El «Chenard et Walcker» resplandecía bajo el hermoso sol de aquel junio de 1940, y resplandecía aún más porque estaba rodeado por una nube de vehículos polvorientos y ruidosos que lo seguían o lo precedían y, a veces, lo adelantaban por el otro carril. Toda esa caravana se arrastraba por una carretera nacional convertida en demasiado estrecha y jalonada por algún que otro árbol delgado
y grisáceo; una carretera nacional acribillada de cuando en cuando por las ráfagas furiosas y coléricas de los «Stukas» y, de modo continuado, por los rayos igualmente violentos de un sol de castigo.
—Realmente, es la hez del parque automovilístico francés —hizo notar Bruno Delors, el más joven y también el más snob de los cuatro personajes que se sentaban en la parte trasera del coche.
—¡Claro! Todas las personas decentes se fueron hace más de ocho días —declaró Diane Lessing, que era la de mayor edad, la más rica y, por ende, la más autoritaria.
Consideraba que hallarse en esta caravana, en pleno desastre, era de tan mal gusto como un retraso en la sesión inaugural de Bayreuth, y su voz reflejaba esa severidad.
—Una semana en verdad espléndida, sí —apoyó Loïc Lhermitte, miembro del Quai d’Orsay desde hacía treinta años y que intervenía en función de ello. No aportaba más que un punto de vista táctico por lo que respectaba a su huida de la capital, y en ese punto de vista, al igual que en todos sus juicios, cualquier criterio le parecía preferible al moral.
—Todo es por mi culpa —gimió la cuarta persona, Luce Ader, que tenía veintisiete años, un marido riquísimo y ausente y, debido a ello, a Bruno Delors por amante desde hacía dos años.
Acababa de ser operada de apendicitis, algo fuera de lugar a los veintisiete años y más aún en junio de 1940. Una apendicitis que había retrasado tanto su salida de París como la de sus amigos y la de su amante.
Diane Lessing había esperado la llegada, en su biplano, de un viejo amigo, un Lord inglés que sin duda había sido movilizado antes de emprender el viaje y no se había presentado. Asimismo, Loïc Lhermitte, que iba a viajar en el coche de una amiga, había tenido que renunciar en el último minuto porque un pariente más cercano o un personaje más importante había ocupado su plaza. Ambos, Loïc y Diane, en un París sin tren, sin coche y sin medio de locomoción, habían sentido crecer su afecto por Luce hasta el punto de esperar el término de su convalecencia y de no subir a su soberbio «Chenard et Walcker» hasta el último momento, al mismo tiempo que su amante. Como consecuencia de todos estos azares, rodaban actualmente hacia Lisboa, donde les esperaba el marido de Luce y, como recompensa por su abnegación, una litera para cada uno en el barco fletado por Ader con destino a Nueva York.
—No, no. Cómo va a ser culpa suya, querida —exclamó Diane—. No se mortifique con remordimientos estúpidos, Luce. No podía usted hacer nada —añadió con una pequeña sonrisa que reflejaba su propio mérito.
—En cualquier caso, ya se lo he dicho antes, Luce: de no ser por usted, me vería a pie —remachó Loïc Lhermitte.
Hacía ya mucho que era consciente del interés de estas confesiones miserables, las cuales, en el momento, le proporcionaban felicitaciones por su soma y su ingenio, y más tarde, si era preciso, le permitirían ser felicitado por su honestidad. Su frase hizo sonreír a Diane y a Bruno, que a veces olvidaban que Loïc, que carecía de fortuna, en ocasiones era tratado como si fuera una cantidad despreciable por la sociedad que frecuentaba.
Por otra parte, Loïc sentía bastante afecto por Luce Ader y habría hecho muchas cosas por ella, incluido el permanecer en su cómodo apartamento mirando cómo desfilaban los regimientos alemanes, a los que, por otra parte, temía considerablemente.
—¡Vamos, Luce! —exclamó Bruno—. ¡No seas pérfida! Lo sabes perfectamente: no es sólo tu belleza lo que provocó que Diane rechazara el avión de Percy Westminster. Lo sabes. Además, la comprendo: considero que esas avionetas privadas son horriblemente peligrosas.
Bruno Delors era hijo de una buena familia que se había arruinado recientemente. Así, experimentado y apegado a todas las convenciones del esnobismo hasta quedar hechizado por ellas, pero desprovisto de los medios materiales para seguirlas, se había proclamado gigoló con la agresividad y la convicción de quien busca el desquite, y nadie se había atrevido a decirle que aquél no era un oficio en el que pudiera prevalecer. Ésa era la razón por la que trataba mal a las mujeres de las que obtenía su subsistencia; era como si, al robarles con mayor o menor éxito, no hiciera más que recuperar lo que la sociedad le había hurtado a su familia.
Durante los dos años que había vivido con (y de) Luce Ader, había perdido parte de sus bríos. La inocencia de Luce, su ignorancia absoluta acerca de lo que significaba el dinero y el orgullo, le impedían ser tan brutal con ella como gustaba de serlo con otras. Naturalmente sentía rencor hacia ella, pero ¿cómo enfrentarse a alguien que no sabe que «posee»? ¿Cómo robar a quien lo da todo? A falta de relaciones de fuerza, se mostraba de mal humor o simplemente desagradable, lo que sorprendía en un muchacho que hasta entonces sólo había sido arribista, despreocupado y aguafiestas.
Así, imprudentemente se permitía con Diane unas insolencias que Luce hubiera tolerado, pero en absoluto la célebre señora Lessing.
—¿Pretende usted decir que he esperado a Luce por miedo al avión? Tendrá que reconocer que habría sido un cálculo muy tonto, con esos «Stukas» que nos ametrallan continuamente.
—No pretendo nada de nada, mi querida Diane —dijo Bruno alzando las manos—. ¡Dios me libre! Jamás he pretendido nada de usted. Y espero que lo lamente —añadió.
Le dedicó un guiño a Luce. «Pobre desgraciado», pensó Loïc. Diane sonrió amablemente, con la mirada perdida.
—Por lo que a mí respecta, no será Dios quien le libre, sino yo. En primer lugar, ya no tengo edad para estas… distracciones… y, además, siempre he preferido los hombres delgados…
Se rió. Bruno se echó a reír con ella:
—Confieso que jamás he pensado en seducirla, Diane; ni siquiera si usted fuera la parte contratante.
—¡Qué equivocado está, Bruno! Recapacite: dentro de diez años por ejemplo, yo seguiré teniendo la misma edad, setenta años en el peor de los casos. Pero usted ya tendrá cuarenta, ¿no? Y no sé si será suficientemente joven para mí, mi amado Bruno, con cuarenta años. Se envejece mucho más a su edad, y con su ocupación, que a la mía y con la mía. Créame…
Y con aire compasivo añadió:
—Comprenda que es muy agotador eso de tener que gustar durante tanto tiempo.
Se produjo un silencio. Bruno se había ruborizado y Luce, que no entendía —o que fingía no entender una vez más, por cobardía o por aburrimiento (Loïc aún no había descubierto cuál era la hipótesis correcta)—, se puso a ladrar como un perrito importunado.
—Pero bueno, ¿qué ocurre? No os sigo… ¿Qué pasa?
—No pasa nada —dijo Loïc—. Perdóneme, pero quiero caminar un poco. Necesito moverme.
Bajó del «Chenard et Walcker» y tomó el borde de la carretera.
Había que detener todo eso, esas risas mezquinas y esas tonterías agresivas, pensaba. Si había que morir ametrallado, mejor morir dignamente. Todo se hundía en Francia y, si también les fallaba el barniz, estaban acabados. De pronto Loïc sintió un cierto orgullo al decirse que ese barniz tan superficial y tan vano, tan a menudo asimilado al esnobismo o a la hipocresía, tan a menudo ridiculizado, que ese barniz le permitiría morir con tanto pudor y tanto valor como su heroísmo a otros hombres de mejor calidad y en circunstancias más válidas. Visto lo cual, el pequeño Bruno se lo tenía bien merecido. Diane era realmente feroz en estos casos. Y Loïc, sonriendo, tuvo que confesarse que él habría hecho lo mismo.
Después de muchos años de vida parisiense, el ingenio y la sutileza eran para él el poder supremo, el pasaporte irresistible que transgredía todas las leyes, incluidas las de la bondad y también las de decencia. Y, además, eclipsaban la ambición personal: Loïc Lhermitte era uno de esos hombres dispuestos a echar a perder su carrera por una frase aguda. Uno de esos hombres que ya escaseaban y que es imposible encontrar desde que los negocios (en plural) se han convertido para la mayoría en su propio negocio (en singular), su propio asunto. Y ello tanto en Europa como en América.
Un niño lo pisoteó y tropezó con él antes de derrumbarse sobre la hierba entre alaridos. Su madre, desde el coche en el que sudaba al sol, le lanzó una mirada tan llena de odio que Loïc dio media vuelta. Decididamente, más valía refugiarse en aquel pequeño capullo lujoso y lleno de tensiones que arrastrarse por esa carretera burguesa y moral.
Desde su salida de París y a lo largo de muchos kilómetros, la suntuosa limusina había provocado las chanzas de los fugitivos a los que adelantaban a paso lento y que les adelantaban a su vez, al azar de los movimientos de las filas. Paulatinamente, el calor, los «Stukas», los embotellamientos, el desasosiego y el terror habían apagado la ironía ambiental, en especial desde que la lentitud de la caravana y la acumulación progresiva de vehículos, además de las paradas obligadas, habían acabado por imponer a todos los mismos vecinos, tanto por delante como por detrás. En el caso del «Chenard et Walcker», delante se encontraba un coche en el que se apiñaba una familia numerosa y vociferante; detrás, un minúsculo auto en el que, sin decirse una palabra, estaba aposentada una pareja cargada de años y de rencores. Loïc abrió la puerta: Bruno seguía malhumorado en su rincón y Luce y Diana piaban.
—¿No le parece que el campo es realmente admirable, Luce? —decía Diane—. ¡Qué espectáculo! Esto no puede verse nunca en París… Evidentemente, me dirá… Claro, es verdad que en París no tenemos tiempo para mirar por la ventana… Es otra cosa, ¿no? Mire aquí, este silencio, estos espacios, esta…
—Me gustaría que reflexionara antes de añadir esta paz, Diane —dijo Loïc.
Diane se echó a reír porque en efecto había estado a punto de decirlo.
—¿Queda algo de beber? —preguntó.
Loïc se volvió hacia el conductor, inmóvil tras el cristal de separación, y le llamó antes de lanzarle repentinamente a Bruno, que seguía huraño:
—Oiga, ¿por qué no se ocupa usted de eso, eh?
Y se volvió hacia las dos mujeres, que le miraron con curiosidad. Bueno, pues sí. Él, el cortés, el ocupado, el servicial Loïc Lhermitte, había pasado ya de los cincuenta y sin ningún remordimiento le pasaba los trabajos domésticos a un gigoló de treinta años. No era tan extravagante. Mientras tanto, el conductor había bajado el cristal. Bruno farfulló:
—Tenemos sed, André… eh… quiero decir Jean… ¿Tiene usted la cesta?
—Por supuesto, señor. ¿Quiere el señor que la lleve?
—Muy bien, muy bien. Sí, perfecto. Perfecto —exclamó Diane con voz chillona—. Usted también tomará alguna cosa, Jean. Así no se distraerá mientras conduce. Es curioso comprobar cómo los viajes abren el apetito, ¿verdad? —añadió mientras deslizaba sus uñas arqueadas y de color rojo sangre entre dos botones de su blusa.
El conductor abrió la puerta trasera, dejó la cesta de provisiones sobre la alfombrilla, entre los pies de Loïc y Diane, y trataba de empujarla un poco más allá, para dejarla entre los cuatro pasajeros. Sin embargo, Diane, con un solo movimiento, había encogido las rodillas y había sujetado la cesta con sus tobillos, como si fuera un balón de fútbol.
—Déjela así —dijo—, no me molesta, de verdad. Tengo las piernas menos largas que las de Luce, como es evidente. Sé que soy un modelo pequeño y que están de moda los caballos grandes, del tipo norteamericano, pero no siempre ha sido así; hubo un momento en el que precisamente los modelos pequeños estuvieron en la cresta de la ola. Créame —dijo dirigiéndose entonces al extraño interlocutor invisible que se apasionaba con sus palabras, al que convocaba a veces, cuando su auditorio mostraba un interés excesivamente escaso por su conversación.
Durante todo este tiempo, su mano ensortijada hurgaba en la cesta de provisiones y, al terminar el discurso, retiró triunfalmente una botella de vino blanco flanqueada por un sacacorchos.
—Luce —dijo blandiendo la botella—, ¿un traguito de eh… eh (miró la etiqueta)…, un traguito de «Ladoucette»?
—No, muchas gracias.
Tres horas y cincuenta kilómetros antes se habían detenido en uno de esos albergues de tipo medieval, que abundan en las cercanías de las carreteras nacionales, y el patrón, aparentemente reacio a la actualidad, se había empeñado en que probaran su foiegras. El caso es que hacía dos horas que habían dejado la mesa y desde entonces Diane ya se había comido dos huevos duros que no habían colmado su apetito.
—De verdad me pregunto dónde puede meter toda esa comida —silbó Bruno entre sus dientes blancos y recorriendo con la mirada el cuerpo huesudo de Diane—. No sé dónde puede meterse todo eso, pero, en cualquier caso, mi enhorabuena.
—He sido siempre una mujer que quema sus calorías acompasadamente —dijo Diane con expresión experimentada y de contento por su fisiología privada—. Espero que le ocurra lo mismo.
El coche arrancó repentinamente y Diane, que estaba sentada en el borde de la banqueta, trató de atrapar el asidero de terciopelo de su lado, no lo logró, fue lanzada hacia atrás y terminó su recorrido al fondo del asiento, mientras, para recuperar el equilibrio agitaba las piernas y los brazos con tal falta de gracia que los dos hombres rieron para sus adentros.
Fue entonces cuando se alzó un grito de mujer. Era una voz aguda que chillaba:
—¡Ahí vienen! ¡Ahí vienen!
Y sus agudos subían.
—Así que los coches le parecen más seguros, ¿verdad Bruno? —tuvo tiempo de acusar Diane mientras instintivamente hundía la cabeza entre los hombros.
Porque ahora ya sabían que quienes venían eran los «Stuka» alemanes con sus ametralladoras.
—¡Deténgase, Jean!
Bruno golpeaba con demasiada violencia el cristal de separación del chófer, quien por otra parte no había esperado su orden para retirar el coche al arcén.
«No quiero morir con esta gente —pensó Loïc Lhermitte—. No he pasado de los cincuenta años para morir con estas caricaturas», se dijo una vez más, pues ya habían sido ametrallados dos veces desde que salieron de París.
Mientras Luce y Diane se acostaban en el suelo del vehículo, él mismo y Bruno se colocaban galantemente encima de ellas para protegerlas. Loïc, a cuya mala fortuna cabía atribuir que le hubiera tocado el saco de huesos de Diane Lessing, refunfuñaba y seguía rebelándose: «¡A dónde me han llevado treinta años de obediencia a los diktats mundanos! ¡Treinta años de docilidad, de buen humor y de celibato forzoso!»
Porque con sus emolumentos en el Quai d’Orsay Loïc ganaba dinero suficiente para vivir, pero no en el ambiente que le gustaba y que le era tan esencial como el oxígeno. Por consiguiente, al cabo de treinta años formaba parte de la «sociedad» por sus cualidades personales, pero también como decimocuarto a la mesa, cuarto en el bridge o escudero ocasional de la viuda, divorciada o soltera desparejada. Y casi por respeto humano se había convertido paulatinamente, para esa sociedad, en el pederasta y encantador Loïc Lhermitte. Porque ¿qué otra explicación podía haber para su soltería? Había necesitado, ante las mujeres que les gustaban o a las que les gustaba —lo que no había escaseado—, inventar algo que le impidiera seguir el destino normal de un hombre normal, un destino que sin embargo le hubiera costado su lugar en los salones… En realidad, había abandonado sus prejuicios demasiado tarde, se había negado durante demasiado tiempo a vivir a expensas de una mujer a la que amara, tal vez por falta de simplicidad, pero sobre todo por el temor a que esa mujer le fallara; asimismo, se había negado a vivir a costa de una mujer a la que no amara. Y en este caso se debía realmente a una falta de energía ante la larga obligación, sin altos ni descansos, en que se habría convertido su existencia.
—¡Dios mío! —gritaba otra voz, afuera. Era una voz que estaba mudando, aunque quizá fuera el miedo; en cualquier caso, era una voz asexuada por el terror—. ¡Dios mío…! ¡Vuelven…! ¡Son muchísimos! —gritó nuevamente antes de callar.
Un silencio total se adueñó repentinamente de la carretera. Un silencio de teatro. Evidentemente, fue Diane quien lo rompió.
—¡Qué calor tan espantoso! —refunfuñó desde su alfombrilla— ¿No creen que…?
—Cállese —susurró Loïc tontamente, como si un piloto hubiera podido oírles y localizarles. Acababa de distinguir, allá arriba, aquel zumbido que ya había soportado dos o tres veces durante el día, aquel zumbido de abeja tan repugnante, tan débil al principio y que durante tres o cuatro segundos se obstinaba en no crecer. Tal vez para acostumbrarse a la abeja, para hacer que se la olvide, para que no se desconfíe de ella… Aquel zumbido que de pronto, haciendo acopio de su ferocidad y de su fuerza, se precipitaba por el aire como si el avión, rompiendo sus lazos y sus amarras, se desclavara del cielo. Aquel ruido que se hinchaba, obsceno, y que llenaba toda la Naturaleza en torno a ellos, todo ese vacío, todo ese silencio… Aquel zumbido que se veía crecer en los ojos del vecino y que mancillaba y arrancaba la hierba junto a las caras… aquel zumbido que, convertido en clamor salvaje, desmesurado, apocalíptico, hacía pegarse más a la tierra, hundía los cuerpos estrechos y miserables, los cuerpos de los humanos: esos paquetes de piel rellenos de carne, de sangre y de nervios anegados de agua, esos paquetes que supuestamente piensan y sienten y que allí no pensaban nada, no sentían nada y no eran más que un vacío horrorizado, como debían haber sido siglos atrás sus antepasados bajo el mismo sol, un sol que debía pasar de la risa ante las pretensiones de esos humanos en tiempos de paz a la náusea ante su miedo a morir.
Algo cogió al coche por el lado, lo zarandeó, lo volcó y lo dejó descansando sobre el costado; a la vez arrastró a los pasajeros obsequiosos y dóciles, los cuales, pese a sus cabriolas, se intercambiaron unos cuantos golpes al cruzarse, pero sin un solo grito. Porque la única palabra con que se hubiera podido revestir su pensamiento era, silenciosamente gritada, la interjección «¡No!». Un «¡No!» sin precisión sin destinatario, sin reproches y casi sin sorpresa, un «¡No!» que era el único fruto de los miles de millones de células, de los miles de millones de circunvoluciones de sus cuatro cerebros.
El ruido desapareció de prisa, más de prisa de lo que había llegado, como en general hace el dolor. Los «Stuka», venidos en número de seis, nunca habían volado tan bajo ni se habían mostrado tan feroces. Ametrallar a civiles desarmados era realmente uno de los actos prometidos por el nazismo y que el Quai d’Orsay temía desde hacía largos y callados años. Loïc odiaba lo que estaba pasando, odiaba esa guerra que iba tan de prisa, que iba tan mal. Quizá tenía que haber permanecido en París, tratando de resistir… ¿A qué…? ¿Cómo…? ¿A su edad? Seguiría habiendo salones, claro. Siempre habría salones en París. Pero no estaba seguro de que pudiera divertirse en ellos.
Allí no se trataba de resistir, sino de sobrevivir. Mientras propinaba un involuntario puntapié al estómago de Luce, quien en un fogoso impulso se proyectaba hacia él, mientras arrancaba su cabeza de las manos de Diane, que se agarraba a sus cabellos por segunda vez, mientras se aferraba ante no sabían quién, con las dos manos, al respaldo de un asiento para sostenerse, Loïc reconoció de repente el taca-taca-taca de máquina de escribir, el taca-taca-taca que durante sus evoluciones martilleaba el espacio y el tiempo y gritó «¡Diane! ¡Luce!» con voz aguda. Porque ese taca-taca-taca era el de una ametralladora. Tal vez tenía que haberse inquietado por ella antes (pues la ametralladora no descansaba).
Luego un niño chilló en alguna parte y volvió el silencio, tenso y vibrante… El primer deseo de Loïc fue el de salir de aquella caja maldita, de aquella trampa de hierro y de cuero en la que había estado a punto de morir. A tientas encontró algo que se parecía a un tirador, lo movió y sintió que se abría la puerta de su lado. Ya se deslizaba hacia fuera cuando un reflejo cristiano le hizo volverse hacia Luce, viva, indudablemente, puesto que, con aspecto por una vez decidido, le estaba siguiendo.
Al estar recostado sobre un flanco, el coche estaba más alto que en su posición normal. Loïc escaló por los asientos, se dejó caer afuera y se encontró sentado sobre el asfalto y recostado en un cojín caritativo. Luce, que por su parte se las había compuesto para llegar de pie, percibió detrás de Loïc un espectáculo del que de inmediato desvió los ojos, con la mano en la boca. Loïc, siguiendo su mirada, se volvió y descubrió que su maravilloso cojín era el cuerpo de Jean, el chófer, aquel pobre Jean que diez minutos antes les había entregado la cesta de comida. Sobresaltado, se puso de pie, se alejó de aquel apoyo fúnebre y, mientras el cadáver se inclinaba lentamente, cedía a su propio peso y se derrumbaba, con la cara sobre la carretera, Loïc, erguido y lívido de repugnancia, se quitaba el polvo con grandes gestos. «Esto es el horror —se dijo finalmente—. Vivo un momento de horror, de un verdadero horror que no conocía. Y si en el futuro me hablan de horror, será en este minuto en el que normalmente debería pensar.» Pero no reaccionaba como tendría que haberlo hecho y se sentía menos horrorizado que molesto, zafio y confundido por haber retirado su apoyo a ese pobre muerto y por haber provocado su lúgubre, miserable y obscena ostentación. Al mismo tiempo, sus ojos —y también se lo reprochaba— recorrían con frialdad la escena, fijándose en los trazados paralelos, estrechos y punteados de las balas de las ametralladoras que, desde el avión, habían recortado según una geografía minuciosa el borde de la cuneta y la carretera, habían evitado el coche de los viejos, habían hecho mella en el ala derecha, la capota y la zona trasera izquierda del «Chenard et Walcker» y finalmente habían atravesado la calzada hacia un destino desconocido, azotando el asfalto, no sin antes matar de paso a Jean, colocado por azar en su trayectoria. (Un azar no más tonto que cualquiera de los de la fatalidad, pero al que la crueldad de la guerra y la idea de que «aquello» había sido hecho a propósito por un sádico anónimo en Munich o de cualquier otra parte proporcionaba un grado de tontería y de indecencia aún más indignante.)
—Jean, pobre Jean —decía Luce, que se había arrodillado cerca del cadáver con esa soltura que tienen las mujeres ante los heridos o los muertos, al contrario que los hombres que, como Loïc, se apartan instintivamente de ellos.
—¿Qué ha ocurrido? —gritó Diane, que aparecía delante del coche como un segundo y amenazador ataque y que, pese a ver a Luce inclinada sobre el cadáver de Jean, continuó con tono impaciente—: ¿Alguien me va a decir qué ha ocurrido? —como si los hechos no bastaran y necesitara, pese a la deslumbrante evidencia de esa escena, algunas consideraciones mundanas o algunos comentarios, los cuales, Loïc se daba perfecta cuenta de ello, la habrían ilustrado mucho más que cualquier realidad y sobre todo la habrían tranquilizado.
—¡Santo Dios! ¡Estos «Stuka»! —decía Bruno, el cual, procedente del otro lado, miraba a Luce arrodillada sin osar acercarse a ella, desazonado como Loïc, sin duda, por el muerto. Y la idea de tener ni que fuera un reflejo en común con aquel individuo abrumó a Loïc durante un instante.
—Venga, Luce, levántese. Sabe perfectamente que ya no hay esperanza… Y ahora, ¿qué vamos a hacer con él?
—No podemos dejarlo aquí, y menos con todas estas hormigas —gimió Luce.
Diane interrogaba al cielo y lo ponía como testigo de las imprevisibles complicaciones impuestas por un chófer instalado en cualquier parte que no fuera su asiento y detrás de su volante.
—¿Qué vamos a hacer con nosotros mismos? —suspiró después de un instante de conveniencia.
—¿Que qué vamos a hacer con nosotros mismos? —replicó Bruno—. Yo sé conducir.
Y como si quisiera dar muestras de ello, le dio un puntapié al neumático más cercano. Apenas situado tras el volante, el «Chenard et Walcker» lanzó al aire unas cuantas detonaciones y, al mismo tiempo, una intensa humareda.
Loïc se inclinaba sobre el coche cuando una voz venida de lo alto, cansina y tranquila, llamó la atención de todos.
—Este cacharro no irá muy lejos.
Era el propietario de una carreta, tirada por dos percherones, cuya trayectoria atravesaba la carretera perpendicularmente y que trataba de abrirse camino entre el coche de los viejos y el montón de chatarra que, en su momento, había sido un «Chenard et Walcker» (un «Chenard et Walcker» que había representado a la marca en Deauville, en 1939, el verano anterior, en el Gran Premio de la Elegancia Deportiva, Gran Premio que había sido ganado arrolladoramente por la señora de André Ader, llamada Luce por los íntimos, como habían publicado en su momento La Gazette de Normandie y Le Figaro).
—En efecto, estamos en un buen aprieto, señor —dijo Diane con campechanía y con cierta benevolencia, ya que algunas películas sobre los chuanes la habían instruido acerca del campesinado. Sentía aprecio por los «clochards», a los que dedicaba una compasión amenizada por su pintoresquismo, por la curiosidad de saber qué había podido arrastrarles hasta esa condición y por un respeto inmenso hacia su desprecio por los bienes de este mundo. Además, proclamaba su mayor estima hacia el obrero, el artesano, las profesiones liberales, el comerciante, el cultivador, el funcionario, el hombre de empresa y sus asistentes, el militar y los suboficiales, los guardas, etc. No tenía nada tampoco contra los porteros —que a menudo eran afables—, pero en cambio no sentía más que desprecio y repulsión por el francés medio, sobre todo cuando se juntaba con un número suficiente de semejantes como para formar una «muchedumbre». Una muchedumbre tan diferente al pueblo que Diane veneraba tan distraídamente como a ciertos instrumentos simplistas y rústicos de la Edad Media, un pueblo que por la noche se instalaba con dignidad ante su chimenea, mientras que la muchedumbre, por su parte, siempre excitada, desfilaba por las avenidas.
La expresión del campesino pasó del estupor a la repugnancia y después a la serenidad combinada con cierto desdén ante aquel desorden. Una expresión que sólo se modificó ante el descubrimiento del cadáver al borde de la carretera y que indicó, más que horror, una especie de confianza, de consuelo, como si finalmente encontrara un punto en común con aquel grupo de desconocidos.
Todos los capítulos escribiendo a herederosdelcaos@gmail.com
Françoise Sagan
(Seudónimo literario de Françoise Quoirez; Cajarc, Lot, 1935 - Honfleur, Normandía, 2004) Escritora francesa, icono entre los intelectuales de los años cincuenta y sesenta. Su primera novela, Bonjour tristesse (1954), la hizo famosa en pocas semanas y por ella obtuvo el codiciado Prix des Critiques. Esta historia de una adolescente privilegiada con opiniones precoces acerca del amor, el sexo y los códigos morales al uso fue llevada en 1958 a la gran pantalla por el realizador Otto Preminger, con Jean Seberg, Deborah Kerr y David Niven como personajes principales. En aquella época, consciente ya de que su vida desenfrenada la llevaba a una prematura decrepitud, la autora se sometió a varias curas de desintoxicación. Sin embargo, no tardaría mucho en volver a las andadas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario