“Las manos de la tierra”. Esa frase de mi sueño me da vueltas en la cabeza. Acabo de leer el viejo y gastado tomo de bolsillo de una novela escrita o mejor publicada en 1932, que ya había leído en mi temprana juventud, o a finales de mi niñez, no podría asegurarlo, hace ya bastantes décadas de este asunto. Se trata de La buena tierra, de Pearl Back. La lectura en el original inglés es reconfortante, aunque parezca a ratos un resumidero de clichés, la ingenuidad y bondad natural del campesino, ese buen salvaje de todas las mitologías urbanas, la alabanza implícita a las cosas simples, a la vida sin complicaciones que nosotros, los habitantes urbanos atribuíamos a quienes vivían en contacto con la Madre Tierra, haciendo que sus frutos vinieran a dar a nuestras mesas, a las que se sentaban niños cada vez más gordos que solo conocían la fruta en trozos y proveniente de latas, el aspecto de la carne de hamburguesas y embutidos. Pero ahora este mismo libro serla ininteligible para la mayoría de los más jóvenes, los que quedan, que deambulan por las calles semidesiertas, envueltos en lo que pueden, ya que los primeros rigores de un otoño de invernadero se dejan sentir, con sus colores gloriosos y su toxicidad, mientras salgo del apartamento enfundado y toso al sentir estrellarse contra mis pulmones este aire no tan sólo frió, no tan sólo un tanto húmedo, en el que anidan otros gases y otras sustancias. Los cuervos revolotean encima de los techos a medio hundir, con tejas de menos, sobre las ya casi inútiles antenas de televisión, a veces se abalanzan sobre algún resto de desperdicios aún no rescatado para las ollas de los más necesitados, el cadáver de algún animal pequeño—que todavía los hay por ahí—de algún perro o gato que ha sobrevivido no tan sólo a los ataques de los roedores que salen en movedizas sábanas pardas a desplazarse por las calles por las que el viento agita papeles. Los cuervos, aves adaptables, omnívoras y resistentes, las gaviotas, un poco lo mismo, las ordinarias palomas y los universales gorriones parecen ser los únicos habitantes de este mundo nuevo, mientras me maravillo una vez más de los genes míos estos, traídos de lejos y que me han hecho ser testigo de estos últimos años de las advertencias de los científicos, de la tozudez de los empresarios y del público en general enfrascado en una vida dependiente de los hidrocarburos, del consumo excesivo, de los vehículos rodantes, de los detergentes, de aquellos en apariencio sanos y atléticos especimenes varoniles que comenzaron a perder paulatinamente la fertilidad de sus espermios, de esas rozagantes mujeres y niños que caían víctima de bacterias y víruses cuyo ataque no podían sostener por los hábitos higiénicos de purificación excesiva de sus ambientes vitales, que aniquiló en ellos toda posibilidad de resistencia biológica. Pero estos son hechos conocidos y aún ahora, cuando me asombro de poder todavía salir a vagar en busca de alimento, atontando por la pérdida de mis seres queridos, embotado frente a mis propias afecciones e infecciones, a medias adolorido, a medias tieso, a medias conciente de este hedor que se levanta de mi cuerpo, ya que el agua no contaminada es preciosa en este país tan líquido y no corresponde su uso para lavarnos nuestra propias manos. “Las manos de la tierra”, esa frase final de mi sueño, que me indica que ella también me desea a mí, que yo también tengo que pagar por esos siglos o milenios, o tan solo décadas o años de violencia ejercida contra ella, que ha llegado mi hora. Y es por eso que hoy he salido y me he aventurado más lejos, luego de ese sueño que esa frase concluyó, como dicha por todos, o ninguno. Nunca ha sido novedad esa identificación que hablaba de la Madre Tierra, de la conexión de la tierra y las mujeres, de ese proceso de dar a luz, desde las profundidades tectónicas, incomprensible para los hombres que durante todas las épocas trataron de subyugar ese potencial de dar la vida, mutilando clítoris, tapando caras y cuerpos con velos, manteniendo a las mujeres en casas y harenes, explotando, vendiendo y comprando la posibilidad de la satisfacer el deseo, el derecho de trasmitir sus genes en la procreación, haciendo a la mujer caminar uno o dos pasos atrás de ellos en las calles de la historia. Pero en vano, como decía mi amigo el biólogo años ha, citando el caso de las haploides, en que el espermio del marido borracho no aporta material genético sino que sirve de disparadero para la producción de hijas mujeres perfectas, iguales a la madre y sosteniendo que en realidad el hombre es inesencial, de ahí la extensión y profundidad de su ansia de dominio y exterminio, de su vago instinto de sustituir a la madre esa universal y natural, que algunos llamaron GEA, por una capa artificial y fabricada que cubriera el planeta y que mediante la clonización y la cyborgnización entregara al hombre por fin las llaves de su pervivencia sin tener que contar con lo biológico, en fin de cuentas la mujer. Claro que eso en los laberintos y subterráneos de la mente, nunca afuera en lo abierto sino en esa pesadilla que amenaza desde su inconsciente a todos los hombres. Quizás estoy perdiendo definitivamente el uso de mis facultades, ya bastante deterioradas por los años. Pero en los pueblos primitivos a cuyo estudio el hombre citadino se volcó en sus últimos años en busca de soluciones, los viejos y locos solían ser chamanes. Pasemos a mi sueño. Yo estaba esperando en las Puertas del Cielo y pude entrever más allá una horda de gallinas, pollos, codornices, cerdos, patos, seres marinos, langostas que cuando hervidas vivas emitían chillidos al hervirse. Cuadrúpedos había, conejos en primera fila, que me miraban con sus ojos de dimensión, brillo y tamaño variable, pero siempre acusadores. Y más atrás las mujeres, en interminables hileras, y arriba ese rostro inmenso y femenino que abarcaba el horizonte. Y eso que yo no soy creyente.
Y es entonces me he vestido como he podido, me he mirado en ese espejo turbio que había evitado estos últimos meses, me limpié la cara con un trapo húmedo, me arreglé el pelo un poco, me sacudí el polvo, me puse en el bolsillo superior de la chaqueta un ramito de hojas secas, en un último gesto de coquetería y ahora voy caminando bastante más lejos de lo que me he aventurado en estos últimos meses y me doy cuenta de que estoy siendo observado, escucho risitas y susurros y de pronto al doblar una esquina las veo, las jóvenes amazonas, sucias, escuálidas y quizás con un brillo algo extraviado en la mirada algunas, quizás el hambre. Me desprendo lentamente de la bufanda que me abriga el cuello, me abro el botón superior de la camisa, mientras sus ojos apreciativos evalúan mi vientre, mis miembros no tan escuálidos después de todo
Jorge Etcheverry Arcaya Chileno, ex miembro del Grupo América y la Escuela de Santiago, agrupacionespoéticas de los sesenta. En Canadá desde 1975, doctor en literatura y traductor, ha publicado los libros de poemas El evasionista/The Escape Artist, Poems 1968 – 1980, Ediciones Cordillera, Ottawa, 1981; La Calle, Poemas, Ediciones manierista, Santiago, Chile, 1986; Tánger, Documentas, Santiago de Chile, 1990; Tangiers (versión en inglés), Ottawa, Cordillera, 1997; Vitral con pájaros, Colección Poesía para la libertad,_Poetas Antiimperialistas de América, Ottawa, 2002; Reflexión hacia el sur, Amaranta, Saskatoon, 2004, y De chácharas y largavistas, novela, Split/Quotation, Ottawa, 1993; Northern Cronopios, antología de narradores chilenos en Canadá, Canadá, 1993.
También tiene prosa, poesía y crítica en Chile, Estados Unidos, Canadá, México, Cuba, España y Polonia. En 2000 ganó el concurso de nouvelle de_www.escritores.cl_con El diario de Pancracio Fernández. Sus últimas publicaciones en antologías figuran en Cien microcuentos chilenos, de Juan Armando Epple, Cuarto propio, Chile, 2002; Los poetas y el general, Eva Golsdschidt, LOM Chile, 2002, y Anaconda, Antología di Poeti Americani, Elías Letelier,_Poetas Antiimperialistas de América,_Canadá, 2003.
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