico, declaraba que la enfermedad originada por el coronavirus (COVID 19) adquiría el estatus de pandemia global, y que no existían vacunas.

 El último día estuvimos en Gozo, la isla donde historiadores y arqueólogos dicen que la ninfa Calipso retuvo a Ulises, el griego, en su mítico viaje a Ítaca. La tierra arcillosa, igual que en España, tiene el mismo color de la miel, pero Gozo no me pareció un lugar para nada especial ni curioso, de hecho la cueva de Calipso no es más que un modesto agujero en la roca de una montaña baja, comparable al Abra de Sierra de la Ventana, en la Provincia de Buenos Aires, si no fuera por el mediterráneo y por el mito, claro. Muy por el contrario, en nuestra biblioteca, sin salir de casa, ahorrándonos el frio, y el tedio del viaje en ferry, hasta la bandera de turistas, en el canto cinco de la Odisea, la isla es descripta como un lugar maravilloso, allí todo es mil veces más persuasivo y lleno de encantos. Suponiendo que Gozo fuera Ogigia, la isla en donde Homero nos cuenta el rapto del héroe, en este caso la ficción supera con creces a la realidad. Recordemos que con hechizos y coquetería la ninfa retuvo al mítico navegante siete años en la cueva, pero que Calipso, además de su cuerpo, pretendía su amor. Le ofreció la eterna juventud, y como si esto no fuera nada, fuera poco, le dijo que si se quedaba con ella también podía hacerlo inmortal. Ulises la rechazó. Gracias a la intervención de Palas Atenea, quien tenía linea directa con Zeus, para liberarlo de la ninfa sibilina, quién a su rescate mandó a un emisario llamado Hermes, Ulises logró escapar y continuó con aquel largo y afiebrado viaje de regreso a su hogar. Allí, en un palacio, en la cima de una colina, donde bajo el sol o la luna podía verse el mar, tejiendo de día y destejiendo de noche, rechazando pretendientes un día sí y el otro también, con ardiente paciencia su fiel esposa lo esperaba: ¡Penélope o la vida para siempre!, un acto de amor y fidelidad pocas veces visto, sin más obligaciones que la de hacerle caso al corazón, solo puede ocurrir en la ficción; en las novelas de ficción, aunque todos sabemos que la Odisea es más que una novela, es la madre de todos los viajes, de todas las aventuras, de todas las novelas. Algunos dice que no, que Gozo no es la isla de Calipso, que la isla y la cueva podrían estar en otro lado. De cualquier manera un escenario real no es garantía de nada, no asegura la verosimilitud de los hechos que Homero cuenta; «Shangri -La» tampoco existe, y sin embargo todo lo que allí sucede no deja de ser esperanzador y fantástico.

 Llegamos a Luqa, mil horas antes de que salga el avión, desayunamos y almorzamos en el aeropuerto, compramos libros y souvenires. Cuando ya no supimos más qué hacer subimos a la sala de embarque. Tomamos asiento en unas butacas frente a una tienda imposible, de productos de alto standing, junto a otros viajeros en espera de su vuelo. Respiramos profundamente para relajarnos, no teníamos más que dejar pasar el tiempo hasta abordar el pájaro de acero que en menos de tres horas nos llevaría de vuelta a casa. Frente a mí, sentada, había una señora de aspecto aristocrático, por la palidez de su rostro y el color de sus ojos, nublados, pero intensamente azules, pensé que bien podría tratarse de una princesa rusa. Tan mayor, con una edad indefinida que podría calcularse entre cien y doscientos años, me llamó la atención con la rigidez y elegancia que esperaba su vuelo: la espalda totalmente recta, las manos arrugadas y venosas, llenas de anillos y pulseras; una sujetando el mango de marfil de un antiguo bastón, la otra sobre las rodillas de un liviano vestido también azul, como sus ojos. Encajado en su noble cabeza lucía un sombrero de felpa negro, victoriano, anacrónico y absurdo, tocado con plumas de la cola de un faisán que llevaba mucho muerto. Otra mujer, también mayor pero no tanto, tal vez una hija, o una nieta, o una dama de compañía, sentada a su lado, a cargo de bolsos y maletas, la vigilaba atentamente, como quien protege un tesoro, o un secreto, muy pero muy valioso. La vieja princesa, puso aquellos ojos vidriosos sobre mí y sin parpadear se me quedó mirando. Como en aquel juego pueril que practicábamos con nuestros compañeros en los pupitres de la escuela, le sostuve la mirada durante unos segundos hasta que sentí vergüenza y me rendí. Mi chica había ido a comprar una botella de agua en el bar, bajé la mirada, abrí mi mochila de viaje, fingí revisar mi tarjeta de embarque. Cuando levanté la vista todavía seguía mirándome. Tal vez me confundía con alguien, con algún amigo o familiar perdido en el insondable abismo de su memoria. A mí me recordaba a Maggie Smith, la condesa viuda de Dowton Abbey. En el centro de la sala había un piano, un yamaha de mil euros, a disposición de quien supiera o quisiera tocar, puesto allí con el propósito de hacer más corta la espera y controlar los nervios del viaje. Al incorporarse de la butaca la princesa se reveló alta y delgada. Con un andar procesional, atravesando la sala como si fuera un holograma, solemne, se dirigió hacía donde estaba el piano. La hija, nieta o doncella, igual que yo, se la quedó mirando. Recogiéndose el vestido, en un solo movimiento, decidido y acostumbrado, tomó asiento frente al piano. Los primeros acordes que ejecutó sonaban extraños, como en Telohius Monk no llevar a ningún lado, pero lentamente fueron construyendo una suave melodía, la de Michael Nyman, banda sonora de aquella belleza de película llamada el piano. Lo más lógico, lo menos sorprendente, si por un momento nos olvidáramos del lugar donde estábamos y de las plumas del sombrero, hubiera sido que ejecutara una vals de Chopin, o una polonesa de Bach; relativamente moderna, la pieza que con soltura y buen tempo la decadente princesa interpretó consiguió primero un respetuoso silencio, y después cerrados aplausos. Conmovido me levanté de mi asiento y fui a buscarla. Cogiéndola de un brazo, como un caballero victoriano, la ayudé a levantarse y la acompañé hasta su asiento. ¿Es usted el doctor Tausk? Me preguntó en un inglés impecable que no tenía nada de maltés. Estaba en lo cierto, la vieja dama me confundía con alguien. Negué con la cabeza. Parecía que iba a seguir hablando, querer decirme algo más, cuando la mujer que la acompañaba interrumpió para decir que ya era su hora de embarcar. Se despidió de mí con un saludo formal. La doncella, o quién fuera que sea, empujó el carro donde llevaba el equipaje. La princesa la siguió detrás, arrastrando consigo su esbelta figura de rancio abolengo, dejando en la sala de embarque una huella de belleza, y de tristeza también.  

 Cuando S regresó con el agua yo estaba buscando la cara de Víctor Tausk en Internet, el malogrado discípulo de Sigmund Freud, cuya conmovedora historia fue narrada por Paul Roazen en un libro que se llama “Hermano Animal”. Tenía el mismo cabello que yo, abundante y enrulado, pero Tausk había muerto en 1919. Era bastante improbable que haya conocido a la princesa, aunque todo es posible. Pero también es posible que el doctor Tausk, con quien me confundió la princesa, no fuera quién yo pensaba, sino tal vez un viejo amigo perdido en el tiempo, un medico generalista londinense que la curó de un resfriado, o le extirpó algún tumor. Con la intención de no olvidarme de estos sucesos- sin la menor importancia para cualquier viajero, diamantes en bruto para un escritor- que ahora estoy contando, me puse a tomar notas en mi cuaderno de viaje.

 — No me gusta que me incluyas en tus cuentos y relatos como si yo fuera un personaje.

 — Ay, ni que fuera Emmanuel Carrere; ya sabes que yo escribo para mí, que mis únicos lectores son mis amigos…

 —Tus amigos, son también mis amigos… 

 —Puedo cambiar la S por una X, o por una T, o una W…

 — Igual se darán cuenta de que soy yo, vamos juntos por todo el mundo...

  —No te preocupes, ya nadie lee nada…

 — ¿Por qué no escribes una novela donde los personajes vivan en el siglo trece, o en otra galaxia? Que no tengan nada que ver contigo ni conmigo…, puedes llamarlos “Alfa 1, Beta 4, Gama 2”, contar sus vidas, cómo se las ingenian para reproducirse en una atmósfera sin gravedad, y otras curiosidades así, las que se te ocurran…

 — No es mala idea, da mucho juego, lo intentaré…

Después de un largo y hermoso silencio cerré los ojos. Y sin levantarme de mi asiento me senté al piano y me puse a tocar Dance Monkey.


Alex Armega. Nacido en Bahía Blanca, Argentina 1963. Licenciado en Psicología. Obras publicadas: “La mansión de los altos estudios”, “Entre la lluvia y el fuego”, “El diablo en Marsella”, “Tres relatos y medio”, todas editadas por Blurb Inc. 

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