'Regreso a Berlín', texto perteneciente al libro 'Noticias de Berlín', Cees Nooteboom

Fue en mayo, y fue en Los Ángeles. El presidente de la Loyola Marymount University, el reverendo Thomas P. O’Malley, de la Compañía de Jesús, me había invitado a la ceremonia de inauguración de una sección del Muro de Berlín, regalo de la ciudad de Berlín a la universidad. Iban a hablar diversas personas, entre ellas el cónsul general de Alemania, Hans-Alard von Rohr.

Era un día soleado; el océano templaba el calor del cercano desierto. Yo me sentía un poco extraño cuando me dirigía hacia allí por las interminables freeways. Ya solo la palabra freeway, con todas sus asociaciones, hacía que la idea del Muro y los recuerdos que evoca resultaran grotescos. Las dos ciudades forman parte de mi propia historia personal: he vivido en Berlín y en Los Ángeles, y algo dice de la misteriosa estructura de nuestro cerebro el hecho de que dos conceptos tan incompatibles puedan coexistir dentro del limitado espacio de nuestro cráneo, aunque quizá no sin algún elemento de hostilidad.  

    Fue una ceremonia peculiar. ¿Cómo no iba a serlo? El rector magnificus era un irlandés alegre y orondo que tenía aspecto de no hacer ascos a uno o dos traguitos y que no se disfrazaba de paisano como es lo habitual hoy en día, de modo que mantenía el aspecto que ofrecían los sacerdotes en mi juventud, lo cual al menos significaba que uno sabía inmediatamente que estaba tratando con un hombre de Dios. El cónsul general era tan alto como requerían su nombre y su título y encima le sobraban cincuenta centímetros; no era difícil imaginarlo en una película. Había también una mujer bastante atractiva del servicio aduanero americano que resplandecía cuando nos hablaba de todos los obstáculos burocráticos que había tenido que allanar para meter en el puerto aquel trozo de hormigón pintado y, por supuesto, un profesor holandés del departamento de Ciencias Políticas que había urdido todo el plan. Por su parte, el objeto histórico estaba allí como una niña huérfana sin orfelinato, tímida y tal vez un tanto desdichada. Lo hacía lo mejor que podía, pero ya no representaba ninguna amenaza real. Había en él una declaración de amor a alguien que se llamaba Kristin, y alrededor el tipo de pintura que se ve hoy en día en todas las galerías del primer mundo, del segundo y del tercero: colores alegres e infantiles en un dibujo que no carecía totalmente de estructura. 

    Los estudiantes, que formaban un amplio círculo en torno al Muro y vestían ropa de la misma paleta de colores que el arte, escuchaban atentamente el sacrosanto torrente de palabras que fluían sobre el verde césped: Opresión y Libertad, Conflicto e Historia, ideas platónicas ataviadas con mayúsculas, su traje de los domingos, abstracciones que, en aquel contexto, parecían tener tanta relación con aquel bloque de hormigón como los dos gorriones que se posaron por un momento en él, con toda la inocencia de unos seres que son su propia repetición eterna fuera de la historia humana. Tuve la sensación de que aquellas jóvenes mentes que estaban a mi alrededor trataban con todas sus fuerzas de pensar en algo, pero dudé que lo lograran. 

    ¿Y yo? Cuando cerré los ojos, el tiempo cambió. Se hizo invierno, porque era invierno cuando vi aquel muro por primera vez, el invierno de 1963. Ahora, con el fin de imaginar de nuevo aquel día, tuve que figurarme que el cónsul y el rector y los estudiantes no estaban allí. Tuve que negar la existencia de las hojas verdes en el árbol debajo del cual nos encontrábamos. Tuve que hacer que el tiempo se tornase glacial, invocar a la nieve de Europa central y, utilizando únicamente el poder de mi mente, encajar de nuevo el solitario hormigón entre los demás fragmentos rotos. Solo entonces volvería a hallarme delante de un muro, solo entonces volvería a tener veintinueve años, a pasar frío, congelado en mi sitio dentro de la historia como historia, y no en aquel curioso, irónico, posmoderno vástago, que –y aquí está la ironía– forma igualmente parte de la historia, una de las páginas en blanco de Hegel. Uno casi podía morirse de risa. 

    Pero yo no estaba de humor para reírme. ¿Qué había pensado yo entonces, en aquella época? Pensé que parecía el tipo de situación que podría haberse dado en la Antigüedad griega, o de hecho en cualquier otra antigüedad: una ciudad dividida en dos por un muro. Envuelto en leyendas y narraciones, un proverbio casi obsoleto, una comedia de Tirso de Molina, descubierta en un rincón de la biblioteca de Salamanca, una adaptación de Molière, una ópera de Salieri, y después, naturalmente, un par de horas de banalidad intelectualoide en vídeo, una anécdota con símbolos que brotaban por todas partes como champiñones, patrimonio cultural. Pero el tipo de antigüedades que encontramos habitualmente no tienen más que unos pocos miles de años, los mismos que llevamos nosotros en toda la serie entrelazada de civilizaciones a la que seguimos perteneciendo. Tal vez es por eso por lo que, pese al arsenal nuclear que forma parte de este mundo tanto como la capa de ozono, un aire de antigüedad se aferra desesperadamente a todo lo que hacemos, una atmósfera arcaica que ningún viaje a Marte o a Júpiter disipará jamás. Y eso es lo que parecía: lo único que tenías que hacer era ponerte delante de aquel muro y entrecerrar los ojos, y veías el torpe ajetreo de los soldados de infantería medievales guardando la muralla de una ciudad en el País de los Otros. La misma especie que es capaz de recorrer miles de kilómetros en un día, que puede visitar planetas sin salir de casa y romper átomos como un trozo de cuerda vieja también puede construir un muro de dos o tres metros de alto, un muro que no puede ser traspasado nunca.  
    

    Berlín, 1997 


    Un egipcio o un babilonio tampoco hubiera podido trepar a él, una persona de la Edad Media hubiera tenido que entregar sus armas en la puerta, un ateniense hubiera podido ahogarse en el río Spree, mientras que este holandés se golpeaba la cabeza contra el muro y despertaba décadas más tarde, al otro lado de la Tierra, para ver a un cura y a un diplomático retirando la tela que cubría un pedazo de hormigón con dibujos pueriles, un resto que debería haberse quedado allí siempre como un recordatorio de algo que no es fácil de resumir y que nunca será resumido, aunque solo sea porque la historia tiene una cabeza como la de Jano y mira en dos direcciones, hacia el pasado y, paradójicamente, hacia el futuro. Creo que fue Schlegel quien dijo que los historiadores son profetas que miran hacia atrás; esto es cierto y falso al mismo tiempo. Mediante alguna inimitable maniobra alquímica, el futuro de ayer ha transformado la amenaza y la fuerza inherentes a ese pedazo de hormigón en un inocuo lugar de interés turístico; este monumento me está engañando aunque me encuentre allí, delante de él. Mi temor, o mi furia, o mi aborrecimiento, han quedado inválidos. Tengo que evocar imágenes de hombres y fusiles, de torres de vigilancia y reflectores, para tener algún sentido de la realidad, imágenes que los demás circunstantes no poseen en sus archivos internos. Y sin embargo, en lo que concierne a ese muro yo fui siempre uno de fuera, así que ¿cómo les iba en este lugar a los de dentro? ¿Cómo se podía soportar la negación del pasado de uno en un monumento concebido para perpetuarlo? ¿Cómo se tomaba uno que se minimizara algo que fue siempre mucho más que el hormigón del que estaba hecho, un símbolo, en exhibición permanente, que para uno no era solamente un símbolo sino una realidad cotidiana que dominaba su vida, en muchos casos hasta la muerte? 

    Hace dos semanas, de regreso en Berlín, tuve la oportunidad de volver a pensar en esto. Quería hacer otra visita al hotel Esplanade porque tengo recuerdos sentimentales de ese lugar, pero no conseguí encontrarlo. Bajé del tren de cercanías en Potsdamer Platz y me encontré metido en un pandemónium. Estaba en lo que parecía ser un puente provisional que se sacudía al paso de los pesados camiones y no sabía adónde mirar primero. Mucho más abajo se veían enjambres de trabajadores poniendo los cimientos de la torre de Babel o, tal vez, incluso cavando un túnel gigantesco a Moscú; aquí todo era posible. Apoyado en la barandilla, contemplé el caos de cascos amarillos y blancos, vi hombres  in profundis instalando hormigón y volví la mirada al bosque de grúas, con sus luces oscilantes, que transportaban negras placas de mármol por el aire y las bajaban lentamente, todo con el acompañamiento del antiguo sonido del hierro y la piedra. Traté de seguir los laberínticos movimientos de los centenares de personas que había debajo de mí y me pregunté quién coreografiaba aquel movimiento, cómo sabían con tanta exactitud todos aquellos hombres lo que tenían que hacer, cómo podía encontrar alguien el camino a través de todos aquellos tubos, cables y tuberías. Aquellos hombres metían toda suerte de cosas en el suelo, pero la impresión era más como si una ciudad gigantesca estuviera surgiendo de la tierra, como si una ciudad deseara existir allí y estuviese creando un camino para sí misma usando fuerza natural. Tuve una sensación de euforia ante toda aquella actividad pero también, lo admito, algo más similar a un escalofrío de desasosiego, por las implicaciones, por el poder que estaba allí de manifiesto, que parecía contrastar tanto con los recientes lamentos de Alemania, como si todo aquello fuese algún tipo de mascarada, un truco teatral para adormecer al resto del mundo. Si lo que estaba presenciando allí no era una especie de fantasma, un pueblo Potemkin75, entonces tenía que ser exactamente lo que veían mis ojos: una visión de poder futuro. 

     
    Potsdamer Platz, 1997 


    En aquel lugar, con la fuerza estruendosa del martinete, se estaba pasando una página. No menos de tres pasados estaban siendo enterrados en aquel lugar; estaban metiendo la historia en el suelo de aquel mágico paisaje de trabajo orgiástico al ritmo de millones de imágenes por segundo: tranvías, modas, ejércitos, búnkeres, barreras, muros, la Policía Popular, todas ellas desapareciendo bajo los cimientos de los templos a los nuevos poderes. Una vez más me hallaba en aquella plaza en medio de algo que significaba mucho más de lo que se veía en aquel momento. En algún rincón había unos cuantos míseros trozos del muro, como un decorado que han dejado a un lado tras una función fracasada. ¿Qué se había representado? ¿Una opereta? ¿Wagner con vestuario moderno? ¿Un drama de Heiner Müller?  ¿O simplemente la realidad al fin y al cabo, su perdurable sombra tratando de unirse al otro fragmento solitario que yo había visto en California en mayo? 


    Construcción de la nueva cúpula del Reichstag, 1997 
 

    De nuevo me estremecí, pero esta vez fue de frío. A lo lejos vi la cimbra de la nueva cúpula del Reichstag, un modelo de teatro renacentista, y de repente allí estaba, el empequeñecido hotel Esplanade, que parecía un poco ridículo en medio de toda aquella violencia, y en el mismo instante el recuerdo que había dentro de mí también se encogió. ¿Qué aspecto tenía entonces? ¿Cómo podía haberse vuelto tan pequeño de repente? Allí estaba, extrañamente encerrado, rodeado por la fuerza oval, brillante y ascendente de Sony. Traté de imaginar los futuros Mercedes y BMW entrando a hurtadillas en los aparcamientos, nuevos ricos desde Varsovia hasta Novosibirsk agasajándose a sí mismos detrás de las ventanas de los nuevos apartamentos, siguiendo los rituales de la nueva era, mimados por sirvientas filipinas y con el leve zumbido de fondo del Dow Jones, el DAX o el Nikkei. Era igual de difícil que imaginar mi propia realidad de antaño, en la que, durante varios inviernos, había pasado días enteros en aquel edificio con una amante desaparecida hace mucho. Era cantante y sus grabaciones se habían hecho allí, en aquel edificio desierto y vaciado. Su productor era de Colonia y había estado en la Luftwaffe. En cierto modo está de nuevo en el aire, porque sus pies ya no caminan por este mundo. Las ventanas del hotel tenían una vista panorámica; el productor señaló una vez a una dirección, hacia el Führerhauptquartier (‘cuartel general del Führer’), donde había tenido que entregar un mensaje como correo de Burdeos. Cuando estaba a punto de deslizar el sobre sellado en el buzón, sintió una mano en su hombro y, al darse la vuelta, se encontró cara a cara con Hitler: «Diese Augen, nein, das kannst du dir nicht vorstellen». No, yo no me podía imaginar esos ojos; estaba demasiado ocupado con lo que sucedía en la plaza vacía y cubierta de nieve, debajo de nosotros, el aguafuerte móvil de hombres y perros entre aquellas extrañas y angulosas piezas de metal que recuerdan un Mondrian temprano, la playa de Domburg. 

    Pero también el interior del edificio resultaba excitante. Yo pasaba horas con su único residente, Otto Redlin. Esto fue a comienzos de la década de 1970, y Otto tenía ya setenta y seis años, de modo que supongo que también está bajo tierra. El hotel tenía 418 habitaciones, pero ahora parece tan pequeño que no puedo imaginar cómo era posible tal cosa. «Ich bin der älteste Bundesangestellte», decía él siempre: ‘soy el empleado federal más antiguo’. Su mujer había muerto y él, como todavía recuerdo, vivía en la habitación 31. Tengo una fotografía suya sentado a una de las vacías mesas, sobre las que había manteles pulcramente puestos, en un salón vacío. Sofás, montones de sillas y taburetes de bar en los que ya no se sentaba nadie. Habíamos encendido las arañas para la fotografía y nos iluminaban multiplicadas en un enorme espejo en el que soy apenas visible detrás de algo que parece un monstruoso jarrón chino. Abajo, en alguna parte, había una plataforma de madera a la que podían subirse los turistas para ver todo el camino hasta Vladivostok. No muy lejos estaban las ruinas del Bayerischer Hof, recientemente demolido. En aquellos días anoté en mi diario: «… Unos pocos obreros trabajan en la demolición, mosaicos dorados germánicos caen ruidosamente al barro. Limpio algunos con un poco de agua de lluvia y leo: “Deutsche Frauen, Deutsche Treue, Deutscher Wein, Deutscher Sang Sollen In Der Welt Behalten Ihren Alten Schönen Klang”»76. No en este lugar, ya no, pienso. Las cosas que hay en el suelo estuvieron en tiempos unidas a algo, pero ahora no están unidas a nada. Inodoros solitarios, bañeras sin grifos, grifos sin bañera, copas de las que no fluirán ya los licores de Breslavia, Nordhäuser o Cottbus; de todo, botas, faldas con peto, bandejas, menús, ceniceros, trompetas, todo triturado, pulverizado y llevado al cielo, desaparecido para siempre. 

    El café de al lado, pequeño y bastante modesto, tiene dos menús en la ventana, quizá como recuerdo. Arriba se lee «1940», y a continuación una lista de lo que tal vez comiera aquel día algún piloto de Messerschmitt o poseedor de la Cruz de Caballero, muerto en acción hace mucho tiempo: Geschmortes Kalbsherz, Westmoreland, mit Spinat und Schwenkkartoffeln (100 Gramm Fleischmarke und 10 Gramm Fettmarke, 1 Mark 65). ¿Bebió el Niersteiner Spiegelberg de 1938 con la comida, como se sugiere? El café está cerrado, las sillas están cubiertas de polvo y colocadas como si los últimos clientes acabasen de partir para el frente, «pero quizá», escribí entonces, «regresarán y todo volverá a empezar». Ahora, treinta años después, ya no pienso eso. He estado aquí con demasiada frecuencia y durante demasiado tiempo y sé que, sea lo que sea lo que empiece de nuevo en este lugar, nunca podrá ser lo mismo. Y sin embargo, incluso ahora, la fecha en ese menú, el desgraciado año 1940, me está obligando a volver a mi propio pasado. No deseo extenderme demasiado hablando de esto, pero, aunque mi vida empezó siete años antes de esa fecha, soy incapaz de explicarme a mí mismo sin pensar en 1940, aunque solamente sea porque el inicio de la guerra –que no terminará definitivamente hasta que todos los que recuerdan algo acerca de ella hayan muerto– parece haber borrado los primeros siete años de mi vida, con la ayuda de algo que descubrí recientemente. 

    Ahora voy a dar un par de rodeos diferentes al mismo tiempo, cosa imposible en la vida real pero posible sobre el papel, lo cual es probablemente la razón por la que me hice escritor. 

    El primero de estos rodeos tiene que ver con ser escritor. Hubo una famosa polémica entre el novelista Proust y el crítico y ensayista Sainte-Beuve; se puede resumir diciendo que el segundo creía que debemos saber todo lo posible de la vida de un escritor –sus actitudes y opiniones, su carácter, su relación y sus relaciones con las mujeres, el dinero, la política–, mientras que Proust pensaba que lo que importa son los libros y únicamente los libros, y nunca la biografía. Proust creía también que los escritores y los poetas jamás se expresan verdaderamente en la conversación, de modo que esta tampoco tiene importancia en comparación con lo que un autor escribe, porque aquí recurre a una capa totalmente distinta, mucho más profunda, de su personalidad, un estrato que a menudo permanece oculto incluso para él mismo y por el cual vaga como un explorador que regresa con tesoros que no deben malgastarse en una conversación superficial. Esto implica un grado de misterio y quizá también de aislamiento que Proust, que pasó gran parte de su vida llevando la máscara del sofisticado mundano y que, a juzgar por su magnífico diálogo, debió de ser en realidad un conversador magistral, veía como requisito previo de una vida dedicada a escribir. Ahora bien, yo no puedo compararme con Proust, pero en este aspecto soy proustiano de la manera más categórica: en la desvergonzada cultura de escaparate en la que vivimos –tal vez menos en Alemania que en Holanda o en América– parece que la vida privada tiene que ser interpretada en público. Los escritores se convierten en su propia representación pública y se les exige que se mantengan en su papel. Conocemos sus personajes mejor que sus libros, porque su escritura no puede aprehenderlos tan bien como un entrevistador. El centro oculto de su ser ya no se transforma misteriosamente en las maravillosas y sagradas mentiras de la ficción, sino que mana sin fermentar desde la pantalla de cristal hasta miles de salones de personas que nunca leerían y nunca leerán sus libros. El sentido de todo este rodeo es decir que pienso que podemos hablar de nosotros mismos únicamente en cierta medida. Y sin embargo, en esa forma más elevada de conversación que es un discurso, no puedo evitar hacerlo. 

    Y esto me lleva al segundo rodeo, que tiene que ver con mi peculiar falta de memoria. Nabokov era capaz de mandar hablar a su memoria –Habla, Memoria es al fin y al cabo un imperativo, o al menos un ruego expresado en forma imperativa–, pero esa orden no tiene el menor efecto sobre mí: sencillamente, mi memoria no quiere responder. Agustín hablaba de palacios de la memoria por los cuales podíamos deambular y encontrar toda suerte de tesoros; para mí, ese palacio permanece cerrado. Ni siquiera puedo entrar en el edificio. Uno de los momentos clave de la gran novela de Proust se produce cuando moja cierto bizcocho en el té. En ese mismo momento, por seguir con la analogía de Agustín, se abre de golpe la puerta de una habitación de ese palacio. Nabokov escribe en su última gran novela, Ada, que está en contra de la idea de la mémoire involontaire, la ‘memoria involuntaria’: es preciso forzar las puertas del palacio para que se abran; recordar es un acto y tenemos que trabajar para lograrlo. Pero a mí tampoco me sirve esa sugerencia: retazos, sombras, fragmentos es todo lo que puedo distinguir por las sucias y rotas ventanas de mi palacio, que además parece estar situado en una parte del mundo en la que siempre es crepúscular. 

    En mi simplicidad, siempre he creído y mantenido que esto es el resultado del estrepitoso trueno del primer día de guerra, con su efecto ensordecedor extendiéndose hacia delante y hacia atrás, creando un agujero al que han sido anónimamente absorbidos libros infantiles, amigos y maestros. Sin embargo, recientemente descubrí que tal vez los Heinkels y los Stukas de aquellos días primeros y la visión de Rotterdam ardiendo en el lejano horizonte no fueron las únicas causas. A finales de octubre se inauguró en La Haya, la ciudad en la que nací, una exposición sobre mi vida y mi obra. Supuso también, muy en contra de mi voluntad, una indagación de mi pasado, acometida por un investigador muy concienzudo que pronto descubrió que durante los años de la crisis antes de la guerra –yo nací en el treinta y tresnos mudamos dentro de la ciudad no menos de siete veces. Mi madre, que aún vive –tiene ochenta y siete años–, lo negó con vehemencia, pero tuvo que ceder cuando vio las copias de los registros oficiales. A esto siguieron los años de guerra, el caos, el divorcio de mis padres, la evacuación, el invierno del hambre, la muerte de mi padre en un bombardeo británico: así fue, en pocas palabras, como se cerraron las puertas de un palacio. Más tarde, cuando obtuve un grado de control sobre mi vida, añadí un ala nueva a la que tenía acceso –la vida, y por tanto la escritura, de otro modo hubiera sido imposible–, pero lo principal del edificio permanece cerrado. Nunca podré decir, como Borges, qué libros leí de niño en la biblioteca de mi padre, ni escribir, como Proust, relatando mis largas conversaciones con mi abuela ni, como Nabokov, revelar de forma cómica las excentricidades de mi gobernanta suiza-francesa. No es solamente porque mi padre no tuviera biblioteca, porque mis dos abuelas murieran antes de tener ocasión de conocerlas ni porque la mujer, que solo si uno era excepcionalmente caritativo la hubiera podido describir como gobernanta, se había escapado con mi padre en medio de la guerra, sino también, radical y permanentemente, por una fuerza destructiva externa, que me dejó sin nada. 

    No cuento esto porque quiera despertar ni siquiera una pizca de simpatía, ya que no tengo necesidad alguna de simpatía. Me dio la oportunidad de inventarme una vida para mí mismo viajando y pensando. Más que eso, me dejó una fascinación por el pasado, por la desaparición, por la fugacidad, por los recuerdos y las ruinas, por la antigüedad, por todo lo que se puede resumir bajo el título de «historia». Y he contado esta historia –porque hasta esas historias personales que no componen más que una parte muy pequeña de la historia tienen derecho a ser denominadas historia– a fin de explicar, no tanto para ustedes como para mí mismo, por qué esta ciudad me ha fascinado de una manera tan desmesurada durante tanto tiempo. Percibo que aquí, a una escala infinitamente mayor y con espantosas consecuencias para el destino de tantas personas, en cierto modo ha ocurrido lo mismo que me sucedió a mí, que las ruinas y las lagunas que yo encontré aquí por primera vez tenían algo que decirme, algo que yo aún no entendía de verdad. Ese algo no era, al principio, nada. Todas esas lagunas, esos vacíos, esas ausencias querían hablarme de la nada, de la destrucción, que en alemán (Vernichtung) y en neerlandés (vernietiging) se basa en la idea de convertir algo en nada, lo negativo, negación, nicht, niet, no, una ciudad convertida en nada. Este vacío y esta ausencia resultaron de las acciones de un hombre que, allá en los años veinte, escribió un libro que proclamaba alto y claro un programa: la Vernichtung de un Volk. 

    De todas las Berliner Lektionen que he leído –y esto no tiene que ver con la estética, sino con la esencia histórica–, la de Daniel Libeskind me pareció la más efectiva y la más afectiva, si puedo usar estas dos palabras, que no siempre van bien juntas. Libeskind construyó sus pensamientos y su museo en torno al lugar de esa nada, de ese algo que falta, de esa ausencia presente. Un lugar para construir nada es algo que solamente el arte puede crear, pero el poder de la nada construida reside precisamente en lo que no está ahí, y lo que no está ahí es lo que estuvo ahí. Lo que estuvo antaño presente es conmemorado en la ausencia intangible. Esto es algo de lo que solamente podemos hablar de manera dubitativa, porque es todo muy misterioso. 

    Durante mi primera visita a Berlín yo aún no era capaz de pensar de esta forma. La realidad había continuado escribiendo el libro de ese hombre y se asemejaba a una orgía de destrucción, la mañana después de la danza de la muerte. Aún se percibía un cierto sabor a guerra; parecía una continuación de lo que yo había visto y oído de niño. Sin embargo, al mismo tiempo se había agregado un nuevo elemento, un crujido que recorría el mundo y que era más visible aquí que en ninguna otra parte, como un ataque cardíaco hecho piedra, como si una vez más Berlín tuviese la tarea de demostrar algo al mundo, la conclusión lógica de Yalta, que era en sí misma la conclusión lógica del deseo de destrucción que había comenzado en este lugar. Hice mi viaje con dos amigos de más edad que habían estado en Dachau, lo cual aumentaba el efecto apocalíptico de estas primeras experiencias, junto con la amenaza nuclear –la cual parece ahora tan despreocupadamente olvidadaque se cernía sobre nuestras cabezas como una nube de langostas. 


    Federico I de Prusia, Puerta de Charlottenburg, Berlín Occidental 

     

    No, puede que los años cincuenta y comienzos de los sesenta no fueran la mejor época para ser joven. Yo había visto Budapest en 1956, de modo que ya sabía la impotencia y la traición que hubo. Ahora estaba viendo, en su forma alemana, la práctica de esa doctrina a la que tantos de mis amigos aún se aferraban, llenos de esperanza. Por tanto me sentí inmerso en un caos de emociones y experiencias que por fortuna se vio aliviado por el cínico humor de campo de concentración y por la asombrosa manera de lidiar con sus recuerdos que habían encontrado mis compañeros de viaje. Tal vez nunca vuelva a suceder que dos filosofías sociales y políticas tan diferentes se pongan en práctica en una sola lengua, no solamente en la forma que siempre han adoptado –panfleto, ensayo, artículo periodístico–, sino también en la redacción de leyes, regulaciones, veredictos, declaraciones de política gubernamental, órdenes de disparar, avisos, editoriales en los periódicos del partido, informes secretos. La lengua compartida y heredada se convirtió en una lengua dividida, en otra lengua desarrollada a partir de la misma lengua, la lengua hecha bilingüe, que deja al descubierto su fundamental ambigüedad, una lección para eras posteriores. La filosofía que permitió a las personas resistirse a una dictadura, arriesgando la vida, las condujo despiadadamente hacia otra dictadura. Los héroes de una época devinieron los culpables de otra, y con el fin de justificarse inventaron una plausibilidad que no era válida en ningún otro lugar. Dos países que no podían distanciarse físicamente se atrincheraron, y después hizo falta un enorme esfuerzo mental para reconquistar cada milímetro intelectual que habían cedido. 

    En aquel entonces yo pude quizá percibir todo esto, pero contemplarlo todavía no; estaba demasiado ocupado pensando en el resto del mundo. Mis primeros viajes, cuando tenía unos dieciocho años, me llevaron al norte, a países de gran luminosidad pero también de duda y melancolía, esa monstruosa alianza de claridad y Angst (‘miedo, angustia’) que domina las películas de Ingmar Bergman y que me preocupaba en aquella época. Pero mi terreno propio era el sur, el Mediterráneo, Provenza, la teatralidad de Italia, el resplandor deslumbrante de la meseta española, donde la luz hace aparecer por arte de magia fatamorganas que permiten dar rienda suelta a la imaginación, y que parecían capaces de ahuyentar las tinieblas de aquellos años de posguerra. Holanda era entonces, como Alemania, un lugar sin color; recuerdo aquellos años en gris. A la vuelta de aquel primer viaje en autoestop al lejano norte atravesé Alemania por primera vez. Los retazos que me arroja mi defectuosa memoria revelan calles destrozadas, barrios enteros hundidos, la uniformidad desvergonzada y poco imaginativa de la reconstrucción, y cuando enfoco una imagen más nítida veo y oigo locomotoras que cambian de vía y una estación de ferrocarril desierta, de noche; yo me estoy despidiendo de alguien con dramatismo y una voz procedente de un altavoz hace incomprensibles anuncios en esa lengua a la que aún no me he acostumbrado, una lengua que se niega a parecerse a sí misma, que no quiere ser la misma lengua de los poemas de Goethe y Rilke que estudié en el colegio. 

    Mi primera novela se publicó en Holanda no mucho después de eso, probablemente demasiado pronto. Su fantasía estaba muy alejada del realismo afilado que era la norma en aquellos años de posguerra. Pero en ese libro había dicho todo lo que tenía que decir. De repente era escritor porque había publicado un libro, pero me había convertido en escritor como nace un cisne, o un murciélago, sin expresar ningún deseo explícito. Los cisnes y los murciélagos tienen en ese sentido una vida más fácil, pero yo no tenía otra opción que salir nuevamente de viaje con el objetivo de obtener los conocimientos requeridos por aquella peculiar carrera que me había elegido a mí, una carrera que intenté quitarme de encima en mi nueva novela haciendo que el protagonista, que por supuesto era un escritor, se suicidara, aunque solo fuese, pienso mirando hacia atrás, para que no tuviera que hacerlo yo mismo. 

    Y así viajé, Doppelgänger superviviente de mi propio yo, a Bolivia y Mali, a Colombia e Irán y a todos esos países del llamado Tercer Mundo, donde encontré una imagen especular deformada de mi propio mundo, en dictaduras militares y pseudodemocracias y todas esas variantes que, de un modo u otro formaban parte de la misma familia que el vasto cisma que dividió Europa y Alemania. Ese cisma encontró su perfecta expresión metafórica en la fisión de la bomba atómica, ideada por la iconografía de la ciencia para mantener vivo el miedo y así confirmar los sistemas que hicieron de todos nosotros, cada uno con sus propios lemas y mentiras, su propia retórica escolástica y su exorcismo, meros intérpretes en un teatro del absurdo, unos intérpretes que creían que no eran más que actores, hasta el año en que explotó la violenta ficción y se barajaron de nuevo las cartas de la apariencia y la realidad, y con ella cambiaron nuestros mapas. Faites vos jeux! Rien ne va plus! (‘¡Hagan juego! ¡No va más!’). Una de las patas de la mesa en la que se jugaba el gran juego estaba en Berlín, donde yo vivía en aquella época porque el DAAD (‘Servicio Alemán de Intercambio Académico’) me había invitado a pasar un año allí. 

    Aquel año fue 1989; experimenté todo lo que ocurrió aquel año no como un simple visitante ocasional, sino como un residente en Berlín. Aunque no fuera alemán, desde luego era europeo, y no era solamente un país lo que se estaba soldando de nuevo sino, si todo iba bien, un continente entero. Una vez, en 1962, cuando Alemania era otra vez responsable del cuarenta y cinco por ciento de la producción europea anual, vi a Adenauer y a De Gaulle en un balcón en Stuttgart, una extraña pareja, más vieja que el siglo mismo. De Gaulle levantó en el aire aquellos largos brazos que tenía y proclamó con fuerte acento su declaración de amistad francoalemana: «EZ LEBBE DOIZLANT! EZ LEBBE DIE DOITZFRANZÖZISCHE VROINDZAVT! (‘¡Viva Alemania! ¡Viva la amistad francoalemana!’)». Había empezado a trabajar en aquella gran construcción del Atlántico a los Urales: Willy Brandt se pondría de rodillas en Varsovia, en una de las etapas del viaje, y más tarde Mitterrand y Kohl se mostrarían con las manos unidas en el campo de batalla de Verdún, en un intento de enterrar la guerra para siempre. Pero los viejos temores no se dejan enterrar tan fácilmente, ni en Moscú, ni en París, ni en Londres, y mucho menos en esos otros países más pequeños que están a la sombra de ese gran imperio del centro. Puede que la historia ejecute unas cuantas piruetas a la velocidad del rayo y se saque del sombrero un fait accompli, pero el antiguo espectro del Gleichgewicht (‘equilibrio’) sigue inquietando a la secular familia europea.  

    El imperativo histórico es aceptado como por una clase de marxistas obedientes sentados en sus pupitres escolares, pero el viejo desastre titila en la memoria de Mitterrand y de Thatcher. Inglaterra, Francia, Alemania y Rusia están sentadas en sus palcos de teatro como viejas actrices celosas y no se quitan el ojo unas a otras: ¿quién se está abanicando con demasiada fuerza? ¿Quién pasa demasiado tiempo con quién? ¿A quién le han dado más flores? ¿Quién va a hacer la protagonista? ¿Por qué es tan amable con ese insignificante actor de reparto? ¿Por qué no he sido invitada? Intriga y recelo en el Teatro Europa. Tras una aparente ausencia, la memoria de las naciones es una masa antigua y viscosa; una pregunta estaba en la mente de todos en aquella época, y al decir todos quizá quiero decir los alemanes más que nadie: ¿en qué clase de país nos estamos convirtiendo? Ante mis lecturas, los estudiantes se podrían preguntar «¿no nos tiene usted miedo?». No, no se lo tenía, pero me preocupaba que ellos creyeran que debería tenérselo, como si aún no se fiaran de su propio país. 

    El imperativo histórico es una idea religiosa en la que soy incapaz de creer. Hay siempre demasiados imponderables, demasiadas irracionalidades, demasiados fanáticos, idealistas ingenuos, perros rabiosos que salen repentinamente de sus perreras. Operan dentro de un territorio concreto, pero nadie puede estar seguro de nada en un mundo que, intelectual y materialmente, ya no está en sintonía, donde el poder de destrucción está ya casi al alcance de los individuos y la muerte del mayor número posible de personas ha pasado a ser una de las mercancías más baratas que hay. Al término de un saeculum horribilis, el estado de ánimo imperante es de desasosiego, no muy diferente del que dominó al final del primer milenio, como se describe en los textos del monje benedictino Raoul Glaber, una historia de peste y hambre y canibalismo a cuyo lado los cuadros del Bosco parecen alegres fantasías. Cuando uno lee sus palabras se siente inclinado a pensar que hemos hecho progresos durante los últimos mil años, y eso desde luego es verdad. Y sin embargo hay gas venenoso escondido en Irak, degüellan a gente en Argelia, hay matanzas en masa en Ruanda y en Europa (es decir, mucho más cerca de casa), y minas antipersonas en Camboya. Nada de esto se parece a un mundo que hubiera aprendido la lección de las guerras que empezaron en este continente a lo largo de este siglo y que, según el cálculo que recientemente nos hizo Václav Havel, han costado más de doscientos millones de vidas. Son esos ausentes los que rondan el espacio que nos rodea. Sus nombres, al menos los que conocemos, se hallan en los monumentos desde Sicilia hasta Stavanger, desde Atenas hasta Kaliningrado, pero el mundo parece capaz de vivir con su ausencia. Tal vez sea esta la única manera, pero significa también que el mundo podría arreglárselas igual de bien sin nosotros. 

    Una vez más, no, dos veces más, a Berlín. Después de 1989 me fui y regresé de nuevo. Amplié mis notas sobre Berlín y viajé por el Este y por el Oeste, con lo que acabaron pareciendo notas sobre Alemania más que solamente sobre Berlín. Leí mucha historia, lo que supuso leer infinidad de cosas que antes desconocía, e hice nuevos amigos, cosa que a mi edad no es tan fácil. En suma, me sentí cómodo en Berlín y durante los años siguientes volví con frecuencia. Y con todo aún había cosas que me sorprendían. Aunque no crea en el imperativo histórico, sí creo en una vaga idea de la relativa densidad de los países y de una cierta manera natural del mundo. Parecía «natural», por ejemplo, que Alemania volviera a ser de nuevo un único país, al igual que parecía natural que esto requiriese un gran esfuerzo. Parecía asimismo natural que Berlín se convirtiera en la capital de ese único país, y que la Alemania unida, que se había transformado en una democracia europea moderna en el transcurso de los últimos cincuenta años y que, como pone de manifiesto el inacabable torrente de publicaciones, se había concentrado en su malhadado pasado mediante conmemoraciones de intensidad creciente, ocupase ahora su lugar entre los demás países de Europa. Pero en la propia Alemania oí voces distintas, voces que ridiculizaban a los nuevos ciudadanos alemanes, quienes desde luego tenían algo que decir en respuesta, y voces que intentaban resistirse a la relativa densidad de su propio país negándose a enviar soldados a misiones de paz en Europa o fuera de ella. Esta renuencia provocó el siguiente comentario de uno de mis compatriotas más enconados: «Con ellos siempre pasa lo mismo: cuando no los invitas vienen de todos modos, pero cuando les pides que participen, no aparecen». 

     

    Berlín Oriental, 1990 

     

    Entretanto, en Alemania se me hizo responsable del cultivo de tomates en Holanda, del comportamiento de nuestros hinchas del fútbol, que, como es bien sabido, representan en todas las naciones el elemento más inteligente, y de cualquier estudio en el que unos sociólogos todavía más lelos se aseguraban sus cargos por unos años más preguntando a unos cuantos adolescentes qué pensaban de los alemanes, mientras que en mi propio país –que nunca se ha reconciliado del todo con su pasado colonial– de repente me nombraban experto en Alemania. Eso significaba que me llamaban para algún debate en televisión cada vez que en Alemania pasaba algo que igualmente pasa en otros países europeos, pero que allí tiene un impacto diferente a causa del difícil pasado del país y también de la pereza de los medios de comunicación. 

     
    Potsdamer Platz, 1997 


    Fue un amigo holandés –Willem Leonard Brugsma– quien me llevó a Alemania por primera vez. Brugsma fue detenido por la Gestapo siendo un joven miembro de la Resistencia en París y estuvo varios años internado en Natzweiler y en Dachau. Murió hace unas semanas y en su funeral rememoré muchas cosas del pasado, de aquel primer viaje a Alemania tan lleno de emociones, que fue tan sorprendente para mí porque él no albergaba ningún resentimiento. El mismo hombre que podía contar espantosas historias de los campos, un hombre alto que solo pesaba cuarenta y cinco kilos cuando fue liberado, era un apasionado defensor de la Unidad Alemana, no, como se dice a veces cínicamente, para hacer inofensiva a Alemania atándola a Europa, sino porque creía que el sitio de una Alemania única era una Europa única. Menciono esto ahora porque esas voces parecen ser cada vez más raras en Alemania. Recientemente, todo lo que al parecer hemos oído venir de ese país son sonidos de infinita fatiga, lamentación y quejas derrotistas que emanan de las profundidades de la sagrada hucha. 

    De pronto ya no se trata de ideas sino de dinero; no de una de las aventuras más grandes de la historia europea sino de miedo a los vecinos que han estado comprando cosas a crédito al tendero; no de la Europa de Erasmo y Voltaire, de Tolstói y Thomas Mann, de Rembrandt y Botticelli, de Hegel y Hume. No, se trata de cifras anónimas, mucho más grandes, como 3,0, 3,1, y el satánico 3,2, que los políticos esconden, ya que por razones que ellos sabrán no quieren Europa, o aún no, o nunca. Cualquier niño puede entender –y desde luego en esta ciudad todos los niños entienden– que tiene que haber unos criterios, pero tomando la idea completa de Europa –un tema con el que muchos de esos mismos individuos han estado años poniéndose líricos– reducirla a abstracciones detrás de la coma de un decimal ha significado emplear la demagogia del sentido común para enterrar bajo cenizas el entusiasmo de los ciudadanos. La ceniza no es un principio vital, pero encaja muy bien con la lamentación a la que acabo de aludir.  

    Este ha sido siempre un continente peligroso. Ha estado durante mucho tiempo atentando contra su propia vida, por la tierra, por las dinastías, por la religión y por las colonias. Él solito se descolgó con las dos ideologías que han hecho de este siglo el más desastroso de la historia, una catástrofe ideológica gemela de aquella de la que América nos rescató no una vez sino dos. Quizá no debamos contar con una tercera. Sé que la Europa de la moneda única es una maniobra política y económica inmensa y extremadamente compleja que asusta a mucha gente. También sé que la unificación política va renqueando como un niño desdichado, obstaculizada por lenguas múltiples, arraigadas ambiciones nacionales y un parlamento mimado, impotente y a menudo invisible. Pero este es precisamente el desafío. Antaño, para bien o para mal, este continente descubrió el resto del mundo. Si los europeos de entonces se hubieran pasado cavilando tanto tiempo como estos europeos de ahora parecen necesitar, todo el mundo se habría quedado en casa. Pero entonces tampoco habría un trozo del Muro en Los Ángeles. 


Cees Nooteboom es conocido tanto por su obra narrativa como por sus excelentes poemas y ensayos, sobre todo los dedicados a la literatura de viajes. Además, es un reconocido traductor e hispanista.


Diciembre de 1997

Texto perteneciente al libro Noticias de Berlín.




Cees Nooteboom estudió en colegios religiosos de Tilburgo, Venray, Hilversum  y Eindhoven, trabajando en la banca después. Viajó en auto-stop por media Europa y en 1954 se asentó en Ámsterdam. Colaboró en varios periódicos y revistas, bien publicando poemas, bien con crónicas de viajes.

     






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