Juan Luis Henares nació en 1963 en Paraná, Argentina. Profesor en Ciencias Sociales. En 2004, Primer Premio en el Concurso Universitario de Ensayos Memoria y Dictadura. En 2019, Primer Premio en el 6° Certamen Literario Red por la Igualdad de Género Enredadas Vicálvaro de Madrid y ganador en el rubro Letras de los Premios Escenario del Diario UNO de Entre Ríos. Sus cuentos han sido premiados o publicados en Argentina, México, Uruguay, Cuba, Chile, Perú, Venezuela, Colombia, Guatemala, Bolivia, España, Alemania, Canadá y Estados Unidos. Libros: Lápiz clandestino (2018) y Crónicas subterráneas (2021).
«El espinel», un relato del escritor argentino Juan Luis Henares
Con mis recién cumplidos once años vacacionaba en casa de mis abuelos maternos en la ciudad de Santo Tomé, casi un pueblo en ese entonces. Me atraía mucho visitarlos; además de estar con ellos gozaba del contacto cercano con mis primos. Todos los veranos mis padres me despedían con lágrimas en sus ojos, retornaban a Paraná, y a las dos semanas regresaban a buscarme. Por las mañanas la abuela me despertaba con el vaso de leche atestado de cacao El Quillá y rodajas de pan con manteca, mermelada y dulce de leche. Luego me trepaba al caño de la bicicleta del abuelo y juntos realizábamos las compras; esos mandados, que se podrían haber hecho en media hora, llevaban dos o tres, porque durante el recorrido se detenía a conversar con los vecinos. Y, hoy sospecho que orgulloso, me presentaba a sus amigos: era el nieto mayor. Al regreso, mientras aguardaba el almuerzo, me internaba en el comedor, previo pedirle que me bajara del hueco en la alto de la pared del pasillo —un lugar mágico— la caja con las revistas Goles. Mi pasatiempo preferido era hojearlas en busca de fotos con coches de carreras; me deleitaba con ellas. Y más con la bronca que me había agarrado el domingo anterior, al ver en la televisión la carrera de Fórmula 1 desde el autódromo de Buenos Aires: a una vuelta del final y a punto de ganar su primer Gran Premio, el Brabham de Carlos Reutemann quedaba tirado al costado del circuito. A la hora de la siesta me resguardaba bajo la sombra de un árbol en la vereda y aguardaba la llegada de mis primos. Entretanto, oculto trepaba a los árboles —pertenecían a la municipalidad— y arrancaba varias toronjas; me estremecía al succionar su ácido jugo, pero disfrutaba el acto de rebeldía.
Si bien el río Paraná me trae innumerables recuerdos —en sus aguas treinta años después arrojamos las cenizas de mi padre— esa tarde de mediados de enero me trasladaba por el Salado, río que circunda a Santo Tomé y lo separa de Santa Fe. Mi abuelo tenía un espinel con boyas y anzuelos que lo cruzaba de orilla a orilla; sentados en su canoa los rayos del sol golpeaban nuestros cuerpos, y como no usaba gorra la transpiración corría a borbotones por mi cara. Me saqué la remera e improvisé una especie de turbante; al instante me retó, ya que me quemaría el torso desnudo. Ordenó que me la vuelva a colocar, se sacó el sombrero de paja, dejó su cabeza al aire libre y lo puso en la mía. Me acomodé en la parte delantera, de espaldas a él, junto al cajón con herramientas; la modorra, y debo admitir que también el aburrimiento, hacían que me pesaran los párpados. Mas me propuse no perder esa batalla contra el sueño; si me dormía, el abuelo diría que era un flojo que no se aguantaba una aventura por el río. A cualquier precio debía mantenerme despierto. Pensé que me gustaba pasear en bicicleta, leer la Goles, robar toronjas o jugar a las escondidas en la calle con mis primos; no obstante recorrer con cuarenta y cinco grados el Salado no era uno de mis pasatiempos favoritos. Asimismo, ni siquiera podíamos charlar acerca de fútbol; él era hincha de Unión, yo de Colón. De reojo observé el lento movimiento de sus brazos afirmados a los remos; se arrimaba a los anzuelos y con una vara los enganchaba y levantaba. Algunos estaban vacíos o sostenían aún la lombriz, otros traían pequeñas mojarras como premio, uno un jean de lona y, el más raro, una vieja pelota de cuero.
Cien metros adelante descubrí un bulto que flotaba en el agua. No quise comentárselo, su fama de viejo gruñón me obligaba a callar ante la posibilidad de recibir una reprimenda. La embarcación se acercaba al lugar, me di vuelta y lo contemplé, no decía nada, ni siquiera vigilaba en esa dirección; mordí mi lengua en un intento de frenar las ganas de hablar, ya que me contestaría que alucinaba. El bote se aproximaba, a cada segundo lo veía mejor, tanto que noté detalles de lo que aparentaba ser… No, era imposible que fuera eso, mi imaginación volaba. De repente el abuelo levantó el espinel y aterrado confirmé mi sospecha: la cabeza de lo que alguna vez fue una persona pendía de él. El ojo izquierdo me miraba fijo; del orificio ocular derecho —vacío— brotaban cientos de gusanos que resbalaban sobre los restos putrefactos de su rostro. De inmediato la boca se abrió grande, parecía a punto de lanzar un alarido, y de sus entrañas surgió una serpiente que cayó en el piso de la canoa, justo a mi lado. De un brinco me tiré hacia atrás a los brazos del abuelo.
—Por favor matala —le rogué mientras lo apretaba con todas mis fuerzas.
—Despertate che —me dijo sonriente—, mirá lo que pescamos.
Con temor me despabilé; del anzuelo colgaba un pejerrey —superaba el medio metro de longitud— que frenético contorsionaba su plateado cuerpo.
El abuelo me abrazó, besó mi mejilla y en silencio regresamos a la costa.
Fotografía de Jack Anstey (en Unsplash). Public domain.
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