"Génesis", un cuento de Julia Wobken, autora alemana radicada en Buenos Aires

El domo del Fruto de la Vida — Génesis, de Julia Wobken

Un tenue rayo de luz solar logró atravesar las densas nubes de invierno. Debilitado y frenado aún más por las mil y una partículas de procedencia desconocida que formaban la contaminación acumulada de hace antaño, chocó con el vidrio de los gigantescos invernaderos y murió allí, fallando en su intento de contribuir alguna luz cálida a la iluminación artificial. En reemplazo del sol, el centenar de lámparas neón alimentaba las plantas de superalimentos que crecían en macetas eficientes, ordenadas en filas como si fueran soldados.

Aquí realmente se podía observar el crecimiento de una planta, no en velocidad acelerada, en tiempo real. Un ejército botánico, preparado para reemplazar cualquier pérdida que hubiera sufrido.

Todas las naciones habían festejado ese invento tan anhelado y necesario, desde que había vuelto imposible cultivar la tierra en el aire tóxico de afuera. Festejaron, hasta que se dieron cuenta que el Inventor de ese sistema novedoso no tenía la mínima intención de compartir su invento con el resto del mundo.

—¿Quién soy? ¿Cristo, que comparte el pan con los pobres? ¡Ridículos! —había dicho, según las leyendas.

Era irónico, que ahora se había convertido en un estilo de dios, habiendo inspirado a un movimiento religioso entero, creado para satisfacer su hambre, y el de sus seguidores.

Lógica consecuencia también era la guerra mundial que seguía. Fue fuerte. Fue feroz. Fue corta. Se lograron muchos avances tecnológicos, también muchos retrocesos filosóficos. La filosofía, la moral, son para las personas que tienen tiempo de preocuparse por ella. 

Sombra, la chica que se estaba moviendo entre las macetas como si la brisa artificial del invernadero la estuviera empujando, definitivamente no tenía tiempo para estos pensamientos. Tenía que sobrevivir. Sabía que todos tenían que morir en algún momento. Pero hoy, para ella, ese no era el día. Estaba segura.

Avanzó en silencio sobre su patineta, concentrando todos sus sentidos, los biológicos y los artificiales, en su alrededor. Esquivó una cámara infrarroja con facilidad, dobló hacia la derecha, saltando fuera del rango de unos sensores de movimiento y frenó bruscamente.

El Fruto de la Vida. S5-23-Vit. Un solo fruto, conteniendo todas las vitaminas que el ser humano necesitaba para sobrevivir. Hasta la vitamina D, que se decía que antes solo se podía obtener dejándose tocar por la luz solar.

Con reverencia, Sombra estiró una mano y acarició el fruto. Cayó en sus manos y al instante el espacio que dejó se llenó de flores. Un grupito de Polinizadores se acercó con un zumbido y cada maquinita roció un líquido fertilizante sobre la flor que se cerró en un bulbo que pronto se iba convertir en otro S5-23-Vit. Sombra se quitó la mochila y empezó a llenarla. Un par de estos frutos, y tenían la semana resuelta.

Uno más y… ¡El sensor! La Sombra aguantó la respiración. Antes de que tuviera tiempo para darse vuelta y desaparecer entre las ramas bien ordenadas sintió un pellizco atravesando su armadura de cuero a media altura de su espalda. Su corazón dio un salto, reaccionando a la repentina descarga de energía. Sus pulmones soltaron el aire que les quedaba en un empujón. Emitió un grito apagado, sin poder evitarlo. Sus manos ya no podían mantener la mochila que se cayó al piso y repartía los frutos valiosos por todas las direcciones. Perdió la consciencia antes de chocar con el suelo.


Le costó abrir los ojos. La luz le incomodaba. Su corazón latía irregularmente, aún asustado por el choque que había recibido. No importaba, no hacía falta abrir los ojos para saber qué había pasado.

La Guerra había destruido todo, salvo los domos invernaderos del Inventor. Hasta en esta guerra más feroz el humano había sido lo suficientemente inteligente como para no destruir su única chance de supervivencia, a pesar de que se estaba eliminando a sí mismo en el proceso. Pronto, lo único que quedaba eran los domos, sus sistemas de seguridad y los edificios derrumbados, iluminados por las infinoluces que nunca se apagaban, pero creaban sombras que permitían a cualquiera que no quería ser visto moverse por lo que quedaba de la ciudad. Nadie sabía qué había fuera de la civilización. Nadie de los sobrevivientes se animaba a investigarlo. Los humanos que habían superado la guerra se dividían en dos clases. Los sobrevivientes, cómo Sombra y su familia, y los Inventoristas, los seguidores del gran Inventor, cuidadores de su Invento, el Paraíso. Defensores de sus Patentes y fieles creyentes de su Filosofía. 

Daban pena, en realidad. Seguían cuidando la idea de un muerto que había estallado la guerra más horrible de todas, tan horrible que había borrado la historia en sí. También eran peligrosos.

Uno de ellos pateó a Sombra en el estómago. Sin querer, gritó de dolor. Trató concentrarse para ayudarle al marcador de pasos a retomar el poder sobre su corazón.

—Despierta, ladrón —gruñó el dueño del pie que le había quitado el aliento recién recuperado.

—No soy un ladrón —logró decir y sonrió—, soy una ladrona.

Nadie se rio. El concepto de géneros ya no importaba en esa secta. Todos servían al gran Inventor. Todos eran iguales. El individuo desaparecía en el grupo.

—Robaste el Fruto de la Vida. Robaste el fruto prohibido. Tienes que jurarle lealtad al gran Inventor, o el Inventor te aceptará como su ofrenda.

Al fin logró abrir los ojos, los latidos de su corazón habían retomado el paso normal, sin interrupciones. Chequeó el estado de sus otras instalaciones. El choque eléctrico había afectado su detector infrarrojo, pero solo hacía falta unos ajustes para poder arreglar eso. Decidió apagar la función por ahora, igual ya la habían descubierto. El detector ultrasónico dio unas señales confusas. Intentó activar al comunicador, pero ese también había muerto con el golpe eléctrico.

Bien, tenía que confiar en sus instintos biológicos entonces.

Seguía tirada en el suelo polvoroso, recostada sobre un lado y un brazo que empezaba a doler. Le picaba el punto en su espalda donde la habían chocado, pero no se animó a intentar a rascarse o cambiar su posición a algo más cómodo. Cualquier movimiento repentino podría inspirar un ataque.

A su alrededor se habían parado varias personas, vestidas en telas creadas de las mismas plantas que crecían en el invernadero. Desde hace años que no habían salido del domo vidriado. Detrás de las piernas de uno vio su mochila, aún semi-llenada con los frutos. Quizás todavía había una chance. Necesitaba ganar un poco de tiempo.

—¿Qué? —dijo.

—¡Le jurarás lealtad al gran Inventor! —repitió la voz de antes. Un cinto rojo le cubría el pecho. El igual entre los iguales. Todos necesitaban un líder. Todos necesitaban a alguien que les dijera qué hacer. También aquellos que se proclaman iguales ante su dios.

—No —contestó Sombra, mientras buscaba una salida. Era arriesgado. Muy arriesgado. Y si lo lograba… El resultado podía ser horrible.

Los murmullos de los Inventistas llenaron el domo. Eso era impensable. Nadie denunciaba la lealtad al gran Inventor. Nadie se atrevía.

—¡Entonces el Inventor aceptará tu ofrenda!

—No.

Sombra estaba segura ahora. Se lo merecían. Era un sacrificio, era peligroso. Pero era la única chance que tenía. Se levantó lentamente, aprovechando la confusión de los presentes. Era más chica que los Inventistas. Quizás por eso no le tenían miedo. Tontos.

—El Inventor me envió, para darles esta gran noticia —proclamó, mientras la segunda parte de su mente se concentró en la única instalación que seguía funcionando.

Curiosos la observaron, los ojos agrandados, las pupilas dilatadas. Sombra había escuchado suficiente sobre esa religión para poder fingir bien.

—Vengo para anunciarles que este no es el paraíso que el inventor eligió para ustedes. Me envió para ponerlos a prueba y han comprobado su valor defendiendo su creación. Vengo para llevarlos al Paraíso 2.0.

Levantó las manos, los dedos estirados, pequeñas lámparas se encendieron en sus puntas. Tiró una mirada por su hombro, suficientemente rápido para no llamar sospechas, pero suficientemente firme para reconocer el breve punto rojo iluminado al otro lado del vidrio. 

Movió sus manos con los dedos estirados hacia abajo, creando un semicírculo de luz.

Ahora. 

No era un ruido, era la falta del mismo que causó inquietud en la multitud. Era un silencio tan fuerte que se sentía en la piel. Las luces se apagaron y bañaron el domo y su bosque artificial en oscuridad. Sombra se tiró para adelante, se deslizó entre las piernas de sus captores, agarró su mochila, la cerró para evitar que cayeran más frutos, y empezó a correr. Buscó cubrirse debajo de las hojas gigantes de una planta híbrida, cuando el ruido le siguió al silencio. Miles y millones de vidrios se quebraron cientos de metros arriba de su cabeza y los pedazos filosos cayeron como proyectiles, destruyendo todo lo que hubiera en su camino. Sombra se envolvió con las hojas gigantes y cubrió la mochila con su cuerpo. Pocos segundos después todo había terminado.

Una brisa natural con olor a cloaca y polvo le avisó que se podía levantar. Salió de su escondite y volvió a encender las luces de sus dedos. Fueron reflejados por miles y miles de pedacitos de cristal de distintos tamaños que habían agujereado el suelo y cualquier planta a su alrededor. Sombra levantó la mochila y esquivando los vidrios con cuidado emprendió camino. Cruzó el lugar del cual había escapado. Los Inventistas yacían en el suelo, igual de agujereados como las plantas que habían intentado proteger. ¿Quién sabía? Quizás sí habían llegado al paraíso.

Su hermana la esperaba en la salida. Volvieron en silencio a la base. Tiempos atrás, antes de la guerra, había sido un estilo de templo. En las dos puntas del campo gigante todavía se veían los pozos en el piso donde se ponían los arcos grandes. Se decía que en ellos se colgaba una red. Pero tanto los arcos como las redes habían desaparecido hacía mucho tiempo, para ser convertidos en alguna herramienta o un fuego caliente a la noche. Lo que quedaba era su base, “la cancha”, un espacio grande de tierra seca, rodeado de una edificación redonda escalonada. La protección perfecta contra los vientos ácidos.

Mamá salió de la cabaña construida en el centro de “la cancha”, y rodeada de pequeños plantines.

—¿Los consiguieron?

—¿Los frutos? Si —confirmó Sombra y dejó a su hermana que contara lo que había pasado.

—Cuando vi las luces sabía que no había otra opción —comentó—, lancé el EMP y el golpe Ultrasónico.

—¿Entonces el domo está destruido?

Las hermanas lo afirmaron. El último domo había sido destruido y con él, los últimos Inventistas. Volvieron al silencio. Mamá suspiró.

—Bien. Veremos si logramos plantar estos frutos entonces. Es tiempo de que se adapten a la vida real fuera de los domos.

Les guiñó un ojo.

Todos tenían que morir en algún momento. Pero hoy, para ellos, ese no era el día.



Julia Wobken (Berlín, 1991) es una escritora intercultural que entrelaza su herencia alemana con su vida en Argentina. Criada en el norte de Alemania, visitó por primera vez Argentina en 2010 y, tras un fuerte vínculo con el país, se radicó en Buenos Aires en 2016, donde vive, trabaja y escribe desde entonces.

Desde muy pequeña se formó rodeada de libros y desarrolló una temprana pasión por la escritura, que la llevó a ganar su primer concurso literario a los 13 años. En 2023 publicó su primer libro, Un puente, y en 2025 lanzó la edición en alemán, Eine Brücke. Ese mismo año participó en la antología Poesía Cabreada, publicada por la Editorial Alectrión (Ecuador).


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