—¿Estamos ya en Pueyrredón? ¿Cuánto falta?
Tiene el tono de voz más alto y pronunciado que cualquier otro pasajero.
Nosotras nos miramos las caras, inseguras de si responder o no.
Finalmente soy yo la que habla. De todas formas, venía igual de perdida en el camino de ida por la ignorancia del recorrido en una base diaria.—¿Pueyrredón? No —me giro para ella, que sacude la cabeza—, no. Todavía falta.
Alzo la vista hacia el mapa que lee una a una las paradas en frente nuestro, aunque él no lo pilla. Entonces la miro a ella y sé que estamos pensando lo mismo: no está perdido, sino borracho.
De Alem a Florida y de Florida a Carlos Pellegrini, una y otra vez, el hombre, que no tiene aspecto de pasar de la base tres, pregunta:
—¿Estamos en Pueyrredón?
Y otro tonto (bonachón) de turno se encarga de decirle que no, que no estamos en Pueyrredón, que faltan algunas estaciones y que el recorrido lo tiene justo en frente. Mira hacia dónde le dicen y achina los ojos y todavía no consigue hacerse del sentido en el que está yendo el tren. Así de mal iba la cosa.
Alguna vez me habré emborrachado hasta ese punto, pero tuve la suerte (o la decencia) de tomar un taxi para evitarle el mal trago al resto.
Cambiamos de asientos en caso de que el asunto se ponga violento. El tipo va solo y nadie sabe si es que está en todos sus cabales como para ser un borracho inofensivo —hablador, pero inofensivo en fin— o el peor de los peligros. También están los más grandes que van hartos de tanta preguntadera y el olor a fernetcola que desprende y entre esos uno larga:
—¿Cómo lo dejaron subir a este?
A lo que el tipo responde:
—¿Llegamos ya a Pueyrredón?
Hay quienes ríen, los que entornan los ojos y los que utilizan estos mismos para registrar el vagón a ver si no se trata de uno de esos experimentos sociales, de esos de cámara oculta, que a la hora de merendar aparece en el TBS o en los bancos mientras buscan tenerte lo suficientemente entretenido para que no reclames demoras o malos tratos.
Nosotras no hacemos mucho más que cuestionarnos el final de la historia, que sabremos ni bien lleguemos a Pueyrredón.
Sin embargo, en un momento dado, dice:
—¿Esta es Uruguay? —justo un segundo más tarde de haber anunciado la estación en la cabina.
—¿No que se iba a Pueyrredón? —pregunta un amigo a otro en un susurro para nada discreto. Pero el hombre está ebrio, no sordo, a lo que agrega:
—¿Es Uruguay, Paraguay?
Le falta de por medio un «lo mismo que», pero se sobreentiende.
A la media le hace gracia el espectáculo, y admito haber soltado una risa yo también. Pero después me pongo a pensar, conforme el tren se va estacionando en Pueyrredón, bajamos y, el tipo en cuestión va detrás nuestro de mano de algunos pasajeros generosos (o en extremo amenizados) hacia la salida, que si en vez de ser un simple borracho no será un filósofo de los grandes un pelín descarrilado. Es lo de «¿es Uruguay, Paraguay?» el detonante de mis propias interrogantes. ¿Es Uruguay, Paraguay? No.
Pero hay quiénes creen que Uruguay es una extensión de la Argentina, así que habría que ver si su duda no sería el inicio de un debate sobre fronteras y el creciente flujo de migración entre un montón de leídos en una cantina un jueves por la noche, la oración con la que arranca un estudiante su tesis sobre esta misma problemática o, en su base más simplista, la locura de un borracho en un tren.
En esta ciudad pasan cosas. El otro día vi a mi vecino prenderle fuego a su departamento y pasar a alertar a su arrendador sobre un incidente de autoría anónima. Nada mayor, le dijo, pero que estaba preocupado por la seguridad del edificio si es que podían irrumpir en su piso así como así.
Más tarde me dijo que recreaba una escena del Club de la Pelea para su taller de actuación pero que prefirió no avisar a la policía, solo por si se le iba la olla. Literalmente.
También está aquel grafiti del edificio de construcciones de en frente que lee: «soy un culo sucio, no me baño». Este pintor (porque son cientos, sino miles, que abundan en la ciudad difundiendo el mensaje) lo lleva escribiendo reiteradas ocasiones durante un mes y medio, pese a que a la mañana siguiente amanece como nueva la pared que actúa como lienzo.
Una ocasión volvía tarde de lo de una amiga y lo pillé, como dirían los adultos, con las manos en la masa. Se detuvo, me miró y dijo:
—Yo sí me baño —haciendo alusión a su arte—. Macri no se baña.
Macri no se baña.
Sobre las dos de la mañana de un sábado, íbamos sentadas con un grupo de amigas tomando en las afueras de la pensión, dado que no se podía hacerlo dentro. Un vehículo que va repleto de hombres (o un machocar) cruza a toda prisa la avenida y se estaciona a pasos nuestros. Nos saludan. El miedo es inmediato, y con razón. Mas lo siguiente que pasa es que a través de la radio suena Firework de Katy Perry y los tipos cantan a tono y de memoria la letra.
Ahora es la risa la que no demora en salir, la nuestra.
Y podría contar el caso del carnicero, y el de la profesora a la que se le prende fuego la moto (aunque esta se la he robado a una amiga, no puedo negar que un imán para pirómanos tengo) cada que da cátedra y mil personajes más. No es que no haya una buena ración de cuerdos. Es más, seguro que el número es más alto. Pero esos no son divertidos de leer y mucho menos de escribir. Aunque claro: también hay que tomarlo de una persona que lee a Burroughs y a Bukowski y a Kerouac y el único libro que hizo Cassady.
Filósofo, genio, político o simple borracho, o todas las anteriores, el chico del tren resbala varios escalones en su intento por abandonar la línea, aún cuando sus nuevos amigos procuran sostenerlo firme.
Definitivamente era cosa del TBS, pienso yo.
Barbara Kate
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