No era un tiempo que transcurriera, ni que se se apresurara, ni que saltara. Era un tiempo que descansaba en sí mismo.(Ernst Jünger. Visita a Godenholm).
Ya anocheció. Hace un momento se oía aún música, risas y voces infantiles en el jardín vecino, junto a los arbustos de la cerca; luego cesó la música y las voces se fueron alejando poco a poco. Todo ha vuelto a quedar en silencio.
De nuevo el silencio, la ciudad es una isla de luz temblorosa donde millones de luciérnagas resplandecen, haciendo guiños al vacío negro de la noche.
Al fin respiras tranquilo, es el reino de la quietud absoluta.
El ruido me saca de quicio, nunca he podido soportarlo. Aunque vivo solo tengo la desgracia de estar entre gentes a quienes el ruido no parece molestar lo más mínimo. A veces me pregunto si será que todos padecen sordera congénita y no les queda más que entenderse a gritos. Y luego, los bocinazos, los televisores a todo volumen, los golpes violentos al cerrar puertas o bajar persianas, como si quisieran hacerse notar… El silencio es una verdadera bendición, es la quietud, la libertad. Pero además hay en él algo misterioso, una presencia que no sabría nombrar. El silencio no contiene nada, pero es la plenitud misma, la sonoridad del vacío.
Descorro la cortina: al otro lado de la ventana, entre el ramaje desnudo de los álamos, se adivina la calle sumergida en la penumbra rojiza que brota sin cesar del alumbrado. Si hago un esfuerzo puedo distinguir los coches aparcados en línea, la parada del autobús y, casi justo enfrente de mi puerta, ese buzón amarillo de correos que ya rara vez alguien utiliza. He visto cientos, miles de veces todo eso pero ahora es distinto aun siendo lo mismo. Miro con aprensión las siluetas oscuras de las casas que están al otro lado de la calle, con sus tejados inclinados y sus tapias blancas cubiertas con hiedra y rosales; sobre los arbustos, las ramas oscuras de los pinos afiladas como agujas brillan con destellos de plata; aún conservan la escarcha que cayó la noche anterior, y tras algunas ventanas parpadean racimos de lucecillas multicolores. Nunca había prestado mucha atención a esas casas, no tengo idea de cuando se construyeron, supongo que llevan ahí mucho tiempo, pero es como si hubieran empezado a existir en este instante.
Un reloj está dando la hora…
El Coppel que está abajo, en la sala; tiene más de cien años pero sigue funcionando a la perfección, bien que me ocupo yo de mantenerlo en buen estado. Un hermano de mi padre lo compró hace mucho, quién sabe cuánto, en una relojería que estaba en la calle Fuencarral. Había muchas relojerías en Madrid, pero ninguna llegó a ser tan famosa como aquella. Mi tío me contó alguna vez que la había fundado Karl Coppel, un joven alemán afincado en España quien al parecer trabajó como espía del Reich durante la gran guerra.
Es poco habitual que alguien conserve un reloj durante tanto tiempo.
No es un reloj cualquiera ese viejo Coppel. De niño fue para mí un miembro más de la familia. Lo oía al despertarme cada mañana, mientras mi madre se afanaba en encender con astillas y hojas de periódico el fogón de la cocina, y sus campanadas me transmitían una inmensa tranquilidad, la certeza de que las cosas no se habían desvanecido durante la noche, de que el mundo seguía allí y yo con él.
Ahora ha vuelto a quedar en silencio.
Su voz pertenece al silencio. De él surgía para anunciar un tiempo sin ayer ni mañana; yo lo sabía entonces aunque luego terminé por olvidarlo, como tantas otras cosas; era como si al sonar cada campanada el aire vibrara repitiendo una y otra vez el mismo eco: ahora es siempre, ahora es siempre…
Vuelvo a contemplar la calle, donde todo permanece inmóvil. Delante de mi casa hay un árbol añoso, sus ramas negras están sumidas en el resplandor sucio que se derrama desde una farola próxima, son como dedos nervudos, deformes, extendidos hacia lo alto como si extrañaran la ausencia del sol. Miro mi cuarto con extrañeza; algo ha cambiado en él, de eso estoy bien seguro, aunque las mismas cosas continúen donde siempre han estado. El portátil sigue encendido frente a mí y la mesa llena de papeles, como de costumbre; es difícil evitar cierto desorden cuando se acumula el trabajo, además hace por lo menos dos semanas que no vienen a limpiar la casa. En los estantes oscuros que cubren las paredes, los libros fingen ser cosas, meros objetos, montones inertes de hojas cosidas en un cierto orden a unas tapas de cartón o cuero. Hay libros de todo tipo y tamaño, nuevos y viejos; algunos no pueden disimular su tendencia a la ostentación, sobre todo los que se agrupan en series, los fulgurantes volúmenes de historia o de arte, las enciclopedias con sus caracteres brillantes sobre fondo oscuro en las portadas. Otros muchos, por el contrario, son libros más bien solitarios de apariencia insignificante, algunos casi ocultos entre los demás como si quisieran pasar inadvertidos. Me pregunto si entre tantos millares de páginas reunidos frente a mí no se ocultarán claves que soy incapaz de descifrar; acaso esas series de signos que forman palabras admitan en algún caso interpretaciones que nunca llegaré a conocer. Más de una vez al ojear un libro polvoriento en el que apenas había reparado, he descubierto con sorpresa el rastro de alguien desconocido, un dueño anterior: su firma al comienzo, párrafos subrayados, breves anotaciones en los márgenes, incluso algún signo o señal de significado oscuro.
¿No será que te inquieta el enigma? Puede que prefieras refugiarte en lo familiar, volver una y otra vez sobre esas páginas que conoces desde siempre.
Ellas vuelven a mí aunque yo no las busque, se repiten igual que un eco en mi interior como aquellas notas de piano que escuchaba de pequeño algunas tardes cuando había regresado ya del colegio y me disponía a preparar la tarea para presentar en clase al día siguiente. Alguien a quien nunca llegué a ver, un extranjero, no sé si ruso o polaco, que según mi padre llevaba poco tiempo en la casa y no tenía trato con nadie, tocaba el piano interpretando siempre la misma pieza. Aunque resulte extraño solo yo parecía escucharla; era aquella una composición maravillosa que en sus manos volvía sin fin sobre sí misma aunque a mí siempre me sonaba distinta; en ocasiones la sentía elevarse majestuosa en una rápida ascensión como si evocara alguna gesta gloriosa de la que yo era partícipe otras veces sus largos interludios y sus acordes plenos de armonía despertaban en mí mil sensaciones desconocidas, imágenes radiantes o melancólicas, visiones de sucesos extraordinarios o de lugares remotos, desconocidos.
El cristal de la ventana está frío como el hielo, al tocarlo me asalta una certidumbre extraña: es como si hubieran empezado a desdibujarse los límites que marcaban la separación entre mi cuerpo y las cosas que me rodean. Apago el ordenador, es inútil que trate de concentrarme en el trabajo. Sobre una esquina de mi mesa, cerca de la ventana, hay una planta, un pequeño cóleo. No estoy seguro, pero debí ponerlo ahí la primavera pasada. Procuro regarlo a menudo y evitar que esté expuesto a la luz directa del sol. No es que yo sea muy partidario de tener plantas en el interior, pero esa me llamó la atención, una nota alegre de color en un cuarto tal vez demasiado anodino. ¡Una nota alegre de color!, ¿pero qué sabía yo entonces de colores? Es solo ahora, en este momento, cuando de golpe soy consciente de ellos, me sacude la fuerza de su presencia, su gloria silenciosa… Sobre el fondo oscuro, marrón granate, de sus grandes hojas palpitan delicadas nervaduras de un rojo muy intenso que se derraman hacia los bordes como ríos incandescentes y del ápice de los tallos surgen pequeñas flores, gráciles espigas blancas o de un bello tono malva. No veo esa magnificencia como algo externo en lo que detengo la mirada. Ahora esos colores están en mí, yo soy ellos.
Quisiera poder olvidar todo y entregarme al sueño; tal vez al soñar nos convertimos en otro, alguien que vive una existencia distinta a la de la vigilia aunque no menos real. Necesito descansar, pero los libros siguen ahí, parecen observarme, me incitan a sumergirme una vez más en su universo misterioso, sin pensar, sin ofrecer resistencia…
¿No sabes lo tarde que es ya?, venga, dame ese libro y a dormir, luego se te pegan las sábanas y mañana tienes que madrugar. No te lo pienso repetir, es ya muy tarde, apaga la lámpara ahora mismo. La habitación desaparece, mi madre ha cerrado al salir y bajo la puerta se dibuja un estrecho filo de luz blanca, sus pasos se alejan por el pasillo, pero aún alcanzo a oír algo de lo que dice, deberías hablar con él, sí, mañana mismo… se pasa la vida metido en sus fantasías y de estudiar, poco. No puedo dormir, no quiero, el libro ha quedado oculto en algún punto de esa oscuridad que me rodea, pero sigue conmigo, percibo aún el aroma dulce del papel, veo sus grabados, la gran portada de colores con letras doradas, sus páginas, el párrafo que acabo de leer, entonces, en aquel preciso instante, se consumió el fósforo y frente a la niña apareció de nuevo el muro helado, impenetrable. Apenas sentía ya las manos, rígidas por el frío, pero logró encender otro fósforo y al momento se encontró sentada bajo las ramas de un maravilloso árbol de Navidad; tenía algún parecido con el que había estado contemplando esa misma tarde en el escaparate de aquella tienda de regalos, pero este era más alto, mucho más alto y luminoso. Sí, es un árbol maravilloso, más alto de lo que nadie podría imaginar; se eleva hasta perderse de vista como si pretendiera asomarse a la luna; sus ramas están adornadas por infinitas esferas rutilantes, pequeños soles que al brillar en la oscuridad ahuyentan el letargo de mundos olvidados. Surgen lejanas cumbres coronadas por el esplendor de la aurora, palacios de ónice con extensos corredores asomados a la inmensidad azul rizada de espumas, laberintos de coral en los que tritones y nereidas se reúnen para celebrar las ceremonias del plenilunio, bosques ancestrales donde anidan aves de un extraño plumaje que refleja todos los colores cambiantes del cielo. En lo más intrincado del hayedo, las libélulas se persiguen junto al arroyo saltarín, y en minúsculas gotas de rocío que tapizan helechos y madreselva se oculta la mirada ardiente de los tigres, la soledad de desiertos sin fin sumergidos en un último resplandor crepuscular que deviene eterno, y el vuelo audaz del loco sobre oscuros acantilados que se elevan por encima de la bruma para mostrarle el camino a las estrellas.
Todo permanece y se transforma, vuelve una y otra vez sobre sí mismo. El tiempo se mece en la quietud del gran silencio.
La ciudad es una isla de luz temblorosa donde millones de luciérnagas resplandecen, haciendo guiños al vacío negro de la noche.
Carlos Montuenga (Madrid, España, 1947) es doctor en ciencias por la Universidad complutense de Madrid y colaborador habitual de los espacios literarios Almiar (revista Margen Cero, España) y Letralia (Venezuela). Ha publicado también diversos trabajos en otras revistas digitales como El Fantasma de la Glorieta y en espacios dedicados a la difusión de las humanidades y la filosofía como A Parte Rey y La Caverna de Platón. Es autor de los libros: Los Confines del Mundo y otros Relatos (2013) y Cuentos de la otra orilla (2017). Autor participante en los libros: Inventarium (2014), Martínez en Tertulia (2014), La tertulia por excelencia (2019) y Archipiélago 988 (2022).
Correo electrónico: cmrbarreira@hotmail.com
Foto de Madan Babu: pexels-public domain.
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