Desde pequeño tenía la costumbre: al escuchar el sonido de los motores, partía raudo al patio para verlos volar. Corría apasionado casi sin ropa desde su cama, o cubierto con la toalla si estaba en la ducha. A menudo se mojaba bajo la lluvia y, en días de sol, hacía visera con sus manos y se cubría de los rayos que le molestaban e impedían observar sus piruetas.
Al principio los hizo en papel; luego con cartón mejoró sus modelos. Pronto su padre le fabricó uno en madera que pasó a ser su juguete preferido; estas máquinas voladoras que deseaba algún día pilotar, eran su vida y soñaba —dormido o despierto— con ellas.