Ella y yo trabajábamos en una editorial de capitales europeos, y que se preciaba de haber publicado la primera Biblia que usaron los jesuitas en tierras de México.
A la hora del almuerzo, ella y yo nos quedábamos solos. Los otros correctores, la cartógrafa (¿era una sola?), las tipeadoras, las mujeres de dedos velocísimos de la oficina de cobranzas, las secretarias de los gerentes, salían