“Rintrah ruge y sacude sus fuegos en el agobiante aire;Hambrientas nubes vagan sobre el abismo”
-William Blake, “Argumento”
De un azul matizado por la oscuridad era su pelaje. Su torso, cola y hombros eran recorridos por constelaciones, todas dibujadas con la tinta del cosmos. Y en su melena, el primer fuego alguna vez encendido había hallado a su igual, no por su color, sino por cómo ardía. Su pigmento era el de los antiguos mares en los que alguna vez se había visto reflejado.
El lugar en el que se hallaba, otrora había albergado a los más diversos bosques y selvas, diferenciados únicamente por las combinaciones de luces y sombras que los habitaban. De todo aquello, a él sólo le quedaba una espesa pero a veces traslúcida niebla en su memoria.
La leyenda de Hartrin comenzó con él habiéndose parado a observar, en el lóbrego horizonte, una ciudad construida con los huesos de sus antepasados. Mientras tanto, sentía como el aire, esquirla por esquirla, dibujaba su silueta, cabello por cabello, músculo por músculo.
Rugió.
Rugió tan fuerte como para hacerle un agujero a las nubes que flotaban sobre aquella urbe.
Caminó hacia ella viéndola fijamente, había pasado mucho tiempo. Tomando a la noche por guía, confiando más en sus oídos que en sus ojos, iba permitiéndole a sus pasos ser cada vez más rápidos, dejando atrás no solamente al lugar en donde estaba, sino también al silencio.
Otro habitante de la noche lo observaba, y tan habitante de la noche era, que podía confundírselo con la noche misma. Sólo podía observar, no le correspondía intervenir. Aquello que observaba se iba escribiendo en un libro que portaba en su mano derecha. Era el Libro del Destino, llamado así por los dioses de los que El Vigía era historiador y profeta.
Fue él quien vio cómo Hartrin de un solo rugido aturdió a dos murciélagos casi tan grandes como él para luego devorárselos, y proceder así a ser llevado por sus más notables bríos a seguir dirigiéndose hacia la urbe, ahora corriendo hasta casi fundirse con el aire.
También en ese entonces fue que de las nubes salió una parvada de buitres, encargada de la protección de la urbe a la que Hartrin se dirigía.
De nuevo, era El Vigía el que presenciaba tal escena. Se hallaba en su mano izquierda el Libro de la Historia. En él se narraba el hecho que daba sentido al recién mencionado.
Antes de su llegada –la de los buitres- tanto los leones como el resto de los moradores de la tierra y el agua habitaban aquel lugar, cuyos árboles y suelo brindaban todo lo necesario desde los tiempos de la Armonía Primigenia, instancia en la que la Eternidad llegó a su fin para dar comienzo al Tiempo. Lo que en aquel momento eran dunas, en esos primeros días habían sido sierras pobladas por extintas y ya indescriptibles especies de árboles e insectos, cuya relación con el viento y los mares era la de crear las más vitales melodías.
Fue durante un día nublado. Los aleteos se sintieron como tambores, el viento fue suyo desde aquel momento. La tierra y las flores se contrajeron: de aquellas alas también brotaron pestes.
Unos cientos de leones lograron escapar, pero miles fueron los que perecieron ante los invasores, pues en su mayoría eran ancianos, o todavía cachorros. Los pocos que se salvaron, habían conseguido llegar a la parte del mundo que aún no había sido explorada, pero que algún día lo sería. Y el día que aquello sucediera, sería su fin y el del resto de los grandes felinos de aquella tierra.
Fue Hartrin, el mayor de todos los leones restantes en aquel momento y uno de los pocos que, siendo un cachorro cuando la gran matanza ocurrió, logró escapar, quien decidió regresar al lugar de los hechos. Las exteriores tumbas de sus mayores y sus otrora compañeros de juegos, también serían las del futuro de su pueblo si no se enfrentaba a los buitres.
Una voluntad tan intensa como la canícula fue la que lo hizo levantarse. En sus ojos, se posaban las imágenes tanto de los recién nacidos, como las de los ya ancianos, y cuando miraba hacia el horizonte, a veces no veía nada, y a veces lo veía todo. Se dio cuenta de que aquello era una llamada y respondió. No con su rugido, tampoco con su andar, sino con su espíritu.
Las dunas eran difíciles de subir, aún para un cuadrúpedo. Y a las inclemencias de la tierra, se les sumaron las del cielo. Los buitres, ya habiendo advertido la presencia de aquel magno felino, aleteando en una perfecta sincronía y probando conocer las verdaderas formas del aire, causaron una tormenta de arena para la que Hartrin no estaba preparado, pero a la que tampoco temía.
El Vigía dudó momentáneamente de la suerte del león mientras continuaba leyendo lo que se escribía en el ya mencionado Libro del Destino. No podía intervenir, pero no por eso dejaba de interesarse por los sucesos que le tocaba presenciar.
Fue la gesta del león contra la tormenta una de las cosas de las que más se habló entre las criaturas que luego relataron la presente historia. Gracias a esa proeza, la melena de Hartrin se ganó su comparación con el primer fuego alguna vez encendido, pues lo que los buitres vieron desde los cielos fue lo que luego relataron las criaturas que lo vieron desde sus respectivos escondites por aquellos alrededores: aún en las variaciones de la tempestad, y al igual que en las distintas versiones que circularon de esta misma historia, su melena conservaba su color ante todas las inclemencias, siendo quizás una metáfora de lo inquebrantable.
Hartrin emergió de la tormenta, causando así su cese. Las puertas de la ciudad se abrieron cuando él estuvo justo frente a ellas y a unos pocos pasos de distancia. Se adentró en aquel conjunto de edificaciones hechas de huesos, restos de carne y piel que le servían a los buitres como morada.
Parpadeó y vio como todo lo que lo rodeaba se vio cubierto de las ya mencionadas aves. Arriba y abajo, a la derecha y a la izquierda, algunas al acecho, otras quietas.
-Hacía ya mucho tiempo que no veíamos a uno de los tuyos- dijeron los buitres a coro.
-Y no será la última-la voz de Hartrin, aunque sola, por su gravedad retumbó en los oídos de todos los allí presentes. Lo gélido de sus palabras viajó por los cuerpos de cada uno de los pájaros que allí se encontraban.
-El límite de la valentía es la estupidez-lo desafiaron las aves.
-Y el de la prudencia es el miedo-las ofendió el felino.
Los cientos de buitres comenzaron a volar circularmente para atormentar al león. Volaron de a uno hacia él, pero no servía pues eran brutalmente degollados y desmembrados. Cuando lo atacaron en pequeños grupos el felino comenzó a ser vencido, ya que habían penetrado en su piel y la agonía superaba su voluntad. Sin embargo, aun cuando el sangrado era indetenible sus garras continuaron llevándose a algunos de aquellos pájaros. Su último rugido fue emitido después de que un pico se incrustara en su corazón, al mismo tiempo que El Vigía cerraba el Libro del Destino.
El cuerpo de aquel león fue profanado hasta que su presencia en aquel lugar se convirtió en leyenda.
***
Diez años después, El Vigía se hallaba en el mismo lugar desde el cual había visto partir a Hartrin.
Los buitres ya eran ancianos y hacía mucho tiempo que la gesta del primer héroe de los grandes felinos había quedado registrada en el Libro de la Historia, cuando su mirada se posó de nuevo en las dunas de las que, en su momento, había visto partir a ese primer león que retornaba a su tierra.
Las versiones discuten el número pero no la imponencia. Eran cientos, quizás miles. Los cachorros habían crecido y los adultos todavía no eran ancianos. El Vigía volvió a ver los colores de Hartrin en muchos de ellos. En otros, vio algunas variantes no menos extraídas del impulso vital del cosmos que las del primer león que regresó a su tierra.
“De no haber causado semejante efecto, su conversión en leyenda no se habría completado”, reflexionó El Vigía.
Fue el relato de los ocultos testigos de los hechos que sucedieron aquella noche, sumado el ejemplo que había sido él para algunos de ellos verlo partir cuando todavía eran cachorros, junto con el último aliento de los recién fallecidos, lo que los había hecho responder a la llamada de sus ancestros y de su ya harto mencionado único héroe.
Por primera vez, El Vigía halló en sus manos abierto un tercer libro: el de la Contingencia.
(2015-2023)
Brandon Barrios nació el 13 de Julio de 1998. Desde pequeño, desarrolló un gusto por las humanidades, llegando al punto de estudiar filosofía en la Universidad de Buenos Aires. Ha sido nominado y ganador en algunos concursos literarios, como por ejemplo, el concurso literario del Colegio del Arce en el 2013 y en el 2016. En el 2017 ganó el primer premio correspondiente al concurso literario organizado en el marco de las “Jornadas Homenaje a H.P. Lovecraft”, organizadas por la agrupación Macedonio Fernández de la UBA.
📚 Lee otro texto de Brandon Barrios (en Herederos del Kaos): Sobre las arañas y la eternidad
Photo by Glen Carrie on Unsplash
No hay comentarios:
Publicar un comentario