Sólo un hombre que no era militar tomaba parte en nuestras reuniones. Tendría unos treinta y cinco años, por lo cual nosotros lo considerábamos viejo. Su experiencia le proporcionaba muchas ventajas; por otra parte, su carácter sombrío, sus modales bruscos y su cruda forma de hablar nos impresionaban. Cierto misterio envolvía a su persona; parecía ruso, pero su nombre no lo era. En otros tiempos había servido en húsares, e incluso con suerte, pero nadie conocía los motivos que le impulsaron a retirarse y a fijar su residencia en aquella pequeña localidad. Su vida discurría entre la pobreza y el despilfarro: iba siempre a pie, vestido con una usada levita negra, y, sin embargo, su mesa siempre estaba puesta para todos los oficiales de nuestro regimiento. Desde luego la comida se componía solamente de dos o tres platos, pero el champaña corría sin tasa. No se conocían sus medios de vida, pero nadie se atrevió jamás a preguntarle sobre ello. Tenía libros, en su mayor parte militares, y alguna novela. Los prestaba de buen grado y no los reclamaba nunca y, como contrapartida no solía devolver los libros que se le prestaban. Su ocupación preferida era disparar con pistola. Las paredes de su habitación, por efecto de las balas, estaban tan llenas de agujeros que parecían panales. El único lujo en la pequeña casa que ocupaba era una gran colección de pistolas. La habilidad que había alcanzado en el tiro era tan extraordinaria que, si hubiese querido tomar como blanco una manzana colocada sobre una cabeza, ninguno de nosotros habría dudado en prestarse a ello. Nuestras conversaciones giraban, con frecuencia, en torno a los duelos. Silvio (lo llamaré así) nunca tomaba parte en ellas. Cuando alguien le preguntaba si se había batido alguna vez, respondía que sí, con sequedad, sin entrar en detalles; era evidente que estas preguntas le molestaban. Suponíamos que sobre su conciencia debía pesar alguna víctima infortunada de su terrible destreza, pero jamás se nos habría ocurrido que en él existiesen timidez o cobardía para responder. Hay hombres cuyo solo aspecto disipa tales sospechas. Pero un suceso casual nos dejó estupefactos a todos.
En cierta ocasión comíamos unos diez oficiales en casa de Silvio. Bebimos como de costumbre, es decir muchísimo. Después de la comida propusimos al anfitrión jugar a las cartas y que él fuese el banquero. Durante largo rato se resistió, porque él no jugaba nunca; al fin, dio orden de que trajeran los naipes, arrojó sobre la mesa medio centenar de billetes de diez rubros y se dispuso a repartir la baraja. Nosotros lo rodeamos y el juego empezó. Silvio se mantuvo en silencio absoluto mientras jugaba; ni discutía ni daba explicaciones. Si alguien se equivocaba en la cuenta, él inmediatamente pagaba el resto o anotaba el sobrante. Nosotros lo conocíamos y lo dejábamos actuar. Pero aquella vez concurría a la reunión un oficial recién llegado a nuestro regimiento. Pues este joven oficial, en un momento de distracción, se anotó un punto de más. Silvio tomó la tiza y rectificó el error, según tenía por costumbre. El oficial, creyendo que Silvio había obrado sin motivo, comenzó a dar explicaciones. Silvio siguió repartiendo cartas en silencio. El oficial, perdida la paciencia, tomó el cepillo y borró lo que parecía erróneo. Silvio tomó la tiza y restableció la cifra. Enardecido por la bebida, el juego y la risa de sus compañeros, el oficial se consideró terriblemente agraviado; cogió con furia un candelabro de cobre que había sobre la mesa y lo arrojó contra Silvio, que milagrosamente pudo rehuir el golpe. Nosotros quedamos sobrecogidos. Silvio se levantó, pálido de rabia, con los ojos echando chispas, y dijo:
—Tenga la bondad de salir, y dé gracias a Dios que esto ha ocurrido en mi casa.
Nosotros no poníamos en duda las consecuencias del incidente y dábamos ya por muerto a nuestro nuevo camarada. El oficial abandonó la casa, después de haber dicho que estaba dispuesto a responder de la ofensa en la forma que prefiriese el señor banquero. El juego se prolongó unos minutos más, pero se veía que nuestro anfitrión no prestaba atención a las cartas, por lo que nos levantamos uno a uno e iniciamos la marcha, haciendo comentarios acerca de la próxima vacante.
Al día siguiente, mientras hablábamos sobre este asunto en el picadero, se presentó el teniente. Le preguntamos cómo había arreglado la cuestión. Su respuesta fue que hasta entonces no había tenido noticia alguna de Silvio. Aquello nos sorprendió. Un poco más tarde fuimos a visitar a Silvio; lo encontramos en el patio, ocupado en meter bala sobre bala en el as de una baraja que había pegado a la puerta. Nos recibió como de costumbre, sin referirse para nada a lo ocurrido el día anterior. Pasaron tres días más y el teniente seguía vivo. Nosotros nos interrogábamos, sorprendidos, si sería posible que Silvio no se batiera. Silvio no se batió. Conformóse con una explicación muy ligera, e hicieron las paces.
Aquello le perjudicó extraordinariamente en nuestra opinión. La falta de valor es lo que menos perdona la gente joven, que generalmente ve en él la cumbre de las virtudes humanas y la justificación de toda clase de vicios. Mas todo se fue olvidando poco a poco, y Silvio recuperó su antigua influencia.
Yo era el único que no podía comportarme como antes. Dotado de una imaginación romántica, me había encariñado más que nadie con aquel hombre, cuya vida era un enigma que me hacía pensar en el héroe de alguna novela misteriosa. Él me estimaba. Por lo menos, sólo conmigo olvidaba la forma de hablar envenenada que le era habitual y se expresaba con una sencillez y amenidad extraordinaria. Pero después de aquella noche desgraciada, la idea de que su honor había quedado en entredicho y que había renunciado a esclarecerlo voluntariamente, me daba vergüenza y rehuía mirarle a la cara. Silvio era demasiado inteligente y poseía demasiada experiencia para no advertirlo y no adivinar la causa. Mi actitud parecía apenarle; por lo menos advertí un par de veces sus deseos de darme una explicación, pero yo los esquivé y Silvio se apartó de mí. A partir de entonces no lo veía más que en presencia de otros camaradas, y ya no volvimos a nuestras sinceras conversaciones de antes.
Los habitantes de la capital no tienen idea de las muchas distracciones que llenan la vida de los habitantes de las aldeas o de las ciudades pequeñas; una de ellas, por ejemplo, es la espera del día de correo. Los martes y los viernes las oficinas de nuestro regimiento estaban llenas de oficiales: unos esperaban dinero, otros cartas, otros periódicos. Las cartas eran abiertas allí mismo, los oficiales comunicaban unos a otros las noticias y las oficinas ofrecían un aspecto animadísimo. Silvio recibía sus cartas dirigidas a las señas del regimiento, y, por lo general, era uno de los que se hallaban presentes. Cierto día le entregaron un pliego, del que rompió los sellos con extraordinaria impaciencia. Al recorrer la carta sus ojos centelleaban. Los oficiales, ocupados cada uno con sus propias misivas, no observaron nada.
—Señores —dijo Silvio—, las circunstancias exigen mi marcha inmediata. Parto esta misma noche. Espero que no me negarán ustedes el honor de comer conmigo por última vez. Lo espero también a usted —agregó volviéndose hacia mí—, lo espero sin falta.
Dicho esto, salió rápidamente, y nosotros, después de convenir que nos reuniríamos en casa de Silvio, nos fuimos cada uno por nuestro lado.
Llegué a casa de Silvio a la hora fijada y encontré allí a casi todos los oficiales del regimiento. El equipaje estaba ya hecho, no quedaban más que las paredes desnudas y agujereadas por las balas. Nos sentamos a la mesa. El anfitrión estaba de buen humor y su alegría no tardó en contagiársenos; los corchos de las botellas saltaban continuamente, los vasos burbujeaban y nosotros deseamos a Silvio de todo corazón un viaje excelente y toda clase de felicidades. Nos levantamos de la mesa ya entrada la noche. En el momento en que cada uno buscaba su gorra, Silvio, que estaba despidiéndonos, me tomó del brazo y me detuvo cuando me disponía a salir.
—Necesito hablar con usted —me dijo en voz baja.
Me quedé.
Los invitados se habían ido; estábamos solos. Sentados uno frente al otro, encendimos en silencio nuestras pipas. Silvio parecía preocupado; ya no quedaban ni huellas de su agitada alegría. Su sombría palidez, sus ojos resplandecientes y el espeso humo que salía de su boca le daban un aspecto verdaderamente diabólico. Pasaron algunos instantes hasta que rompió el silencio.
—Quizá no nos volvamos a ver —me dijo—; pero antes de marchar quisiera darle una explicación. Usted habrá podido observar que yo no me preocupo mucho de la opinión ajena, pero lo estimo y siento que me sería muy penoso que usted guardase de mí una impresión injusta.
Se detuvo y comenzó a llenar de nuevo la pipa; yo callaba, con los ojos bajos.
—A usted le pareció extraño —continuó— que no pidiera satisfacciones a ese borracho y cabeza rota de R. Convendrá conmigo que, teniendo yo derecho a elegir las armas, su vida estaba en mis manos; en cambio, la mía no corría un gran peligro. Podría yo atribuir mi moderación a mi espíritu magnánimo, pero no quiero mentir. Si hubiera podido castigar a R. sin exponer en absoluto mi vida, no lo habría perdonado.
Yo miré asombrado a Silvio. Tal confesión me había dejado completamente perplejo. Él prosiguió:
—Como le digo: yo no tengo derecho a exponer mi vida. Hace seis años recibí una bofetada, y mi enemigo vive aún.
Mi curiosidad se hallaba sumamente excitada.
—¿No se batió usted con él? —pregunté—. ¿Tal vez las circunstancias se lo impidieron?
—Me batí —respondió Silvio—, y he aquí el recuerdo de nuestro duelo.
Silvio se levantó, sacó de una caja de cartón una gorra roja con galones y una borla dorada (lo que los franceses llaman bonnet de police), y se la puso. La gorra tenía un orificio una pulgada más arriba de la frente.
—Usted sabe —continuó Silvio— que yo he servido en el regimiento de húsares de X. Ya conoce mi carácter: estoy acostumbrado a ser el primero en todo, pero cuando era joven esto constituía en mí una verdadera pasión. En nuestros tiempos estaban de moda los escándalos: yo era el primer juerguista del regimiento. Nos enorgullecíamos de nuestras borracheras: le gané en beber al famoso Burtsov, cantado por Denis Davidov. En nuestro regimiento había duelos a cada instante: en todos ellos era yo testigo o actor. Mis compañeros me adoraban, y los jefes del regimiento, que cambiaban constantemente, veían en mí un mal necesario.
»Yo gozaba tranquilamente (o intranquilamente) de mi fama, cuando llegó al regimiento un joven de familia rica y noble (no quiero decir su nombre). ¡Jamás he encontrado a un hombre tan afortunado y brillante! Imagínese usted: juventud, inteligencia, belleza, la alegría más desbordante, la valentía más despreocupada, un nombre conocido, dinero, que gastaba a manos llenas sin agotarlo jamás. Usted comprenderá la impresión que produjo entre nosotros.
»Mi supremacía estaba en peligro. Seducido por mi fama, quiso buscar mi amistad, pero yo le acogí fríamente, y él se apartó de mí sin el menor resentimiento. Llegué a odiarlo. Sus éxitos en el regimiento y entre las mujeres me desesperaban. Comencé a buscar pendencia con él. A mis burlas contestaba con burlas que siempre me parecían más agudas que las mías y que eran, indudablemente, mucho más despreocupadas; él bromeaba y yo estaba furioso. Por fin, durante un baile en casa de un noble polaco, al verle objeto de la atención de todas las damas, y en particular de la anfitriona, con quien yo tenía relaciones, le dije al oído un insulto soez. Él no pudo contenerse y me dio una bofetada. Echamos mano a los sables, mientras las damas se desmayaban. Nos separaron y aquella misma madrugada nos batimos.
»Amanecía. Yo estaba en el lugar convenido con mis tres padrinos y esperaba la llegada de mi adversario, desasosegado por una inexplicable impaciencia. El sol primaveral había salido y empezaba a sentirse calor. Lo vi desde lejos. Venía a pie, con el dormán colgado del sable, en compañía de un solo padrino. Salimos a su encuentro. Él se acercaba con su gorra llena de cerezas. Los padrinos midieron doce pasos. Me correspondía disparar; pero el despecho me agitaba con tanta violencia que no podía seguir confiando en la seguridad de mi mano, y, para concederme el tiempo suficiente para recobrarme, le ofrecí que disparase él primero. Se negó. Entonces decidimos echarlo a suerte: la fortuna sonrió una vez más a su eterno favorito. Apuntó, y su bala atravesó mi gorro. Me había llegado el turno. Su vida estaba finalmente entre mis manos; lo contemplé con avidez, sin ver en su rostro la menor sombra de inquietud. Y, mientras yo le apuntaba, escogía las cerezas maduras de su gorra y escupía hacia mí los huesos, que casi me alcanzaban. Su sangre fría me enfureció. «¿Por qué tengo que privarle de una vida a la cual concede tan poco valor?», pensé. Una idea pérfida se deslizó en mi mente. Incliné mi pistola.
»—No creo que sea este el momento más oportuno para matarlo —le dije—. Está usted desayunando y me sabría mal interrumpir su desayuno.
»—No me molesta usted lo más mínimo —replicó—. Dispare, por favor… Claro que, si no quiere hacerlo, no puedo impedírselo. Tiene usted derecho a disparar y puede hacerlo cuando le plazca.
»Me volví hacia los testigos, declarando que, de momento, no sentía ningún deseo de disparar; y así terminó el duelo…
»Pedí el retiro y me vine a vivir aquí. Desde entonces, no ha pasado un solo día sin que me haya acosado la idea de la venganza y hoy ha llegado mi hora.
Silvio sacó de su bolsillo la carta que había recibido aquella mañana y me la dio a leer. Alguien de Moscú (probablemente su agente de negocios) le escribía que la persona en cuestión iba a unirse próximamente en matrimonio con una muchacha joven y de gran belleza.
—Supongo que habrá adivinado usted —dijo Silvio— quién es esa persona en cuestión. Me voy a Moscú. Veremos si, en la víspera de su boda, acepta la muerte con tanta indiferencia como la esperaba en otra época, comiendo cerezas.
Tras haber pronunciado estas palabras, Silvio se puso en pie, tiró al suelo su gorra y empezó a pasear de un lado a otro de la habitación, como un tigre enjaulado.
No hice ningún comentario; me sentía poseído por unos sentimientos extraños y contradictorios. El criado entró y anunció que los caballos estaban dispuestos. Silvio me estrechó fuertemente la mano; nos abrazamos. Montó en el carruaje, en el cual se encontraban ya dos maletas: una con sus efectos personales, otra con las pistolas. Nos despedimos de nuevo y los caballos emprendieron un rápido galope.
ALEXANDER SERGEYEVICH PUSHKIN
Aleksandr o Alexander Sergeyevich Pushkin; Moscú, 1799 - San Petersburgo, 1837) Poeta y novelista ruso. Tal como solía ser habitual entre la aristocracia rusa de principios del siglo XIX, su familia adoptó la cultura francesa, por lo cual tanto él como sus hermanos recibieron una educación basada en la lengua y la literatura francesas. A los doce años fue admitido en el recientemente creado Liceo Imperial (que más tarde pasó a llamarse Liceo Puskhin), y allí fue donde descubrió su vocación poética.
Alentado por varios profesores, publicó sus primeros poemas en la revista Vestnik Evropy. De tono romántico, en ellos se apreciaba la influencia de los poetas rusos contemporáneos y de la poesía francesa de los siglos XVII y XVIII, en especial la del vizconde de Parny. También en el Liceo inició la redacción de su primera obra de envergadura, el poema romántico Ruslan y Lyudmila, finalmente publicado en 1820.
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