Para escuchar conviene callar. No solo obligarse a un silencio físico que no interrumpa el discurso ajeno (o que, si lo interrumpe, lo haga en función de una escucha posterior), sino también a un silencio interior, o sea, a una actitud dirigida a acoger la palabra ajena.
Hay que imponer silencio al trajín del propio pensamiento, calmar el desasosiego del corazón, la agitación de las preocupaciones, eliminar toda clase de distracción.
No hay nada como la escucha, la verdadera escucha, para comprender la correlación entre el silencio y la palabra. Por analogía, la música se escucha plenamente cuando todo calla a nuestro alrededor y dentro de nosotros. La forma más perfecta de escucharla es con los ojos cerrados. Mirar la orquesta o al pianista, observar el sincronismo entre el agitarse del director, el ir y venir de los arcos y la curva de la melodía, entre el movimiento ritual del torso, el deslizarse de las manos por el teclado y la cascada de notas, intensifica la participación en el espectáculo, pero atenúa la magia de los sonidos, una magia que el órgano nos ofrece plenamente cuando llena la iglesia con su canto. Lo escuchamos sin ver cómo se produce el sonido. Sale de un seno oscuro y, en la inmóvil oscuridad de las bóvedas, nos envuelve como un sudario.La oscuridad se encuentra tan alejada de nuestra experiencia diaria como el silencio. Antaño, para iluminar, había que realizar gestos no obvios, difíciles; hoy basta con pulsar un interruptor. La luz de antaño era débil y trémula; la de hoy es invasiva y fija. De noche, no solo las ciudades se convierten en conglomerados luminosos, sino que también los lugares solitarios se encuentran punteados con luces que señalan calles y casas. El mismo lugar del silencio absoluto, el firmamento, está velado por una capa de luz artificial que nubla el cielo estrellado. Nos parecía la más armónica unión de contrarios —cuanto más impresionaba nuestra vista con la intensidad de su brillo, más ajeno se volvía al oído con el secreto de su absoluto silencio—. Con la desaparición de este contraste, también ha desaparecido la intermitencia de la luz y la oscuridad, que ya no interrumpe la actividad del hombre ni lo predispone al sueño. La alternancia entre el día y la noche, connatural a la vida, se ha atenuado, de la misma manera que la alternancia entre palabras y silencio. Vivimos en una época en la que el silencio está proscrito. El mundo está oprimido por una pesada capa de palabras, sonidos y ruidos. Los babilonios pensaban que los dioses habían enviado el diluvio a la tierra porque estaban hartos del parloteo de los hombres. Hoy no se conformarían con enviarnos solo un diluvio. Antaño solo se percibían las palabras del vecino. Bastaba con alejarse un poco para que no te molestaran palabras importunas; hoy estas nos llegan desde las antípodas. El gran silencio nocturno es roto por el rugido de los coches. Cuando tenemos que pasar una noche en un lugar aislado, nos despertamos inquietos; el silencio se convierte en una pesadilla en el sueño. La paz de la montaña o del bosque asusta; y vamos con una radio; asusta la quietud del lugar retirado, y ahí también la encendemos. El silencio se nos ha vuelto tan molesto que nos sentimos obligados a turbarlo cuando es impuesto. Cuando en un discurso público o una liturgia se crea una pausa de silencio, siempre hay alguien que se pone a toser, a hojear los papeles que tiene en la mano o a abrir el bolso. El hombre había extraído de la alternancia entre el día y la noche, entre la palabra y el silencio, los símbolos que le permitían definir realidades interiores; hoy estos símbolos han dejado de funcionar. Nuestra existencia se ha empobrecido por no saber ya traducir en formas interiores esas experiencias primordiales.
El silencio de la escucha llega a su culmen en la lectura, cuando la palabra misma se presenta en silencio sin perder nada de su vitalidad. Se trata del encuentro de una palabra sin sonido con un destinatario sin voz, en perfecta soledad. El lector es solitario, porque, mientras lee, crea con el libro una relación exclusiva. Dos lectores situados uno junto al otro, leyendo cada uno por su lado el mismo libro, se relacionan con este pero no entre sí. El lector es silencioso porque la lectura, tal y como se practica normalmente en la edad moderna, excluye incluso la pronunciación murmurada. La lectura implica no solo la escucha más intensa que se pueda imaginar, sino también la más libre, al no estar coaccionada por la emisión vocal de otros interlocutores —libre para dosificar las pausas, las vueltas atrás, los recorridos, y, sin embargo, totalmente vinculada a la palabra tal y como ha quedado fijada en la página—. Si la impresión es fiel al original del autor, la palabra no pronunciada de este no yace muerta en la página. Como una mujer fecundada por el autor, la escritura está preñada de sonidos y sentidos cuyas sacudidas vitales percibe el lector en los acentos, en los periodos rítmicos y en las rimas y asonancias del texto. La misma forma de los caracteres, siempre que estos sean refinados, favorece la vida silenciosa allí depositada. Toda la mente, todas las facultades del lector, se concentran en ese ir y venir del ojo de izquierda a derecha línea a línea. Cuando está tan concentrado que el libro se le cae de las manos, lo suelta sin pesar, porque el silencio de la escucha ha dejado paso dentro de él al silencio del recuerdo de lo que ha leído.
(Texto perteneciente al libro «Tacet, un ensayo sobre el silencio», Giovanni Pozzi).
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