Cara A
—¿Molly?
Apenas prestó atención a la llamada de su tutora. Últimamente su madre no traía clientes a la casa y aquello empezaba a escamarla. Cualquier cambio en la rutina nunca era buena señal.
—Tu nombre es Molly, ¿verdad?—la mujer le colocó delicadamente la mano sobre el hombro—. Aunque me he fijado que tus compañeros te llaman por otro nombre: Sara…
—Sarabella—asintió mientras giraba el rostro hacia su tutora—. Sí, mi madre prefiere…—dejó colgada la frase.
De nuevo aquel asunto. Había algunos temas que era mejor evitar porque llevaba a que la gente se interesara por lo que ocurría en su casa, a lo que su madre se dedicaba y lo que la obligaba a hacer. Todas aquellas indagaciones al final siempre resultaban inútiles. Su madre era tan buena actriz como mala víbora manipuladora. Al final era ella quien pagaba siempre por las intrusiones ajenas. Si al menos su padre…
—Sí, algo de eso he oído—la voz de la tutora interrumpió sus pensamientos—. Que es tu madre la primera que te llama Sarabella. Será por tu abuela o cualquier persona a la que tenía mucho aprecio y que ve reflejada en ti.
«Qué moñas, solo falta que le salgan corazoncitos de entre los labios. Como empiecen a salirle corazoncitos no voy a poder aguantarme la risa. Será Candy, Candy la tía», atendía con cara de póker al monólogo de su tutora. «Si supiera que me llama Sarabella porque es nombre de puta, porque desde el momento en el que mi padre nos dejó solo vio en mí el proyecto de alguien que la sustituyera el día en que se cansara de poner el coño, la boca y el culo. Sonríe y cállate, si escamas a esta tía llamará a los servicios sociales y luego mamá se inventará alguna forma de hacértelo pagar después de convencerles de que tan solo soy otra adolescente problemática.»
—Sí, es por eso.
—Lo sabía. Conozco muchos casos parecidos—le sonrió la tutora colocándole una mano en cada hombro.
Cerró los ojos. Volvía a tener ocho años y entraba corriendo en la habitación de su madre para enseñarla el diez que había sacado en el examen que les había puesto aquella tarde la profesora. Entonces su versión infantil abría los ojos como platos al descubrir lo que mamá hacía en la intimidad de su habitación con aquellos señores que las visitaban y, aún más, incapaz de moverse veía cómo aquel señor la miraba sonriente mientras se la acercaba con inequívocas y perversas intenciones.
El tacto cálido de las manos de la tutora sobre sus hombros desnudos la hizo regresar por un segundo, pero los recuerdos volvieron a tirar de ella.
«Tienes una sonrisa tan bonita como la de tu mamá».
Intentó aferrarse a aquellas manos que trataban de transmitirla seguridad y cariño, pero los tentáculos de su pasado tiraban con más fuerza.
Mordió el pulgar de aquel depravado y el correspondiente bofetón le partió el labio y tres dientes de leche cayeron sobre el parqué.
Abrió los ojos en un intento de anclarse a los de la tutora y al mismo tiempo a la realidad dándose cuenta en ese momento de que hay puertas que es mejor dejar cerradas. Fue inútil, los párpados cayeron pesados y entonces intentó concentrarse en su respiración con la esperanza de no seguir cayendo. Fracaso absoluto.
Los dientes salieron torcidos, madre se negó a pagar la ortodoncia pues aquel era un castigo a su arrogancia. Avergonzada y acomplejada, rota por lo que aquella tarde descubrió tomó la decisión que cambiaría su vida. Con el contenido de una botella de jarabe para la tos corriendo por sus venas, se presentó a primera hora en el despacho del profesor de Educación Física. Los rumores decían…Las manos callosas, la boca babosa y aquella cosa apestosa se lo demostraron.
Se sentía febril y mareada, se intentó aferrar con las pocas fuerzas que le quedaban a la cálida sensación de las manos de la tutora sobre sus hombros para no hundirse en aquel abismo de tal modo que no hubiera forma de regresar después.
Su madre la descubrió. La pequeña putita de mamá, la gallinita de las tetas de oro, el nuevo juguetito del que podría valerse mamá para enriquecerse ahora que la empezaba a obstaculizar la edad. Atada al poste de una cama con dosel, mamaíta la ofreció tal y como la trajo al mundo. Pinzándola la nariz la obligó a abrir la boca para que uno por uno todos aquellos hombres introdujeran su miembro en dicha cavidad y tras las sacudidas necesarias terminaran por derramarse en su garganta. Si se desmayaba, el hombre al que le tocara el turno tenía patente de corso para abofetearla, retorcerla los pezones o morderla para espabilarla. ¿Tenía que agradecerle a su madre que les prohibiera apagar cigarrillos en su cuerpo? Por increíble que fuera, aquello no fue lo peor que tuvo que hacer. Fue aquel último vistazo al fondo del abismo donde su madre la había obligado a tocar pie lo que la propulsó de regreso al momento actual.
—¿Puedo marcharme? Mi madre se enfada si llego tarde a comer.
La mujer se dio un golpe con la palma de la mano en la frente mientras un gesto de disculpa se dibujaba en su rostro.
—Claro, márchate. Nos vemos mañana, ¿vale?
Ni siquiera se despidió, cogió su mochila y atravesó la puerta del aula como una exhalación.
Aquel hombre tan grande como obeso la interceptó en la puerta de la valla.
—Hola, guapa. ¿Qué tal todo?
Le reconoció como el hombre que le presentó su madre semanas atrás, aun así, interpretó su papel por puro automatismo y simuló temor al tiempo que reprimía cualquier signo de expectación.
—Bien—contestó ofreciéndole su más tímida sonrisa.
El hombre asintió al tiempo que extraía del bolsillo un billete de cincuenta euros y tras colocarlo frente a sus enormes ojos le acarició el ovalado rostro con el papel moneda. Entonces de los sugerentes labios de Sarabella emergieron las palabras que él estaba esperando escuchar.
—Vamos a mi casa.
Aunque estaba encantado con que la chica tomara la iniciativa de aquel modo, decidió alzar las cejas como si dicho comportamiento le sorprendiera de forma negativa. Más estaba claro que ella no tenía ganas de perder el tiempo a esas horas del día.
—¿Estás segura?
Suspiró y volvió a su papel de corderito sacrificial, asintiendo con la timidez de una niña dispuesta a ser complaciente con una figura de autoridad.
—¿Y dónde está ese «por favor»?—el hombre sonrió complacido por haber vuelto a tomar el mando del juego.
—¿Puede acompañarme a mi casa, por favor?— le medio suplicó manteniéndose en su papel.
El hombre le dio una calada a su cigarro.
—Vale, está bien.
Sarabella abrió la marcha y el cliente la siguió.
—Mi nombre es…—comenzó a decir el hombre.
—Sin nombres, por favor—le interrumpió sin volverse ni cambiar el ritmo de sus pasos.
Quizá si Sarabella le hubiera dejado hablar se hubiera enterado de que se llamaba Slug e iba a ser su nuevo padrastro, información que si recibió de boca de este y de su madre después de que aquella grotesca masa de carne la hubiera desgarrado la ropa para follársela salvajemente sobre la mesa de la cocina.
Cara B.
Los últimos meses habían sido un infierno para Sarabella por el nuevo marido de su madre y la forma en que este entendía la paternidad, por aquel par de bonobos que tenía como hermanastros y que no perdían oportunidad de abusar de ella cada vez que el cerebro que tenían entre las piernas se lo ordenaba, es decir, siempre. Y, lo que era peor, la mudanza a ese chalet tan aislado que actuaba como cómplice arquitectónico en aquella situación.
—¿Puedo preguntaros algo?
Tweedledum y Tweedledee eran dos grotescas rebanadas de pan cegadas por las hormonas de la edad y los anabolizantes que debían confundir con pipas; a ella le había tocado ser la jugosa salchicha atrapada entre ambos. De los dos gemelos el que la aprisionaba por detrás estaba bañándola con su ardiente aliento la amplia zona de espalda que dejaba desnuda el peto vaquero que llevaba. Entre tanto, el que tenía frente a ella la miraba con gesto bobalicón mientras la acariciaba la zona del abdomen con aquellos dedos callosos de tanto meneársela.
—Claro, conejita.
Ella se mantuvo en el papel haciéndoles creer que se sentía juguetona.
—Sed sinceros, ¿qué os parece mi culo?
—Déjame a mí—le susurró el de atrás al tiempo que le apretaba con excesiva fuerza una de las nalgas—. Yo lo encuentro bien redondo y jugoso.
Sabiendo lo que hacía, Sarabella había elegido vestir para ese día tan solo aquel peto vaquero que la quedaba dos tallas más pequeño. Era más que evidente que no llevaba prenda de ropa interior alguna, lo que hacía que la carne de sus generosos senos prácticamente desbordara la prenda por su parte superior, así como su trasero se les mostraría aún más hipnótico a esos dos si tan solo había una capa de algodón entre sus manos y las redondas e ingrávidas posaderas de ella.
—Y además tengo dos buenos airbags, ¿no creéis?—dijo ella señalando con sus índices aquel par de exuberantes calabazas.
—Sí, de eso no hay duda—se relamió el que la quedaba de frente.
Ella dejó escapar una de esas risas tan convincentemente tontas que tantas veces había ensayado ante el espejo.
—Te dejo tocar un poco—dijo bajándose el tirante y sacándose uno de sus turgentes pechos.
Ese maniaco sexual con acné alargó lentamente su manaza sin apartar la vista del objeto de su deseo mientras literalmente se le caía la baba.
—Vamos, no va a morderte—le provocó ella sin perder la sonrisa aun cuando el otro que seguía sobándola con una mano el trasero, intentaba agarrarla por el cabello, pero ella ya había aprendido la lección y hacía unos meses que se había rapado la cabeza por lo que ahora lucía una media melena de su castaño natural con la que aquellos dedazos no podían maniobrar.
—¿Puedo pellizcarte el pezón?—preguntó el que ya estrujaba con su manaza la teta de Sarabella mientras grumos de baba marrón le caían por la camiseta.
—Mientras no me arranques la teta, no tengo problema. Si te lo estoy ofreciendo es que quiero que lo hagas—quizá le hubiera provocado con alguna que otra palabra más, pero el dedazo del que la sobaba por la espalda se la coló entre los labios interrumpiendo cualquier otro parlamento.
El garrulo asintió y tragó saliva mientras seguía amasando el suave y generoso pecho de Sarabella. Luego inclinó la cabeza y succionó el sonrosado pezón con pasión mientras su lengua lo azotaba hasta sentirlo tan duro como una cereza.
Ella llevó sus manos a la nuca de su hermanastro al tiempo que emitía un convincente gemido, nada anunciaba lo que vendría a continuación cuando le hundió aquel verduguillo entre las dos primeras vértebras cervicales al tiempo que cerraba con tanta rabia y fuerza sus mandíbulas en torno al dedo del otro que llegó finalmente a arrancárselo.
—¿Sabes lo que dicen?—se giró hacia el ovillo de carne gimoteante que se apretaba el muñón para evitar la hemorragia de su dedo cercenado. Con una mano se apartó el flequillo de los ojos mientras la otra alcanzaba algo del interior de un cajón—. A todo cerdo le llega su San Martín—más cuando extrajo el hacha de cocina no le miraba a él, sino a su padrastro el cual había abierto sigilosamente la puerta y ahora se aliviaba de lo mucho que le estaba excitando la escena con la mano que no tenía aferrada al pomo.
Le ofreció aquel último espectáculo sabiendo ambos que el siguiente era él.
Luego ella y su madre tendrían una conversación.
La familia que se corrompe unida, descansa en pedazos.
Lou W. Morrison (España) es Licenciado en Historia, lleva dedicado ya veinticinco años de su vida al mundo del arte entre teatro, literatura y radio. También ha recorrido varias convenciones y festivales dando conferencias sobre terror y fantasía.
Hasta ahora ha publicado ocho libros y colabo
rado en un sinnúmero de antologías y revistas nacionales e internacionales.
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