En cuanto a la inmersión en la nada, la describe admirablemente una contemporánea y paisana de Jacopone, Ángela de Foligno. Partiendo de la percepción de una presencia divina en forma de oscuridad (un negativo que contiene en sí algo positivo), Ángela pasa a la visión de lo que solo puede definir como la negación de aquel sutil resto. Lo designa genialmente con la fórmula «no oscuridad», la cual elimina toda oposición —al negar la oscuridad allí no aparece otra cosa que la luz—. Es un acto de conocimiento al que no se puede asignar atributo positivo alguno, un acto sin acción, que es definido a su vez con la fórmula negativa suprema del «no amor». Si durante la experiencia unitiva el conocimiento es por definición amoroso (amor ipsa cognitio est), el derrumbe final de todo conocimiento conlleva el del mismo amor. Se evita así todo término referencial que, de alguna forma, pueda ser pensado en relación con el mundo o fuera de este, en el tiempo o fuera del tiempo, porque para Ángela de Foligno solo cuenta el ser único, el yo sin tú, el solo: Dios solo, en una soledad ontológica, primaria, indecible y radicalmente impensable.
Verónica Giuliani describe el camino que conduce a esta pérdida de conocimiento en un pasaje de rara intensidad. Firme en la voluntad divina, renuncia a identificarla. A consecuencia de ello, pierde la noción misma del conocimiento de esa voluntad; debe despojarse incluso de ese atisbo de conocimiento, debe ignorar no solo qué es conocer, sino también qué es no conocer. El proceso se presenta a su conciencia como una consunción, pero la conciencia no debe advertir quién ni qué la consume (Diario, IV, 563).
Ni Ángela ni Verónica buscaron a Dios subiendo por la escalera de Jacob, sino bajando a su propia tumba. La soledad del hombre se perfecciona en la soledad de un Dios depuesto en el no conocimiento de sí mismo. En Ángela de Foligno la visión de la no oscuridad concluye con una mirada intelectiva dirigida al alma, lo cual adviene en la fiesta de la Candelaria, con la iglesia resplandeciente de velas. Entonces el alma, una nada desconocida e incognoscible, no puede comprenderse a sí misma (Memorial, IX, 444). El alma no puede hacer otra cosa que observarse como una nada encerrada en su celda (Tránsito). Esta celda no ocupa toda el alma, sino un receptáculo secreto y cerrado, como la misma Ángela concluye:
Aunque tristezas y dichas provenientes de fuera puedan penetrarme un poco, hay en mi alma un cuartito en el que no entran ni alegría ni tristeza, ni deleite alguno de virtud, ni satisfacción por nada que tenga un nombre (Memorial, IX, 400).
Texto perteneciente al libro «Tacet, un ensayo sobre el silencio», Giovanni Pozzi.
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