A los veinte años, Jorge Baron Biza vive en Buenos Aires, en un departamento con las paredes pintadas de negro. Mantiene las persianas bajas, las ventanas cerradas y las cortinas siempre corridas. Es su cueva. Lleva ya dos años emborrachándose con regularidad. Coñac, whisky, licores baratos, hasta alcohol de quemar, pero sobre todo ginebra, cuyas botellas amontona bajo la cama a medida que las liquida: beber es el sello de un programa de spleen que también incluye putas, los últimos cuartetos de Beethoven y meter de vez en cuando la cabeza en el horno. Corre 1962, plena era existencialista. Pero el decadentismo de Baron Biza es heredado, y acaso ya fuera viejo cuando el que lo sobreactuaba era su padre, Raúl Barón Biza:dandy, escritor de panfletos pornográficos, millonario, conspirador.
Friburgo, Buenos Aires, Montevideo; cubiertas de barco, colegios alemanes, gobernantas políglotas. Pero el gran mundo donde nace Jorge está signado por el desastre. Sus padres (Raúl, “distinguido caballero de la sociedad cordobesa”; Clotilde Sabattini, hija de un caudillo radical y gobernador de Córdoba) ya son medio prófugos cuando se casan: él, viudo, tiene 36 años; ella 16, y un padre que desaprueba el romance. Se separan por primera vez tres meses después, y dedican los casi treinta años que dura el matrimonio a hacerse la vida imposible. No menos explosiva es la pasión de la política. Él, radical revolucionario, ya ha conocido la cárcel y el exilio. Ella es una intelectual sabattinista convencida. Y “radicales”, a fines de los años cuarenta, quiere decir antiperonistas. Jorge tiene cuatro años cuando recala en Suiza, arrastrado por un primer exilio político, ocho cuando aterriza en la cárcel de mujeres del Buen Pastor, donde el régimen de Perón confina a su madre en 1950, y nueve cuando la familia entera se asila en Montevideo.
Durante la década de los setenta trabaja en los bastidores de la industria editorial de Buenos Aires. Corrector, redactor, editor, traductor, ghost writer: cualquier función es buena si le permite vivir en segundo plano, ser invisible. Pero revisa veinte veces un artículo que no leerá nadie y se toma seis meses para traducir veinticuatro páginas de Proust. A menudo vuelve de almorzar tambaleándose, envuelto en una nube de alcohol, pero cuando corrige no perdona una errata. No quiere afantasmarse para burlar la ley sino para honrarla. El anonimato hace juego con el culto de una promiscuidad reservada, sin épica niglamour. El alcohol, Baron Biza no lo busca en el mundo espectacular donde lo dilapidó su padre. Lo busca solo, en sus departamentos-cueva, o con desconocidos, en las galerías que corren bajo la avenida 9 de Julio, justo debajo del Obelisco, antros sórdidos donde siempre es de noche y que de algún modo le pertenecen. Su padre –que gana la licitación para explotarlas en 1960– le lega doscientos mil pesos en acciones diez días antes de matarse.
Escribe un libro único. Un libro que solo él podía escribir, un libro fuera de serie, un libro que hace lo que él nunca podrá hacer: inventarse un lugar en el mundo. En 1995, cuando lo termina, Baron Biza tiene más de cincuenta años y vive en Córdoba, lejos del cuartel general de Buenos Aires, de donde se ha ido con el hígado exhausto, souvenirs de la terapia electroconvulsiva y muy pocos contactos en el mundo literario. Se pasa dos años repartiendo capítulos del manuscrito entre sus pocos amigos, algún familiar confiable, escritores locales, compañeros de La Voz del Interior, el diario para el que escribe crónicas urbanas y reseñas de muestras de artes plásticas. Con Buenos Aires tiene una actitud precavida, de una modestia sospechosa. Cada vez que da su novela a leer se anticipa a las críticas y la degrada con palabras como “convencional” o “costumbrista”.
Rechazado por las principales editoriales porteñas, ignorado por la lista de finalistas del premio Planeta 1997, el libro encuentra su título definitivo –El desierto y su semilla– y sale en 1998 bajo el sello Simurg, en una edición pagada de su propio bolsillo, con un falso Arcimboldo en la portada. El texto de solapa –del mismo Baron Biza– es uno de loscoming outs más crudos de la literatura argentina: “Una gran corriente de consuelos afluyó hacia mí cuando se produjo el primer suicidio en la familia. Cuando se desencadenó el segundo, la corriente se convirtió en un océano vacilante y sin horizontes. Después del tercero, las personas corren a cerrar la ventana cada vez que entro en una habitación que está a más de tres pisos. En secuencias como esta quedó atrapada mi soledad. Por lo demás, nací en 1942, me formé en colegios, bares, redacciones, manicomios y museos de Buenos Aires, Friburgo del Sarine, Rosario, Villa María, La Falda, Montevideo, Milán y Nueva York. Leí Mann, traduje Proust. Viví treinta años de mi trabajo como corrector, negro, periodista (desde publicaciones de sanatorios psiquiátricos hasta revistas de alta sociedad) y crítico de arte.”
Raúl se pega un tiro en 1964; Clotilde se defenestra en 1978; la hermana menor, María Cristina, azafata, se mata con una sobredosis de barbitúricos en 1988. Esa es la tragedia familiar. La de Jorge aparece en ese “por lo demás” que articula el texto de solapa, bisagra irónica que pone en evidencia hasta qué punto la vida del autor no es mucho más que un despojo, el excedente del capital de experiencia de quienes lo trajeron al mundo. El desierto y su semilla es la autobiografía de un sobreviviente: alguien para quien la vida verdadera solo puede enunciarse en pasado porque ya ha sido vivida por otros.
La novela empieza in medias res, con un chorro de ácido estragando el rostro de una mujer de cuarenta y siete años. La escena es real y es elhit macabro alrededor del cual orbita la leyenda Baron Biza. Arón, el agresor, es Raúl Barón Biza; Eligia, la víctima, es Clotilde, rebautizada según “Ligeia”, el clásico romántico-freak de Poe; Mario Gageac, la primera persona que narra, es Jorge, el hijo. Pero la agresión contra Clotilde es solo el primer acto de la catástrofe. Esa misma noche, Raúl vuelve al departamento de Esmeralda y se pega un tiro con un 38 largo.
Treinta y cinco páginas después, la crónica de sangre termina y Arón acepta su nueva misión: ser la sombra, el testigo, el exégeta de esework in progress que es la carne ultrajada de su madre. La acompaña a Milán (veinte meses de reconstrucciones faciales), la asiste con médicos y enfermeras, le lee en voz alta. Pero sobre todo la escruta y la describe, como si fuera menos un hijo que un retratista encarnizado, que pinta las metamorfosis del rostro materno con los idiomas de la crítica de arte o la geología. El resto es pura sordidez: el devenir lumpen de un caballero anacrónico que bebe sin parar, vaga como un mendigo, tajea prostitutas y hace de extra en un par de ceremonias sexuales tristes.
La recepción de El desierto y su semilla es unánime. Los escritores celebran su anomalía, su singularidad, su estilo inclasificable. “Una de las mejores novelas publicadas en los últimos años”, dice el suplemento Cultura y Nación de Clarín. De la mano de la autoficción, el libro se abre paso en el mundo académico, donde hará carrera una vez que su autor haya muerto. Nada mal para la primera novela de un escritor tardío, publicada en un sello más bien minoritario que agota dos ediciones (unos tres mil ejemplares) en pocos años. Pero la reacción de Baron Biza es ambigua: se siente halagado por el consenso crítico, aunque deplora que las lecturas se dejen seducir por el factor autobiográfico. Es evidente que esperaba algo más que prestigio. Pero El desierto y su semilla excede en mucho el proyecto original de su autor: “Espantar fantasmas girando con lupa y escalpelo en torno de viejos episodios.” La novela es en sí misma un objeto trágico: el golpe audaz de un don nadie que busca hacerse escritor exhumando un material que –precisamente porque es real– está llamado a borrar todo espesor literario.
La maldición de los Barón Biza -
El secreto de una fiesta está en invertir situaciones: el poderoso queda desarmado de sus protecciones, el pobre se da el lujo de derrochar, la cenicienta se produce como belleza sexy y el ama de casa baila salsa con un compañero veinte años más joven.
El resultado no es la subversión, sino la catarsis. La fiesta establece un desorden limitado que permita reemprender con una sonrisa la cuesta del lunes. La fiesta es una aspiradora de nuestras energías, un calmante, una válvula de seguridad social.
Otra característica fundamental de la fiesta es la inutilidad. Todo en ella debe ser inútil. La fiesta verdadera se diferencia de la ceremonia social; tiene que ser «porque sí», y toda la energía y dinero que se invierten en ella deben tener olor a plata quemada y esfuerzo tirado por la ventana.
Pero la inversión mantiene todavía un orden, una jerarquía: los dioses cotidianos son destronados por los dioses de la fiesta (Momo, Baco), el organizador conserva autoridad, es el intérprete del estado de ánimo, guionista y escenógrafo, jefe que pone límites en el momento crucial. La fiesta es todavía blanca.
Más allá de la inversión de situaciones, está la transgresión, la fiesta negra (noches de brujas, barras bravas, despedidas de soltero), el derroche vacío, sin ideales. Es difícil encontrarle un punto positivo a la tiesta transgresora, pero si reflexionamos vemos que la palabra que la identifica —«reventar»—guarda siempre una pálida esperanza que en el «reviente» está el límite inevitable de lo que somos y germina la esperanza de rehacernos.
En la fiesta la alegría es obligatoria, tan compulsiva como una orden. El resultado es una ceremonia anti-individualista, en la que retornamos por vía del desborde, a la manada, a una conciencia social primaria. Quizá por eso, la fiesta es también refugio de marginados, colonizados, inmigrantes, única alegría de los excluidos. La fiesta evita por unas horas la recaída en una realidad que sólo señala derrotas.
La fiesta es un territorio en el que la tecnología tiene todavía un papel secundario. Luces, sonido, sí; pero más allá de eso, la fiesta es impermeable a la ciencia. Las fiestas que quedan en manos de empresas especialistas son un fracaso. Sirven sólo para encuentros empresariales, protocolos y otras congeladoras. La tecnología no consigue horadar el muro humano, que reserva su calor para las fiestas-fiestas.
Atacada por los moralistas, despreciada por los eficientes, motivo de burla para los defensores del sentido común, quizá la fiesta sea uno de los pocos lugares de resistencia que nos quedan frente a esa pesadilla de la razón que es la tecnología.
- El Derecho de Matar - novela -Scripd
Monumento a Miriam Stefford
Construido en cemento con forma de ala de avión, donde a seis metros de profundidad está la cripta en que descansan los restos de la aviadora Myriam Stefford, esposa de Barón Biza
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