Subimos al mismo tren en Aix- Les-Baines. Habíamos esperado juntos, igual que yo, se habría fumado un cigarrillo en el andén, pero hasta tomar asiento no reparé en él. Era un hombre alto y corpulento, llevaba una chaqueta celeste y una camisa blanca con tres botones desprendidos , tenía toda la pinta de un bohemio, muy rodado, en apariencia vencido, cansado de l evarse puesto. Cuando el tren arrancó comenzamos a platicar, hablamos del tiempo, después de la belleza del lago, me dijo que las aguas termales le sentaban bien, que todos los años se alojaba en el mismo hotel, el de los Duques de Saboya.
No domino perfectamente el idioma, pero me las arreglé para decir que estaba de vacaciones y que era la primera vez que visitaba aquel lugar. Mi acento me obligó a revelar que era sudamericano, pero en nada le sorprendió, como si Aix-Les-Baines estuviera lleno de argentinos, pensé. Sin embargo, aquella falta de interés, más que cohibirme me generó confianza. Se notaba que era un hombre de mundo, abierto, de vuelta de todo, conversador y sin prejuicios.
Cuando nos detuvimos en Lyon invitó a tomar cervezas. En el «wagon- restauran», para beneficio de ambos, por aquel entonces, estaba permitido fumar. Locuaz, se puso ha hablar de él con total confianza, como si fuéramos viejos amigos, o nos hubiéramos conocido en otra vida. Me contó que había trabajado en la ciudad china de Beijing, que había sido diplomático, contable o administrativo, en el Consulado de Francia. Se recordó joven y valiente, confesó que se aburría en París, y que viajar le cambió la vida. Poco tenía que decir, ya he dicho que me costaba armar una frase, de modo que me limité a escuchar. Aquel hombre tenía una historia y sabía contarla.
En verdad dijo que la vida realmente le cambió cuando conoció a Shi Pei Pu, una cantante de la ópera de Beijing. Se enamoró perdidamente de ella, canceló un vasto catalogo de relaciones promiscuas, dijo sin ruborizarse, y se dedicó a conquistar a la bella dama. Me confesó que hizo que la presentación pareciera una casualidad, aunque le costó un dineral en sobornos aquí y allá; que desplegó sus encantos, y que para seducirla mintió sobre su verdadero lugar en el Consulado Francés. Tuvo éxito, Shi Pei Pu mordió el anzuelo, y a las pocas semanas comenzaron a salir. Los primeros tiempos fueron mágicos, manifestó con una sonrisa en la boca cuando íbamos por la segunda cerveza, pero luego la cosa se complicó. Empezó con una tontería, pero fue creciendo en complejidad, agregó sin revelar los motivos. No sabía con qué palabras interrogarlo, de modo que dejé que hablara. Seguí atentamente escuchándolo hasta que el tema desembocó, sin saber dónde yo me había perdido, en una película de espías.
Resulta que para poder seguir viendo a Shi Pei Pu (está vez tuvo la gentileza de revelar los motivos), se vio obligado a robar documentos secretos del consulado y a pasárselos a ella, quien, además de cantante de ópera, trabajaba de espía para el gobierno Chino. Estamos hablando de los años sesenta, plena revolución cultural, aclaró.
Antes de decirme que Shi Pei Pu era un señor se largó a contarme que en la opera China era tradición que los papeles femeninos fueran interpretados por hombres. La historia, además de curiosa, se volvió inverosímil cuando me dijo que Shi Pei se había quedado embarazada y esperaba un hijo de él. Cualquier persona sensata y racional se vería tentada a preguntarle ¿cómo en una relación, que duró más de veinte años, según afirmó, nunca se dio cuenta de que Shi Pei Pu era un hombre? Pero fui prudente, guardé silencio, seguí escuchando, y aunque admitió que muchos lo tomaron por tonto y se burlaron de él, cuando Shi Pei Pu le confesó que era una mujer vestida de hombre, que se había transvertido para conformar a su padre que siempre había querido tener un hijo varón, entendí que sí quiso creerlo era porque para él no tenía importancia la condición sexual de su amor.
Se rió con nostalgia cuando recordó que los descubrieron, los arrestaron y los llevaron a los tribunales de justicia. Culpables de espionaje los condenaron a seis años de prisión. Por fortuna no cumplieron toda la condena, «totalmente absurda, se volvieron todos locos», dijo, porque al poco tiempo fueron indultados por el gobierno de François Mitterrand, en un gesto diplomático para acomodar problemas con China. Shi Pei Pu salió de la celda primero, y él cuatro meses después.
La historia era triste y conmovedora. Invite a otra ronda y le pregunté ¿qué pasó con su hijo?, ¿qué pasó con Shi Pei Pu? Antes de contestar necesitaba un cigarrillo, yo también.
Soltando con satisfacción el humo de un Galouise, dijo que después de muchas peripecias consiguió traerse al niño a París, a quien sin dudarlo reconoció como a su hijo, que se llamaba Shi Dudu, un nombre que le dio Shi Pei Pu después de adoptarlo en un orfanato de Xinjiang. Pese a ser engañado, con un rictus de amargura en su cara, agregó que Shi Pei Pu había muerto, que él hacía tiempo se había distanciado, pero que ella lo quiso hasta el final.
Nos quedamos un rato mirando el paisaje a través de la ventanilla. Sin decir más volvimos a los asientos. No me dejó pagar la cuenta, ni la mitad de la cuenta.
—¿Ha visto Madame Butterfly?
—¿La opera de Puccine?
—No, la película de Cronenberg…
—Con Jeremy Airons…
—Sí, yo soy Jeremy Airons...
Cuando el viaje terminó había gente esperándolo en la Gare de Lyon. Nos despedimos con timidez, apenas un apretón de manos. Me dejó una tarjeta de presentación, con su teléfono y dirección, donde afirmaba llamarse Bernard Boursicot. Cuando quiera nos tomamos un café, me dijo con escasa convicción. Aquellas largas vacaciones estaban llegando a su fin, apenas me quedaban cuatro días para conocer París. Nunca le llamé.
De vuelta en mi país volví a ver Madame Butterfly. Até algunos cabos sueltos. Era evidente que había estado hablando con Bernard Boirsicout, el protagonista de la increíble historia del espía y la estrella china de la ópera de Beijing, no me lo podía ni creer. Podría haberle llamado, hecho un reportaje, no lo sé. Al tiempo, Joice Wadler, una periodista americana, cuenta la misma historia que yo escuché en aquel tren en un libro titulado «Liaison». El libro no me gustó, abunda en detalles escabrosos, afirma que Shi Pei Pu ocultaba sus genitales, de una manera más inverosímil que extraña, a la hora de hacer el amor. Y eso qué importa..., dije yo. No hay que ser muy listo para darse cuenta que Boursicot lo supo todo desde el principio, que se enamoró de una mujer inventada por un hombre, de la mujer que había en Shi Pei Pu. Busqué el correo de Joice Wadler en el staff del New York Times, le escribí y le pregunté por Boursicot. No creía que fuera a contestarme, pero en unos días me respondió diciendo que Bernard estaba bien, que su libro iba a ser traducido al castellano, y que contaba con él para dar una conferencia en Madrid.
Alex Armega. Nacido en Bahía Blanca, Argentina 1963. Licenciado en Psicología. Obras publicadas: “La mansión de los altos estudios”, “Entre la lluvia y el fuego”, “El diablo en Marsella”, “Tres relatos y medio”, todas editadas por Blurb Inc.
📚 Lee otro texto de Alex Armega (en Herederos del Kaos): La otra noche de los sueños
Foto de Yaroslav Shuraev: pexels (public domain).
ResponderEliminarlinda historia!