¿QUIÉNES SON los hombres que, sin que nos demos cuenta, nos dan nuestras ideas, nos dicen a quién debemos admirar y a quién debemos despreciar, qué debemos creer acerca de la propiedad de los equipamientos públicos, sobre los aranceles, el precio del caucho, el plan Dawes o sobre la inmigración? ¿Quiénes nos dictan cómo debemos diseñar nuestras casas, con qué muebles debemos decorarlas, qué comida deberíamos servir en nuestra mesa, qué clase de camisas debemos ponernos, con qué deportes debemos divertirnos, qué obras deberíamos ver, a qué obras de caridad debemos brindar nuestro apoyo, qué pinturas debemos admirar, qué hablas debemos afectar, con qué chistes deberíamos reírnos?
Si nos propusiéramos confeccionar una lista con todos los hombres y mujeres que, por su posición en la sociedad, podríamos llamar, sin temor a equivocarnos, los forjadores de la opinión pública, llegaríamos enseguida a la extensa lista de personas mencionadas en el «Quién es quién». Obviamente, esta lista incluiría al presidente de los Estados Unidos y los miembros de su gabinete, los senadores y representantes del congreso, los gobernadores de los cuarenta y ocho estados, los presidentes de las distintas cámaras de comercio de las cien ciudades más importantes del país, los presidentes de los consejos de nuestras cien empresas industriales más importantes, el presidente de los múltiples sindicatos afiliados a la Federación Americana del Trabajo, el presidente nacional de cada uno de los gremios y cofradías del país, el presidente de cada una de las sociedades raciales o lingüísticas, los cien directores de las revistas y diarios más leídos, los cincuenta escritores más populares, los presidentes de las cincuenta sociedades benéficas más influyentes, los veinte productores de teatro y de cine más destacados, los cien líderes reconocidos de la moda, los más famosos e influyentes pastores de las cien ciudades más importantes, los rectores de nuestras universidades y colegios universitarios y los miembros más destacados de sus facultades, los financieros más poderosos de Wall Street, los deportistas más famosos, etcétera.
Semejante lista comprendería varios miles de personas. Pero no se le escapa a nadie que muchos de estos líderes son a su vez liderados, a veces por personas cuyos nombres apenas se conocen. Muchos congresistas, al dar forma a su programa, siguen los consejos de un jefe de distrito del que han oído hablar muy pocas personas al margen de la maquinaria electoral. Puede que los sacerdotes elocuentes ejerzan una poderosa influencia en sus comunidades, pero a menudo derivan sus doctrinas de una autoridad eclesiástica superior. Los presidentes de las cámaras de comercio modelan el pensamiento de los empresarios locales en lo que concierne a los asuntos públicos, pero sus opiniones se suelen derivar de alguna autoridad nacional. Un candidato a la presidencia de Estados Unidos puede resultar «designado» como consecuencia de una «demanda popular abrumadora», pero es de sobra conocido que su nombre quizá fue decidido por una docena de hombres reunidos alrededor de una mesa en una habitación de hotel.
En algunos casos el poder de quienes mueven los hilos sin ser vistos es flagrante. El poder del gabinete invisible que deliberó alrededor de una mesa de póquer en cierta casita verde de Washington se ha convertido en una leyenda nacional. Hubo un tiempo en que un solo hombre, Mark Hanna, dictaba las políticas fundamentales del gobierno de la nación. Puede que alguien como Simmons logre, durante unos años, organizar a millones de hombres alrededor de un programa basado en la intolerancia y la violencia.
Son esos personajes los que encarnan para la opinión pública aquel tipo de líder que evoca la expresión «gobierno invisible». Pero sólo de vez en cuando nos paramos a pensar que hay dictadores en otros campos cuya influencia es cuando menos tan decisiva como la de los políticos que acabo de mencionar. Alguien como Irene Castle puede imponer la moda del pelo corto que domina sobre un noventa por ciento de las mujeres que pretenden ir a la moda. Los líderes del estilo de París pusieron de moda la falda corta, de suerte que toda la industria del vestido femenino, con un capital cifrado en centenares de millones de dólares, tuvo que adaptarse a su dictado, aunque sólo veinte años atrás la policía de Nueva York hubiese arrestado y enviado a la cárcel a cualquier mujer que vistiese de esa guisa.
Hay soberanos invisibles que controlan los destinos de millones de personas. La gente de a pie no está al corriente de hasta qué punto las palabras y las acciones de nuestros hombres públicos más influyentes están dictadas por personas taimadas que se mueven entre bambalinas.
Tampoco se percata de que nuestros pensamientos y costumbres están moldeados en gran medida por las autoridades, lo cual es todavía más importante.
En algunos ámbitos de nuestra vida cotidiana, que nos parecen propios de personas independientes, nos gobiernan unos dictadores que ejercen un gran poder. Un hombre que se compra un traje se imagina que elige con arreglo a su gusto y personalidad el tipo de ropa que más le gusta. En realidad, puede que esté obedeciendo las órdenes de un anónimo sastre londinense. Este personaje es el socio silencioso de una discreta sastrería cuyos clientes habituales se cuentan entre lo más granado de la sociedad a la moda y los vástagos de la realeza. Aconseja a nobles británicos y otras personalidades una tela azul en vez de gris, dos botones mejor que tres, o mangas medio centímetro más cortas que la temporada pasada. El distinguido cliente no puede estar más de acuerdo.
¿Pero cómo puede afectarle todo esto al ciudadano común?
El sastre ha sido contratado por una gran empresa estadounidense que produce trajes para hombre con el cometido de enviarles al momento los patrones de la ropa elegida por los mandarines de la moda londinense. Tan pronto como recibe los patrones, con las especificaciones relativas al color, el peso y la textura de la tela, la empresa norteamericana encarga inmediatamente un pedido a los fabricantes de paño por valor de varios centenares de miles de dólares. Los trajes diseñados con arreglo al diseño londinense se publicitan entonces como la última moda. Los hombres elegantes de Nueva York, Chicago, Boston y Filadelfia los visten. Y el ciudadano común, acatando su liderazgo, hace lo propio.
Al igual que los hombres, las mujeres no escapan a las órdenes del gobierno invisible. Un fabricante de seda que se propuso encontrar nuevos mercados para sus productos sugirió a una importante marca de calzado que los zapatos de mujer debían cubrirse de seda para combinar mejor con sus vestidos. La idea cuajó y se transmitió mediante una propaganda sistemática. Se convenció a una actriz famosa para que llevase esos zapatos. El producto se puso de moda. La marca de zapatos disponía de la oferta necesaria para satisfacer la demanda. Y el fabricante de seda tenía la seda suficiente para más zapatos.
El hombre que inyectó la idea en la industria del calzado gobernaba a las mujeres en un ámbito de sus vidas sociales. Varios hombres gobiernan los distintos ámbitos de nuestras vidas. Puede que haya un gobierno en la sombra para la política, otro en las modificaciones de la tasa de descuento de la reserva federal e incluso otro que dicte los bailes para la próxima temporada. Si existiese un gabinete invisible que gobernase nuestros destinos (algo que no es inconcebible en absoluto), trabajaría con el concurso de cierto grupo de líderes los martes y con otro conjunto totalmente distinto los miércoles. La idea de un gobierno invisible es relativa. Puede que haya un puñado de hombres que controlen los métodos educativos de la inmensa mayoría de nuestras escuelas. Pero si lo consideramos desde otro punto de vista, cualquier padre o madre es un líder de grupo con autoridad sobre sus vástagos.
El gobierno invisible tiende a concentrarse en las manos de unos pocos como consecuencia del elevado coste que implica manipular la maquinaria social que controla las opiniones y costumbres de las masas. Anunciarse a gran escala, para unos cincuenta millones de personas, es caro. Alcanzar y persuadir a los líderes de grupo que dictan los pensamientos y las acciones de la gente tampoco es barato.
Por esta razón, se observa una tendencia creciente a la concentración de las funciones de la propaganda en las manos de la figura del especialista en propaganda. Este especialista está asumiendo cada vez más una posición y una función nítidas en la vida de nuestro país.
Las nuevas actividades reclaman nuevas nomenclaturas. El propagandista que se especializa en la interpretación de las empresas y las ideas para el público, y en interpretar el público para los impulsores de esas nuevas empresas e ideas, ha terminado conociéndose con el nombre de «asesor en relaciones públicas».
La nueva profesión de relaciones públicas nace con el aumento de la complejidad de la vida moderna y la consiguiente necesidad de que las acciones de una parte del público sean comprensibles para otros sectores del público. También debe su existencia a la dependencia cada vez más acusada de toda forma de poder organizado con respecto a la opinión pública. Los Estados, ya sean monárquicos, constitucionales, democráticos o comunistas, tienen que contar con el consentimiento de la opinión pública si quieren lograr sus proyectos y, de hecho, un gobierno no gobierna si no es en virtud de la aquiescencia pública. Las industrias, las empresas de servicios públicos, los movimientos educativos, en efecto, cualquier grupo que represente una idea o un producto sólo logra sus propósitos si cuenta con la aprobación de la opinión pública. Debemos buscar al socio no reconocido de cualquier proyecto de importancia en la opinión pública.
El asesor en relaciones públicas es, por lo tanto, el agente que trae una idea a la conciencia del público sirviéndose de los medios de comunicación modernos y de los grupos que conforman la sociedad. Pero es mucho más que eso. Sabe de la importancia del curso de los acontecimientos, las doctrinas, los sistemas y las opiniones, y trata de conseguir el apoyo del público para determinadas ideas. Se ocupa de las cosas tangibles, como los productos manufacturados y los básicos. Su trabajo también está relacionado con las empresas de servicios públicos, los grandes grupos comerciales y las asociaciones que representan a industrias enteras.
Su función principal es la de asesorar a su cliente, no de manera muy distinta a como lo haría un abogado. Este último se fija sobre todo en los aspectos legales del negocio de su cliente. Un asesor en relaciones públicas se concentra, en cambio, en los puntos de contacto del negocio de su cliente con el público. Cada etapa de las ideas, productos o actividades de su cliente que puedan concernir al público o por las que el público pueda interesarse cae bajo el paraguas de sus funciones...
(Texto perteneciente al libro «Propaganda», Edward Bernays).
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