«El aguacero, el aguacero, el aguacero», ¿era eso lo que repetía una y otra vez como un sonsonete?
Seguía allí, dando vueltas despacio para secarse, la cabeza inclinada hacia delante, el cabello rubio pingando y revuelto. Extendió la falda cuidadosamente para que le diera el calor.
Luego, muy colorada, se acercó a la mesa y cogió un paquetito. Era una bolsa de café, con la etiqueta «Muestra» en letras rojas, lo que sacó del envoltorio de periódico mojado. Pero la manejaba con delicadeza.
—Vamos, cómo es posible que lo envolviera en un periódico —dijo conteniendo el aliento, mirando una mano y luego la otra. Debía de haber sido siempre solitaria y torpe, a juzgar por cómo la cogían las cosas por sorpresa.
Puso el café en la mesa, justo en el centro. Luego tiró del periódico arrastrándolo lánguidamente por una esquina a través de la habitación, lo extendió bien y se dejó caer encima, cuan larga era, junto al fuego. El sonsonete sobre la lluvia, sus grititos de sorpresa solo habían sido un preámbulo, un simple juego con el que se entretenía cuando estaba sola. Ahora se sentía a gusto. Al tenderse junto al fuego, el cabello empezó a alisársele y desenredársele y a colgarle espalda abajo como un retal de seda barata.
Cerró los ojos. Su boca adoptó una expresión grave, un gesto de instintiva astucia. Pese a su calma absoluta y a su complacencia, parecía que estuviera ocultándose allí, completamente sola. Y cuando el fuego se agitaba y crepitaba en la chimenea, ella se estremecía y extendía la mano como con impaciencia o desesperanza.
De pronto cambió de postura e intentó coger el periódico que tenía debajo. Luego se acuclilló, tocaba el papel impreso como si se tratara de algo delicadísimo. No se limitaba a mirarlo; lo contemplaba, lo observaba como si fuera imprevisible, tal como observa una jovencita a un niño de pecho. Aún estaba mojado en las partes sobre las que había estado echada. Se inclinó nerviosa y estiró los dobleces y las arrugas con sus dedos sonrosados, pequeños y agrietados; de vez en cuando fruncía el entrecejo ante el dibujo borroso de algo y las grandes letras que formaban una palabra al pie. Le temblaban los labios como si mirar y silabear tan despacio le causara una gran impresión.
De repente se echó a reír.
—¡Ruby Fisher! —susurró.
A sus ojos azules y a sus labios tiernos afloró una expresión de extrema timidez que se transformó luego en miedo. Miró a su alrededor… Tenía la impresión de que la espiaban. Se estiró bien el vestido y silabeó una decena de palabras del periódico.
La breve noticia decía:
«Esta semana la señora Ruby Fisher tuvo la desdicha de resultar alcanzada en una pierna por un disparo que efectuó su marido».
Al pasar de una palabra a la siguiente, suspiraba; dejó la palabra «desdicha» para el final, entonces volvió a ella; luego lo leyó todo en voz alta, como si estuviera hablando con alguien.
—Soy yo —dijo suavemente, muy seria, con mucho respeto.
El fuego se agitó y su crepitar resonó en la casa, mezclándose con el repiqueteo de la lluvia en el tejado y el incesante atronar de la tormenta.
—¡Eh, Clyde! —gritó al fin Ruby Fisher levantándose de un salto—. ¿Dónde estás, Clyde Fisher?
Corrió derecha hacia la puerta y la abrió bruscamente. Un temblor de frío recorrió su cuerpo envuelto en el calor y fue como si la salpicasen la ira y el desconcierto. Brilló un relámpago y ella se quedó allí, esperando, casi como si creyera que él aparecería con el rifle dispuesto en la mano.
No dijo nada más. Dio la espalda a la puerta y la cerró con la cadera. La ira se esfumó como un remoto destello de júbilo. Rodeando cuidadosamente la mesa en la que estaba la bolsa de café, empezó a pasear nerviosa por la habitación, como guiada por una duda inquietante y un misterio indefinible. Había una ventana junto a la que se detenía de vez en cuando, y esperaba mirando, escrutando la lluvia. Cuando se paraba, la envolvía una quietud, o una apariencia de quietud, que en realidad no era quietud en absoluto. Tenía algo dentro que nunca paraba.
Por fin se echó de espaldas en el suelo, sobre el periódico, y miró el fuego detenidamente. Era como si en la cabaña hubiese un espejo donde pudiese mirarse más y más mientras se pasaba los dedos por el cabello, y verse y ver a Clyde acercarse por detrás.
—¿Clyde?
Pero Clyde, su marido, estaba aún en el bosque, claro. Tenía su destilería clandestina de whisky cubierta con una espesa techumbre de ramas y hojas y las tormentas como aquella le daban tanto pánico que por nada del mundo saldría de allí.
Y entonces, casi con asombro, empezó a comprender su situación: no era propio de Clyde coger un rifle y pegarle un tiro.
Inclinó la cabeza sobre los brazos rosados hacia el fuego y empezó a hablar y hablar consigo misma. Se puso a divagar. Aunque Clyde se enterara de lo del tipo del café, el del Pontiac, no creía que le pegara un tiro. Cuando a Clyde le daba un disgusto, salía a la carretera; siempre pasaba algún coche, y si tenía matrícula de Tenesí, la de la suerte, lo más probable era que ella pasara la tarde en el cobertizo de la desmotadora vacía. (En este punto, volvió la cabeza sobre los brazos y se desperezó cansinamente, como un gato.) Y si Clyde se enteraba, la abofetearía. Pero la noticia del periódico era absurda. Clyde nunca había disparado contra ella, ni una vez siquiera. Se había cometido un error.
Saltó del fuego una chispa que estuvo a punto de prender el periódico. Se sobresaltó y la apagó con la mano. Luego murmuró algo y volvió a echarse más decididamente sobre las páginas.
Y se quedó allí echada, sintiendo cada vez más calor y más modorra. Empezó a preguntarse en voz alta cómo sería lo de que Clyde le pegara un tiro en la pierna… ¿Sería capaz de dispararle directo al corazón si se enfureciese de verdad?
Y pasó enseguida a imaginarse a sí misma muriéndose. Estaría echada, en camisón, con una bala en el pecho. Todos comprenderían, al verla allí tendida con aquella expresión tan seria en la cara, lo extraño y terrible del caso. Cómo sufriría el corazón a cada latido bajo el camisón nuevo, le dolería muchísimo más que la piel curtida de la cara cuando Clyde la abofeteaba. Empezó a gemir suavemente, tal como lloraría por un dolor fortísimo. Las lágrimas formarían un riachuelo sobre la colcha. Y Clyde estaría allí a su lado, de pie, quieto, con el aspecto de otros tiempos, el cabello negro alborotado cayéndole sobre los hombros. ¡Era tan guapo y tan fuerte entonces!
Le diría: «Ruby, yo te lo he hecho».
Y ella le contestaría, en un susurro: «Es verdad, Clyde, tú me lo has hecho».
Y entonces, moriría. Cesaría su vida justo en aquel momento.
Guardó silencio un instante, echada allí, intentando componer el rostro en una expresión que la mostrase bella, deseable y muerta.
Clyde tendría que comprarle un vestido para el entierro. Tendría que cavar una fosa muy profunda detrás de la casa, debajo del cedro, una tumba. Tendría que hacerle un ataúd de pino y colocarla dentro. Luego la llevaría hasta la sepultura, la echaría dentro y cubriría el hoyo. Lo haría todo fuera de sí, gritando y absolutamente trastornado al pensar que jamás podría volver a acariciarla.
Se movió un poco, volvió los ojos hacia la ventana. La blanca lluvia seguía cayendo firme. Casi no podía respirar pensando lo que era caer en la tumba, adonde Clyde acudiría; se quedaría inmóvil, con la cabeza baja y con lágrimas de arrepentimiento.
Un gran relámpago iluminó el cielo. Quedó absorta mirando hacia la ventana. Le agobiaban el calor del fuego y la lástima y la belleza y la fuerza de su propia muerte. Retumbó el trueno.
Y apareció Clyde, dejando oscuros charquitos por donde pasaba. Le dio con la culata del rifle, creyendo que estaba dormida.
—¿Qué hay para cenar? —gruñó.
Ella se levantó de un salto y se apartó de él. Luego, rápida como el rayo, retiró el periódico. El cuarto estaba a oscuras, iluminado solo por el fuego. Ruby, que hablaba locuaz desde la sombra enorme de su presencia pavorosa, encendió una lámpara.
Él seguía allí de pie, como aturdido, aunque afable, con una expresión de calma y paciencia, quieto. Sacudió las botas, llenas de un lodo rojizo, y las manos inmensas parecían agobiadas por el agua de lluvia que pasaba al rifle y goteaba cañón abajo. De pronto, se sentó muy serio en la silla, a la mesa, sin dar demasiada importancia a la mojadura y al hambre. A su alrededor el agua goteaba formando charquitos por todas partes.
Ruby empezó a preparar la cena con delicadeza. Andaba casi de puntillas, descalza, con los pies calientes. Cuando se arrodilló a sacar las galletas, notó que Clyde la miraba, sonrió e inclinó la cabeza con ternura. Empezó a mover los brazos de un modo peculiar, misteriosamente dulce y, sin embargo, brusco y vacilante, de un modo delicado y vulnerable, como si los pechos le causasen dolor. Hizo muchos viajes innecesarios, en un ir y venir alrededor de Clyde, que seguía allí sentado en su silencio húmedo, tenedor y cuchillo dispuestos.
—Bueno, ¿dónde has estado, si puede saberse? —refunfuñó al fin, cuando ella colocó el primer plato en la mesa.
—En ningún sitio concreto.
—Eso no es una respuesta. ¿Has vuelto a parar algún coche para que te llevara, eh? —dijo casi riendo entre dientes.
Ella le lanzó una mirada rápida, directa a los ojos. Ni siquiera le había oído. La embargaba la dicha. Le temblaba la mano al servir el café. Le cayó un poco en la muñeca.
Y, de pronto, él dio un gran manotazo en la mesa; saltaron los platos.
—¡Cualquier día voy a arrancarte a golpes ese diablo que llevas dentro! —dijo.
Ruby lo esquivó maquinalmente. Dejó que comiera. Luego, cuando cruzó tenedor y cuchillo sobre el plato, le dio el periódico. Y volvió a mirarlo complacida. Le excitaba hasta tocar el periódico con la mano, oír su rumor silencioso y secreto mientras lo llevaba, el susurro de sorpresa.
—¡Un periódico! —Clyde lo cogió bruscamente, con gesto despectivo—. ¿De dónde lo has sacado? ¡Desvergonzada!
—Mira, lee esto de aquí —dijo Ruby, con su vocecita cantarina. Y abrió el periódico que él sujetaba y señaló el párrafo, muy seria.
Clyde empezó a leer de mala gana. Ella contemplaba su calva mojada, levemente inclinada y ladeada.
Luego él carraspeó y dijo:
—Es una mentira.
—Es lo que dice el periódico de mí —dijo Ruby, muy erguida. Cogió el plato y le ofreció aquella mirada de gozo.
Él puso su dedazo torcido en el párrafo, dando golpecitos.
—Bien, me gustaría ver dónde pegué el tiro —gritó furioso, y alzó la vista, con expresión de desconcierto y resolución.
Pero ella retrocedió, sosteniendo aún el plato vacío; le hizo frente, erguida, rígida, y se miraron.
El instante quedó de pronto henchido del desvalimiento de ambos. Se sonrojaron lentamente, como si fueran víctimas de una vergüenza doble y de un doble placer. Era como si Clyde pudiera haber matado de veras a Ruby y como si Ruby pudiera haber muerto de verdad a sus manos. Trémula y tenue, aquella posibilidad se alzó tímidamente como un extraño entre los dos, y los obligó a bajar la cabeza.
Luego Clyde avanzó, con las botas chorreantes, y arrojó el periódico al agónico fuego, donde permaneció intacto un segundo y luego empezó a arder. Se quedaron quietos los dos, contemplando las llamas. Las llamas iluminaron todo el cuarto.
—Mira —dijo Clyde de pronto—. ¡Es un periódico de Tenesí! ¿Ves «Tenesí»? No era de ti de quien hablaba.
Se echó a reír para demostrar que él había tenido razón desde un principio.
—¡Pero decía Ruby Fisher! —gritó Ruby—. ¡Yo me llamo Ruby Fisher! —insistió con vehemencia.
—¡Bah! ¡Se refería a otra Ruby Fisher… de Tenesí! —gritó su marido—. Querías tomarme el pelo, ¿eh? ¿De dónde has sacado el periódico? —le dio un jubiloso azote en el trasero.
Ruby ocultó las manos temblorosas en los pliegues de la falda. Y estuvo quieta junto a la ventana hasta que todo quedó en silencio, dentro y fuera, antes de prepararse su cena.
Fuera reinaba la oscuridad, la incertidumbre. Se había alejado la tormenta; sus rumores llegaban distantes, y eran como un carro que cruzase un puente.
Eudora Alice Welty (Jackson (Misisipi), 13 de abril de1909 - ibíd., 23 de julio de 2001) fue una escritora estadounidense que escribió novelas y cuentos sobre el Sur de Estados Unidos. Welty ganó el Premio Pulitzer en 1973 por su novela The Optimist's Daughter. Asimismo, fue galardonada con la Medalla Presidencial de la Libertad en 1980. Su hogar en Jackson (Misisipi) fue designado como un Hito Histórico Nacional y está abierto al público como un museo.
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