"Cuatro letras" - Un relato de Jordi Tauler Vaillet que nos transporta desde Illinois a una noche de monotonia y aburrimiento. El protagonista se sumerge en una rutina de bares y amigos, pero anhela algo más, algo diferente. Sin embargo, todo cambia cuando conoce a Sara, una joven enérgica y espontánea que le propone una aventura inesperada. Juntos, se sumergen en una noche llena de emociones intensas, que culmina en un viaje a San Sebastián. Pero, a medida que los días pasan, surgen los altibajos de una relación tumultuosa, y el protagonista es atrapado por la nostalgia.
Cuatro letras
Muchas noches murieron entre humedad y ruido. Contando los minutos para volver a casa. Muchas noches fueron aburridas, insoportables. Y aun así caía en la trampa una y otra vez, como buscando la excepción que confirmara la regla.
Aquella noche prometía ser tan aburrida como todas las anteriores. Los mismos bares, las mismas bebidas, las mismas bromas, los mismos gestos… la misma gente. La rutina mortal de esa repetición que promete ser distinta y que desde el primer segundo ya no ofrece nada distinto.
Íbamos caminando de bar en bar, cada vez más saturados en alcoholes varios . Lo único que nos sostenía. Entre cervezas tibias y calimochos demasiado dulces. La noche avanzaba lenta en relojes llenos de humo y serrín.
Sonreía, deseando que llegara pronto ese momento feliz en el que todo el mundo decidía irse a casa. Podía irme antes, claro, pero eso suponía aguantar esa insoportable cantinela de “Venga, ¿tan pronto?”, “Anda, una más y nos vamos”, “¡Tío, no seas aburrido!”. Ellos se lo estaban pasando bien, sin duda. Pensaban que yo también. Cada uno en su guerra particular. Arantxa, entre alcohol y música, en su eterna duda entre Jon y ¿un servidor?... Jon siempre corriendo detrás de Arantxa. Mientras Iñaki cada vez mas cercano al coma etílico iba a su aire con el vaso de lo que fuera en la mano y el cigarrillo en la otra, su mirada flotaba sin punto fijo. Había que estar atento, en cualquier momento iba a abrazarme con su grito de “Eh, Yago… de puta madre, eh, venga tío que esta noche pillamos todos”. Solo pensarlo se me congelaba la sangre. El humo de los miles de cigarrillos, siempre, ese humo mezclado con calor y con olores que ya empiezan a derramar abandono. Esa soledad que me abrazaba, seduciéndome, queriendo bailar conmigo en ese ínfimo bar subterráneo de música sin alma. Me dejaba arrastrar, a ratos, por el ritmo de esa música, sin ninguna pretensión. Solo cuerpo medio intoxicado. La derrota de Iñaki era ya evidente, tan ausente ya, incapaz de articular palabra, él tan rápido con el sarcasmo cuando no estaba sumergido en el alcohol. Y Jon con la mirada pegada en Arantxa, agarrándola con los ojos. Y ella siempre en su doble juego, pretendiendo que me incorporara a ese trio tan imperfecto en el que todos jugábamos sin saber nunca si estábamos en la defensa o en la delantera.
No, la noche ya no daba mas de si. Otro fracaso monumental. Aunque, ¿fracaso? ¿respecto a qué? Nunca pillábamos ni pintábamos nada. Éramos el cuarteto más ridículo que se podían encontrar en esa noche del norte. Por supuesto tendrían que acompañar a Iñaki a su casa o a urgencias, no seria la primera vez. Yo vivía en el otro lado de la ciudad. Pasada la vuelta del Castillo ellos tres irían por un lado y yo por el otro. Todo el terreno limpio para Jon y Arantxa que probablemente volvería a jugar la carta de la inocencia y el recato, calentando el hierro para luego llorar recordando aquel verano anterior tan triste. Y Jon, superado, volvería solo a casa más tarde. Insistirían para que fuera con ellos, seguro. No, otra vez no. Pero necesitaba tomar un poco de aire, soltarme de esta telaraña rancia de amistad y sexo encogido.
Les dije que salía un momento a respirar fuera, no se si enteraron demasiado. Fuera la noche era templada, primavera en el norte, pero una noche excepcionalmente agradable en la que no hacia falta abrigarse mucho. Con la cerveza en la mano, me apoyé en el capo de uno de los coches aparcados. El ruido del bar y el humo se alejaban rápido. No quería volver a entrar. Solo unos minutos más. Un poco de silencio, los oídos zumbando. Mirándome los pies, sin pretensión de nada, no vi acercarse por mi derecha la figura femenina.
- Hola.
- Hola -Me giro, a mi lado, una chica morena, de pelo corto, rizado. Sonrisa agradable. Ojos muy azules. Jersey de marca azul marino y vaqueros de marca también.
- ¿Qué haces? Pareces aburrido, o ¿agobiado?
- No, bueno, un poco, más bien cansado del humo del tabaco y del ruido.
- Ya…¿Estás solo?
- No, mis amigos están dentro, en el bar.
- Ah, claro. Oye, me llamo Sara.
- Yo, Yago.
- Genial. Mis amigos están allá, vamos al Terminal ahora. Me encanta el Terminal. ¿Te gusta?
- Sí, he ido varias veces – la mentira era tremenda, odiaba profundamente el Terminal, el último bar en un recorrido tan establecido…
- ¿Te vienes?
- ¿Al Terminal? Bueno, no sé… tendría que avisar a mis amigos… no sé. Y luego que haréis?
- Luego… depende… quizás ir a casa de alguien. Mis compañeras de piso se han ido este fin de semana. Tengo el piso para mí sola. Pensábamos tomar chocolate caliente. Churros no tenemos, pero si algunas galletas. Jajajaja… Venga apúntate. Te veo un poco mustio. Anímate.
- Suena muy bien. Oye espera, voy a decirles que me voy.
- Vale, te espero aquí. No me dejes plantada, ¿eh?
Sara… Sara… esos ojos. Entré en el bar corriendo, sin pensar. Fui donde ellos, la primera en verme fue Arantxa. Me saludó como si hiciera cuarenta años que no me hubiera visto. Me abrazó mientras noté la mirada de lobo de Jon en mi nuca. Le dije que tenía que irme, que estaba un poco mareado, que me iba a casa. Aguanté la breve cantinela… y salí corriendo.
Sara, me seguía esperando. Me agarró del brazo y nos fuimos calle abajo corriendo entre risas. Como si el mundo hubiera vuelto a empezar. Como si la noche pudiera ser alegre por una vez.
La noche saltó por los aires, entre carcajadas y bailes imposibles. Las dos amigas ya demasiado borrachas decidieron retirarse. Sara seguía igual, energía pura. Quedábamos cuatro. Dos amigos de ella y nosotros dos. De repente, una propuesta indecente, ir a San Sebastián, ahora ya, llegar a desayunar. Los otros dos se batieron en retirada. Debían ser las cinco de la mañana. Tenían examen el miércoles y mucho que estudiar. Necesitaban dar un empujón a los apuntes. No me quedo claro si Sara estaba preocupada por el examen. “Venga vamos a Donostia. El coche de mi amiga, está aparcado fuera. Mi amiga no está. Se fue a Vitoria y ha dejado el coche aquí. No hay problema. Venga, nos tomamos el café en la playa. Venga, que sí. Total, ¿quién te espera? ¿un compañero de piso aburrido? Venga, vamos ya.”
Corriendo por la avenida solitaria, las cinco de la mañana. No notábamos ni aa humedad ni el frío. Solo corro. Agarrados de la mano, como si hubiera sido siempre así. Como si hubiéramos inventado el mundo en ese instante.
El coche, viejo, con los asientos medio rotos y quemados por cigarrillos en varios puntos. No importa. Conduje yo, ella decía que le entraba el sueño con la calefacción.
Eran casi las siete de la mañana. Andábamos por una ciudad dormida, agotada, donde otros borrachos, otros que eran los mismos, volvían a casa. Con el aliento quemado, con las miradas rojas. Y ahí nosotros, corriendo otra vez, hacia el mar, con una prisa infinita, con la primavera quemándonos los pulmones. Y ahí llegar, en una carrera ultima, hacia esa barandilla blanca, hacia ese mar que nos llamaba desde antes de entrar en el Terminal.
Ahí, por fin parados. La respiración rota. Mirando al mar. Sin prisa alguna, ya. El tiempo cayendo en picado en ese instante preciso. Los relojes inútiles, muertos.
Y ahí, parados, dijimos tonterías sobre el color del mar, del cielo, recordando ese mediterráneo que nos alumbró, más tonterías sobre la música, sobre la cara de su amiga, sobre el pesado de Roberto que quería ligar con ella en el Terminal. Y ahí, parar. Ella me agarró de nuevo la mano. Se giró y me rompió por dentro con sus ojos azules.
- Gracias, Yago.
- ¿Por?
-Por seguirme. Necesitaba eso. Algo distinto. Una ruptura. Algo vivo.
-Yo… también.
-¿Si?
-Sí, lo necesitaba sin saberlo.
Luego, el café, los cruasanes mas bueno del mundo, el paseo, subir a Igueldo, medio adormilados en el coche, unos roces, unas caricias inexpertas, unos besos tímidos todavía.
Y reír, y besar y reír. Bajar a la ciudad, comer, las manos debajo del mantel, el juego que no cesaba. Necesitábamos una ducha como el aire que respirábamos pero no importaba. Luego volvimos a Pamplona, ella de nuevo dormida en el coche. Era la euforia. No hubo nunca nada igual a ese domingo en Donostia. Dejamos el coche en el mismo sitio. Me dijo que las ventanas del piso estaban iluminadas, sus compañeras habían vuelto. Nos despedimos ahí en el portal, con unos besos torpes que pretendían ser húmedos.
Pasaron días, las carreras fueron cada vez más pausadas. Noches juntos, de ropa que se pierde en el rincón de la habitación, de amaneceres extraños, de exploraciones inesperadas. También algunas formalidades y broncas sin recorrido. Amaneceres de miradas ausentes y lágrimas en esos ojos azules. Y escapadas juntos a San Sebastián. Y noches en pensiones baratas donde no se dormía. Luego vendría el sueño. Después de aquella noche que prometía ser aburrida. Pero antes de todo. Antes de saberlo todo, de vivirlo todo.
Hoy, en esta noche sin adjetivos, juego con mi copa de whisky, el color precioso, casi ámbar. En el reflejo de la luz sobre el hielo, el fulgor breve recordándome una vez más esos ojos azules, tus ojos, Sara. En esta noche, mientras suena, sin parar, sin descanso “The light she brings” en un bucle eterno. Hoy, justo hoy, hace un año.
En esta noche, sin ti, en nuestras sabanas que todavía creo que huelen a ti; como un animal, acunado por un olor antiguo que se cuela por debajo de la almohada. En esta noche, sin tu cuerpo, pequeño y ágil. Sin tus ojos, Sara. Sin el mar en ellos. El mar ya no está. No puede estar. Solo es un líquido amorfo que se mueve sin ritmo, perdido en una nostalgia salada de besos que se han vuelto insoportables. Y yo tan patético en esta nostalgia enfermiza que he tejido con delicadeza y pasión.
Quiero volver a esa noche, volver a aburrirme con las bromas de Arantxa y Jon, con la mirada ciega de Iñaki. Y no salir del bar, no conocerte, no correr hacia el Terminal, no desayunar en San Sebastián, no besarte en Igueldo. Y amanecer, aburrido y cansado, el domingo con los apuntes de bioquímica sobre la mesa. Aburrido. Mejor eso, que esta ausencia de tus camisetas en el armario. Mejor eso que ver esos libros que te regalé que dejaste, con toda intención, tirados en la mesa del despacho. Mejor eso que el portazo y la cómoda vacía, el cajón abierto todavía al día siguiente. Mejor eso que ese sujetador viejo, abandonado en el cesto de la ropa blanca. Mejor eso que tus fotos en esa caja. Mejor eso que esa noche en que conduciendo enfadada, corriendo por esa carretera estrecha, no viste la curva. Mejor eso que tus ojos abiertos al infinito en esa insoportable madrugada. Mejor eso que el funeral al día siguiente donde todos me dieron el pésame sin saber que en esa noche de furia te fuiste corriendo, pisando el acelerador hacia la muerte.
Y, sin embargo, algo me dice que ese deseo también tuvo lugar, que en otro universo lo hice. Otro Yago dejó a Sara tirada fuera del bar y se refugió cobarde con Jon, Arantxa e Iñaki. En ese universo, ese Yago estudió sin descanso para el examen de bioquímica. Concentrando en los mecanismos de replicación del ADN pensó estar descifrando los secretos del universo. Mientras, en la misma ciudad, Sara lloraba pensando en el pesado de Roberto que había querido enrollarse con ella por enésima vez. Lloraba, un poco, por ese imbécil de Yago que salió corriendo, casi asustado. Le había visto varias veces, en la biblioteca de arquitectura, paseando por el campus con otros colegas. Cuando le vio ahí apoyado en el capó del coche se tragó de golpe el resto del cubata y, por primera vez, en su vida le entró a un chico sin saber como lo hacía. Por un momento pensó que se iba a quedar con ella, que la iba a acompañar al siguiente bar. Pero se fue, con una triste excusa de un examen importante al cabo de unos días. En ese universo aquella noche fue radicalmente distinta.
¿Qué fue de Sara en ese universo? ¿Qué hice yo después? ¿Que hacen los Yagos y Saras posibles ahora, en esta madrugada? Estoy seguro que ese universo alternativo existe. Como existen otros miles de ellos para cada uno de los instantes no pensados en los que rompemos la baraja sin saber lo que estamos haciendo. Decisiones que nos rompen y en las que rompemos a otros. No somos inocentes, las decisiones las hemos forjado en historias de mentiras y relatos de medias verdades. De algún modo, los universos se comunican entre ellos. No es el destino, es un ajuste continuo, el ininterrumpido balance de entropías positivas y negativas que quieren anularse. Los ajustes se establecen pero también los podemos romper varias veces. En algunas ocasiones el juego se desplaza y un universo desaparece y con el la decisiones se reajustan en el resto. Si fuera el destino todos los universos terminar por desarrollar soluciones convergentes. No, eso no sucede. Solo es un juego de equilibrios y movimientos improbables.
El whisky me hace pensar demasiado en direcciones extrañas. Ya no sé lo que digo. Dejo la copa y me siento en el sofá. La música en bucle en el sistema de sonido. Mañana tocará ir al cementerio, con su madre, con su hermana. Nadie supo que Sara me dejó aquella noche. La versión oficial es que después de un día estresante decidió bajar a la playa, por esa maldita carretera, y pasear de noche por la playa. Solía hacerlo. No había nada extraño en eso. Mañana será otro día insoportable de teatro y mentiras. Cierro los ojos, el sueño me vence.
Un ruido a cristales rotos en la cocina me despierta. Enciendo la luz y veo en el suelo el jarrón en el que Sara puso las rosas, en su primer cumpleaños juntos. Me dispongo a limpiar el cristal, cuando veo, fugaz, el rostro de Sara reflejado en uno de los cristales del jarrón. Es el reflejo de la foto colgada del viaje a Italia. Muevo la cabeza y el reflejo desaparece. Suena el móvil. No espero ninguna llamada. Miro la hora, son casi las dos de la mañana. El móvil sigue sonando, insistiendo. Vibra encima de la mesa del salón. Siento un escalofrío en el cuerpo. Me resisto a contestar esa llamada que no cesa. Voy al baño, abro el agua frío en el lavabo, me mojo la cara para convencerme que estoy despierto. El ruido del agua tapa el timbre del teléfono. Pero al salir del baño sigue sonando. Ando hacia el salón con intención de contestar de una vez por todas. Sea quien sea, es una broma muy pesada. Al acercarme el teléfono deja de sonar. Miro en llamadas pérdidas y esta última llamada no aparece. Agotado me voy a la cama, apago el teléfono móvil, no quiero que vuelva a sonar. Me cuesta dormir. Tomo una pastilla de Lexatín. Lentamente, hace efecto.
Me veo andando por una playa larga. Hay mucha gente. Sé que estoy soñando. No sitúo el lugar. De mi mano anda un niño pequeño, mi hijo. Tiene el pelo muy rubio. De repente el niño se suelta y empieza a correr por la playa hacia una mujer de pelo rubio. Su madre. Ella le abraza. Sonrío. Se les ve tan felices. Acelero el paso para juntarme a ellos. Cuando me acerco, la imagen de mi mujer se desenfoca, mi hijo también. Los dos son seres sin rostro que parecen reírse entre ellos, de algún modo me miran como preguntándome algo pero no les puedo entender, sus palabras suenan lejanas, amortiguadas. En ese instante, recibo un mensaje de texto en el móvil, noto la vibración en el bolsillo del pantalón. Me aparto un poco de ellos y leo el mensaje. Les digo que es algo de trabajo, que contesto rápido y ya. Me giro, de espaldas a ellos. El mensaje es de ella, las cuatro letras de su nombre en la pantalla, diciéndome que la situación es insostenible y que ella no puede esperar más, que debo decidirme ya. Propone vernos esa noche para cenar, me puedo inventar algo del trabajo, una reunión inesperada. En el restaurante de siempre. Escuetamente le contesto que OK, que nos vemos allá a las nueve y media esta noche. Sobre el mar, estalla una tormenta violenta, todo el mundo corre. Les pierdo de vista. Todo es oscuro, sopla un viento violento. No veo nada. A lo lejos una mujer grita. Me llama. Intento acercarme a ella, el viento me lo impide. No hay nadie más ahora en la playa, solo las olas rompiendo con fuerza. Caen rayos sobre el mar, lejos. Llueve fuerte. La mujer me dice que le ayude, se ha caído y no puede andar. Llego donde ella, su rostro borroso en mitad del viento y la lluvia. Le ayudo a levantarse y con mucha dificultad nos refugiamos bajo las escaleras del paseo marítimo. Ella habla, no para de hablar. Su voz es familiar pero no puedo ver su cara. Sigue hablando. Dice que tiene que llegar a una cena importante, que su coche se ha estropeado, que el viento le arrancó el bolso y bajó a la playa a buscarlo. La tormenta está encima de nosotros ya. No podemos movernos. Mojados, helados de frío nos abrazamos, por instinto, buscando el calor del otro. Se ha hecho de noche. A lo lejos oigo que alguien me llama, una voz de mujer y otra de niño. La mujer abrazada a mí levanta la cara, me mira y me tapa los oídos. Me dice que no escuche, son solo ecos de otro mundo. No entiendo nada. Agarro sus manos para soltarlas de mis oídos. En ese instante un rayo cae muy cerca y con el resplandor veo por fin el rostro de la mujer abrazada a mi. Es Sara. Sonríe y con voz tranquila me dice, vamos a cenar. Otro rayo cae encima de una de las torres del paseo marítimo, el trueno es brutal, los oídos casi me estallan y noto un sonido metálico muy molesto…
Me despierto. El reloj de la mesilla marca las tres y veinte de la mañana. A su lado, el teléfono que dejé apagado vibra tocando la lámpara de la mesilla con un sónido metálico…
Y, antes de coger el móvil que está sonando sin cesar, sé que también ahora, en todos los universos posibles, están sonando otros móviles. En todas las pantallas de esos móviles, solo cuatro letras: “Sara”.
Jordi Tauler Vaillet (Girona, España, 1971). Doctor en Biología por la Universidad de Barcelona. Investigador en biología molecular del cáncer de pulmón en Bethesda (Maryland, EEUU) del 2001 al 2005 y, posteriormente, en Chicago (Illinois, EEUU) del 2005 al 2015. Actualmente residiendo en Oak Park (Illinois, EEUU). Interesado en literatura y filosofía.
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