Para evitar el calor nada mejor que cortar camino por un sendero que, junto a un pequeño bosque de pinos, cruzaba en diagonal el campo adyacente a la fábrica. Pasto, ramas caídas, sombra y el sonido de los pájaros eran la compañía necesaria para tomar fuerzas y soportar la larga jornada. De pronto un rayo de luz se reflejó en sus ojos; no era producto de mirar directo al radiante astro, sino el destello de un objeto escondido entre la hierba. Sigiloso —en puntas de pie— descubrió una antigua damajuana verde, recubierta en dos tercios por mimbre, con asa y un gran corcho en el pico. Adentro algo se movía: una especie de neblina parecía darle vida a su contenido; apoyó sus rodillas en el pasto y la observo, sin tocarla, hasta que se animó a tomarla con sus manos; el vidrio estaba frío, ¿su contenido sería acaso algún gas? Tuvo ganas de destaparla, mas sintió temor; ¿y si el gas explotaba? ¿O sería tóxico? La dejó en el mismo lugar en que la encontró y siguió su marcha hacia la fábrica.
Metros adelante se detuvo: un pensamiento cruzó por su mente y le hizo regresar sobre sus pasos. Tomó la damajuana con una mano y con la otra comenzó a mover el corcho; se produjo efervescencia en su contenido. Pensó que sería dificultoso descorcharla, sin embargo ni bien lo intentó el tapón cedió, y si no fuera porque lo sostenía con su mano, hubiera salido disparado. Oscar cayó al suelo, con la damajuana abrazada a su cuerpo; no podía creer lo que observaba: el gas salió despedido y en forma de nube cubrió el sendero. Al disiparse apareció ante sus ojos una figura gigantesca: bastante más de dos metros de alto, piel negra, turbante en la cabeza, pequeña barba en la pera y un largo y fino bigote estilo Salvador Dalí; su torso desnudo, al igual que sus piernas, y un mawashi —cinturón utilizado por los luchadores japoneses de sumo— cubría su cintura. Sus pies se confundían con la niebla que salía del recipiente; parecía no necesitarlos, pues… ¡flotaba!
—Gracias por haberme liberado mi amo; en compensación le daré tres deseos. Mas como soy un buen genio, no los podrá pedir juntos: muchos lo hacen sin pensar y se arrepienten toda la vida. Pedirá uno durante tres días consecutivos. Y yo seré libre.
Luego de pronunciar estas palabras, el genio cruzó sus brazos sobre el pecho y en silencio miró a su liberador. Oscar estupefacto no podía emitir vocablo alguno: lo que sucedía no era un sueño, la damajuana vibraba en sus brazos, y temía que si la soltaba se podía terminar ese mágico momento. No obstante el genio seguía ahí, en espera de la orden para concederle su primer deseo. Miró el reloj y recordó que debía seguir su camino al trabajo; entonces se decidió en el momento: Paola, su mujer, tenía las extremidades del lado derecho casi inmovilizadas, ya que sufrió un ACV del que nunca pudo recuperarse.
—Deseo que mi mujer se recobre de las consecuencias del Accidente Cerebro Vascular que tuvo hace unos años —lo dijo fuerte, para que no queden dudas.
—Deseo concedido mi amo; lo espero mañana —respondió el genio; de inmediato su figura se mezcló con la niebla y retornó a la damajuana. Oscar colocó el corcho y la ocultó debajo de los arbustos: no fuera cosa que alguien la descubriese.
La jornada en la fábrica fue muy larga; se extendió incluso hasta entrada la noche: varios obreros —entre ellos Oscar— cumplieron horas extras, puesto que se acercaban las fiestas y era necesario tener dinero. Sumadas al aguinaldo, le permitirían al fin poder construir ese largo tapial que separase su patio del terreno de los vecinos; no es que éstos fueran mala gente, sino que un buen muro otorgaría la privacidad y tranquilidad necesarias para poder disfrutar al menos de estar sentados allí en las calurosas noches de verano que se aproximaban.
Apresurado caminó —en realidad debería decirse que, a pesar del agotamiento, trotó— las cuadras que separaban a la fábrica de su vivienda. Al doblar en la esquina encontró a Paola en la puerta de la casa, la que al verlo emprendió una carrera que la depositó en sus brazos: ella corrió, lo que no podía hacer desde antes del accidente. Lo abrazó y lloraron en silencio. Tal era su alegría que Oscar nada comentó acerca del genio de la damajuana que liberó; prefirió guardar el secreto, y dejar que Paola creyese que la recuperación era resultado de los ejercicios que le mandó la kinesióloga.
A la mañana despertó alarmado: por la noche el cansancio lo había vencido y no alcanzó a pensar en cuál sería el segundo deseo a pedir. Aunque quedaba claro que no quería vivir más en la pobreza; era hora de poder disfrutar de la vida. Con la recuperación de Paola había comprobado que el genio no era alucinación ni farsa; sería cuestión de meditar la manera de formular el segundo deseo. En el trayecto a la fábrica escuchó el sonido del motor de un coche; a su lado pasó un moderno Mercedes Benz color verde metalizado —conducido por un chofer con camisa blanca y corbata— en el cual se trasladaba Mauricio Noble de Hoz, el dueño de la fábrica en la que trabajaba. Con su traje negro —usarlo solo era posible debido al aire acondicionado que lo protegía del calor— el patrón ni siquiera desvió la vista al costado del camino, inserto en la lectura de un diario. Oscar dedujo que Don Mauricio —así acostumbraban llamarlo— buscaba información para mejorar la situación de la empresa y de los trabajadores.
Ingresó al sendero en busca del genio; la damajuana permanecía escondida entre el follaje y marcada con una rama. Al destaparla apareció la imponente silueta que, con dos dedos de su mano derecha en V, le indicó que debía demandar el segundo deseo. Sin reflexionarlo respondió:
—Quiero ser el dueño de la fábrica.
—Segundo deseo concedido mi amo; lo espero mañana con el último —contestó el genio, y raudo volvió a su prisión. Después de colocar el corcho y esconder el botellón entre los arbustos Oscar, sin notar cambio alguno, caminó hacia la fábrica.
Frente al portón principal el guardia de seguridad se irguió y con voz firme lo saludó:
—Buen día Sr. Olmedo.
Cosa extraña, ya que acostumbraba a mirarlo con repugnancia. Metros adelante se topó con una empleada administrativa que se dirigía a la entrada, quien lo saludó sonriente. En ese momento Oscar se dio cuenta que en lugar de su acostumbrado mameluco azul lucía un traje gris oscuro, y que la mochila con sus pertenencias que colgaba de sus hombros había sido reemplazada por un portafolio de cuero negro en su mano derecha.
—Por aquí Sr. Olmedo —le indicó el ascensorista a la vez que abría la puerta del elevador y apretaba el botón del piso cinco.
Lo recibió Mabel, la rubia secretaria —cuarenta años, alta y delgada—, quien lucía zapatos con tacos finos y minifalda con un pronunciado tajo en su lateral derecho. Luego de cerrar la puerta le dio un beso en la mejilla.
—Buen día Sr. Oscar, hoy tiene una jornada atareada.
Tras escuchar el listado de las reuniones programadas entró a su oficina, cerró la puerta y se sentó en el confortable sillón giratorio. Desde el amplio ventanal se podía contemplar la mayor parte de la fábrica, y más allá de ella el bosque —el mismo donde al liberar al genio Oscar logró cambiar su vida— que lo separaba de la ciudad. Mientras degustaba el café que le llevó la ordenanza, con las piernas apoyadas en el escritorio, pensó en que gracias a destapar la damajuana ya no pasarían necesidades en su casa. Tendría que encontrar la manera de explicarle lo sucedido a Paola, y planificar juntos un futuro diferente al que se habían resignado a tener. Entretenido en sus abstracciones de repente escuchó por el intercomunicador la voz de Mabel que anunciaba la presencia del equipo legal y contable con el informe del balance anual. Se puso nervioso. ¿Qué podría él decir sobre la marcha de la empresa?
Ingresaron. A continuación de los saludos comenzó la lectura del informe. Muy interesante: ganancias, beneficios, dividendos y mucho lucro; nada de pérdidas o algún tipo de déficit. El futuro de la empresa era alentador. Oscar se tranquilizó y hasta esbozó una breve sonrisa, la que rápido se esfumó: alguien pronunció la palabra adulterar, en ella residía la clave. Adulterar, en especial lo concerniente a los obreros. El jefe contable expresó:
—Como Ud. lo ordenó Sr. Olmedo, incrementamos la maximización de ganancias a costa de eliminar gastos ocasionados por las cargas laborales.
Explicó que implementarían el cobro, a precios sobrevaluados, de la vestimenta que se les entregaba —antes de manera gratuita— anualmente a los obreros: mameluco, guantes, botas y casco protector. Se les descontaría un nuevo seguro y no se pagaría el premio anual por buena asistencia; además, en algunos casos se liquidaría con errores el medio aguinaldo: en definitiva, nadie cobraría las horas extras que trabajó en diciembre, ya que los descuentos serían equivalentes al importe de estas horas y parte del aguinaldo —al escucharlo Oscar pensó que no podría construir el tapial; pronto se calmó: no lo necesitaría, ahora era millonario y tendría una mansión—. Proseguirían con las exitosas medidas que habían puesto en práctica a principio del ejercicio anual: no realizar la totalidad de los aportes jubilatorios y de la obra social; tampoco abonar los seguros por accidente de trabajo, y pagar coimas al gremio y a sus delegados así no interceden en los conflictos con los obreros. También continuaban los contratos por pocos meses que evitaban el ascenso a planta permanente a los nuevos trabajadores; a los que tenían algunos años en la empresa los obligaban a renunciar para luego ser recontratados, y despedían a los obreros con mayor antigüedad. De esta manera, la empresa aumentaría el superávit anual.
Fin del informe.
Al retirase el equipo de asesores Oscar se hundió, angustiado, en su sillón. Sus compañeros, con los que durante años compartió el trabajo y parte de sus vidas, eran engañados. La ilusión de cobrar unos pesos extras —producto del sacrificio de un mes de faena fuera del horario normal— para poder paliar alguna de sus innumerables necesidades terminaría en una gran desilusión. El dueño de la fábrica, al que tanto admiraba y que con su esfuerzo cuidó sus intereses —pues siempre creyó que eran los intereses de todos— los estafaba. Y lo peor: ahora el patrón era él. Absorto en sus pensamientos, se sorprendió al escuchar a su secretaria cerrar la puerta; ella se acercó, lo acarició y arrodillándose en el piso bajó el cierre de su pantalón. Pero Oscar no estaba ahí; por su mente desfilaban Paola, el tapial, sus compañeros, la palabra del jefe contable, los recibos con los sueldos miserables, la damajuana oculta en el bosque y el genio que liberó.
—Estás tensionado querido, tendrías que salir al parque a despejarte. —Tras sus palabras, Mabel se incorporó y salió de la oficina.
Se sintió descompuesto; ingresó al pequeño baño privado del estudio con los segundos justos para acercar su cara al inodoro y vomitar. Se lavó y regresó; arrojó su saco y la corbata al sillón, salió presuroso —algo le comentó la secretaria, mas ni siquiera la escuchó— y se metió en el ascensor. Descendió en la planta baja, y sin contestar el saludo de los que se le cruzaron —sorprendidos al verlo retirarse a media mañana— fue directo a la salida. Caminó hasta el sendero que se internaba en el bosque; allí se entretuvo con los teros que planeaban entre los árboles. Escuchó sus gritos y observó sus piruetas; después tomó la decisión. Se levantó y continuó la caminata; le costó reconocer el lugar en el cual ocultó la damajuana: no era lo mismo identificarlo camino a la fábrica que al regreso de ella. Al fin, no sin esfuerzo, la encontró.
—El trato es tres deseos en tres días consecutivos mi amo —le dijo inexpresivo el genio. Oscar no aguantó más; con lágrimas que brotaban de sus ojos intentó explicar lo sucedido en esas pocas horas que estuvo en la fábrica. Primero pidió, luego reclamó y al fin exigió que se cumpliera en ese mismo momento —y no al día siguiente— su tercer deseo.
—Tercer y último deseo concedido mi amo, ya soy libre —expresó el genio entretanto observaba que, sin mediar palabra alguna, Oscar regresaba ofuscado rumbo a la fábrica por el mismo camino que había llegado.
El guardia de seguridad lo recibió con su acostumbrada cara de pocos amigos; al verlo lo increpó:
—¡Tarde Olmedo! ¿Estaba lindo para dormir?
Oscar ni lo miró y se internó en el galpón; notó que vestía el mameluco y la mochila colgaba de sus hombros. En el taller se percibía la tensión; alrededor del torno mecánico se hallaban reunidos una veintena de operarios.
—¡Despidieron a Villa y a Zapata! —gritó la flaca Mendieta al notar su presencia. Villa y Zapata, dos de los obreros con mayor antigüedad en la fábrica.
Oscar pidió silencio:
—Les voy a contar lo que me enteré de buena fuente. —Y comenzó con su relato.
Mauricio Noble de Hoz se estiró en su cómodo sillón presidencial; en la computadora sonaba New York, New York en la voz de Frank Sinatra; era medio día, sus pensamientos se debatían entre pedir que le trajeran el almuerzo a la oficina o festejar el informe con los datos del superávit de la empresa en un buen restaurant. Se decidió por esto último. De paso invitaría a su secretaria, que bien ganado se lo tenía por el esmero que ponía en sus tareas; terminado el postre podrían ir a un motel bastante discreto que se encontraba en las afueras de la ciudad. Entusiasmado se acercó al espejo, ajustó el nudo de la corbata, prendió los botones del saco, y se dirigió al despacho de Mabel.
Al abrir la puerta, se topó con una comitiva de obreros con sus sucios mamelucos azules; la esbelta rubia solo atinó a decir que habían tomado la fábrica. En el suelo, dos guardias de seguridad atados y amordazados: sus armas estaban en manos de los trabajadores. Oscar miró al empresario a los ojos, estiró su brazo y le entregó un petitorio con varias demandas —entre ellas el pedido de los libros contables, incluidos los comprobantes de los pagos de aportes jubilatorios, obra social y seguros— y la exigencia de la inmediata presencia de la prensa y del Ministro de Trabajo. Cinco obreros quedaron con la secretaria y los guardias, y tres entraron con Noble de Hoz a la oficina. Al mismo tiempo que el empresario llamaba urgente por el intercomunicador al equipo contable, los trabajadores se acomodaron en los sillones. Desde el teléfono celular de uno de ellos, Quilapayún y Que la tortilla se vuelva reemplazaba a Sinatra.
Mientras tanto el genio, con una sonrisa y damajuana en mano, flotaba por los bosques en busca de otros mortales a quienes liberar.
Juan Luis Henares nació en 1963 en Paraná, Argentina; desde 2012 reside en Colonia Avellaneda. Profesor en Ciencias Sociales. Sus cuentos han sido publicados en antologías, revistas y webs de Argentina, Cuba, México, Uruguay, Venezuela, Colombia, Guatemala, Chile, Perú, España, Alemania, Canadá y Estados Unidos. En 2018 fue publicado su primer libro: Lápiz clandestino. Actualmente prepara el segundo.
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