Little Boy: Dos fragmentos del libro «Nuevas ficciones» de Raúl Zurita

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Ligeramente curva, la gigantesca superficie recordaba la de un planeta fotografiado poco antes de que la sonda se posara sobre él, mientras que arriba la oscuridad azulosa se abría mostrando efectivamente la noche estelar. Sé que desde esa imagen han pasado millones de años y sé que en el sueño me llamo Paul. Nací en Quincy, Illinois, el 23 de febrero de 1915, y esta mañana, al ir a buscar el diario que me dejan todos los días en el antejardín, vi que el número de mi casa estaba cambiado.

Me sorprendió que fuera invierno en pleno agosto, pero he tenido una mala racha, así que lo dejé pasar, al igual que los dos sobres que estaban bajo la puerta. Tampoco me detuve en el enorme titular del diario y lo abrí sin más en la sección donde vienen los empleos. A la media página caí en cuenta de que todo el diario estaba en español. No recuerdo haber aprendido más que tres o cuatro frases de español en toda mi vida: «¿Señorita, está usted bien?», «bonito día», «en México somos muy querendones», pero ahora lo leía con total fluidez como si esa hubiera sido mi lengua desde siempre. Miré entonces los sobres, ambos venían dirigidos a mí, pero el nombre de la calle era otra: Los Españoles, y el número 1974 era el mismo que vi en el dintel de la puerta. Vuelvo al titular y me estremezco. Al salir siento la ráfaga del granizo y luego mi propio jadeo mientras corro con desesperación buscando el primer puesto de diarios. Doy con él. La inmensa superficie azulosa se inclina de golpe viniéndose encima como cuando un bombardero se deja caer de lado y un segundo después la nube se elevaba creciendo vertiginosamente hasta tomar la forma que describen todos los periódicos de la mañana. P le digo entonces despertándola, mira lo que he hecho.


2


Mi madre me vino a dejar. Vestía una blusa de sangre y cuando salimos la neblina de la mañana la envolvió como si fuera una flor roja deshilachándose. Ahora se ha despejado y a lo lejos se ven las montañas. El colegio queda a pocas cuadras y al doblar hacia Providencia los edificios se decantaron por un instante entre la niebla y luego desaparecieron. El colegio es una simple casa de dos pisos unida con otra como esas viejas viviendas pareadas construidas en los años 30 en Santiago. Subo corriendo las escaleras y llego a la sala de clases. Antes debe haber sido un dormitorio, por su ventana se ve el muro que da a la calle, después las copas de los árboles y más allá las mismas montañas ahora levemente rojas. Sobre la pizarra la maestra escribe la fecha que debemos repetir en voz alta; un día, un mes, un año: 1957.

Como digo, los edificios aparecieron de pronto como si fueran alargados cubos blancos, no muy altos y de un diseño riguroso, en extremo simple, lo que les otorga esa exactitud aséptica y sin emociones que caracteriza las calles de las ciudades reconstruidas. Camino por una de esas calles. Es aún temprano y por cuadras y cuadras los edificios se repiten con una monotonía insistente que solo se interrumpe en la costanera. Frente a ella se abre una ancha explanada de agua formada por la conjunción de dos ríos, y el puente con las losas que se cruzan en la mitad resulta de una familiaridad extraña. Atravieso entonces el puente y llego a la punta de la península que se recorta en el medio. Desde el borde de la ribera opuesta, la cúpula del arrasado edificio de exposiciones continúa resaltando como si fuera un gigantesco ojo partido, pero ya no frente a las pequeñas viviendas de madera, sino ante los dos futuristas pabellones de cristal, acero y piedra del Memorial de la Paz. Es el año 2008. Han pasado 51 años y efectivamente estoy en una ciudad reconstruida.

Camino por una de esas calles. Es aún temprano y por cuadras y cuadras los edificios se repiten con una monotonía insistente que solo se interrumpe en la costanera. Frente a ella se abre una ancha explanada de agua formada por la conjunción de dos ríos, y el puente con las losas que se cruzan en la mitad resulta de una familiaridad extraña. Atravieso entonces el puente y llego a la punta de la península que se recorta en el medio. Desde el borde de la ribera opuesta, la cúpula del arrasado edificio de exposiciones continúa resaltando como si fuera un gigantesco ojo partido, pero ya no frente a las pequeñas viviendas de madera, sino ante los dos futuristas pabellones de cristal, acero y piedra del Memorial de la Paz. Es el año 2008. Han pasado 51 años y efectivamente estoy en una ciudad reconstruida. Lo que sigue es la rápida crónica de un despertar: vuelvo a mirar por la ventana del colegio. La cordillera tiene un tinte rojo que me recuerda su blusa de sangre. Más acá están las copas de los árboles y recortándose sobre ellos, los edificios se alargan como ingrávidos cubos blancos. Desde una de sus ventanas veo la angosta calle, como de provincia, y en el medio el pequeño colegio. Sé entonces que en los próximos tres segundos voy a morir.


Raúl Zurita Canessa (Santiago de Chile, 1950) es uno de los poetas chilenos más reconocidos y singulares de su generación. Sus primeros pasos en la poesía los dio durante sus años de estudiante en el Liceo José Victorino Lastarria, aunque inicialmente optó por cursar Ingeniería Civil en la Universidad Técnica Federico Santa María.

En 1974, sin concluir aquella carrera, decidió cambiar de rumbo y se matriculó en la Universidad de Chile para dedicarse a estudios humanísticos. Fue entonces cuando comenzó a involucrarse activamente en la escena artística de la época, participando en el colectivo Tentativa Artaud y publicando su texto “Áreas verdes” en la revista Manuscritos.

Su verdadera irrupción en la literatura se produjo en 1979, cuando publicó Purgatorio, su primer poemario —no novela—, una obra marcada por su experiencia de detención y por la violencia y el trauma social de la dictadura de Augusto Pinochet, régimen que siempre rechazó frontalmente.

Durante la década de 1980, Zurita consolidó su trayectoria con la publicación de títulos fundamentales como Anteparaíso (1982), Literatura, lenguaje y sociedad (1983), Canto a su amor desaparecido (1985), El amor de Chile (1987) y El paraíso está vacío (1989). En esos años, realizó varias estancias académicas en Estados Unidos, donde dictó conferencias y seminarios en universidades como Harvard, Columbia y Stanford.

Tras la llegada de la democracia, bajo el gobierno de Patricio Aylwin, fue designado agregado cultural de Chile en Roma en 1990.

Zurita es considerado un referente de la poesía neovanguardista latinoamericana, pues su escritura rompe con la estética tradicional de la poesía chilena del siglo XX. Aunque su lenguaje suele ser directo y cargado de imágenes expresivas, su obra se distingue por una construcción sintáctica que combina intuición poética y rigor lógico, herencia de su formación técnica. En sus versos se entrelazan la memoria de la pobreza de su infancia, los ecos de la Divina Comedia que escuchaba de su abuela, la presencia de la naturaleza, la musicalidad de sus composiciones y un tono íntimo atravesado por el dolor y la denuncia de la represión.

La poesía de Zurita ha sido traducida a numerosos idiomas —inglés, italiano, francés, árabe, hindi, esloveno, alemán, ruso, noruego, chino, entre otros— y ha merecido prestigiosos premios, como el Premio Iberoamericano de Poesía Pablo Neruda, el Premio Nacional de Literatura de Chile, el Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana y el Premio Internazionale Alberto Dubito.

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