Para escuchar conviene callar. No solo obligarse a un silencio físico que no interrumpa el discurso ajeno (o que, si lo interrumpe, lo haga en función de una escucha posterior), sino también a un silencio interior, o sea, a una actitud dirigida a acoger la palabra ajena.
Hay que imponer silencio al trajín del propio pensamiento, calmar el desasosiego del corazón, la agitación de las preocupaciones, eliminar toda clase de distracción.