Al principio, aquella primera noche en Almout, como el chico gritó su nombre, pensé que había visto a Crabbe, atrapado en la telaraña entre las estatuas, pero si aquella primera vez me hubiera acercado a la casa desde la entrada, de modo que la luz de la terraza lo hubiese iluminado, habría reconocido inmediatamente en aquella silueta a Sprange; sobre todo por su pelo rubio rojizo, como el de algunos gatos.
Ahora, al anochecer, con la casa Almout (que uno de los granjeros de la taberna llamó «Vermouth», muerto de risa) a nuestras espaldas, Sprange se acerca tanto a veces que me llega el olor de su ropa, que no huele a piedra, sino a una mezcla de metal y sudor frío, y señala con un dedo ganchudo y dice:
—Quedan pocos retratos suyos, prácticamente ninguno. De vez en cuando viene alguien de la fundación con una foto amarillenta, de cuando Rusia o Alemania, y dice: «¿A que se parece a Crabbe?», pero no puede ser, porque el propio Crabbe evitaba cuidadosamente ser fotografiado. Aunque estoy seguro de que Sandra guarda algunas fotos en ese escritorio suyo. Pero no sé si las enseñaría. Ni siquiera si se lo pidiera usted, por ejemplo para la portada de su libro, cuando lo publique. No, ella ha guardado aquellas fotos de entonces y ni por todo el oro… Así que me tengo que apañar con mi memoria. Lo cual es imposible. Ya entonces Crabbe cambiaba a menudo, no sólo de actitud o de corte de pelo, sino de cara, sencillamente. Y ya se le puede dar vueltas, en el momento mismo que se quiere fijar un recuerdo, surge algo simbólico, se quiera o no, algo ritual que atornilla tu recuerdo.
Dice entre otras cosas:
—De su primera época en Almout, cuando todavía se llamaba Jan Willem Crabbe, no he hecho ninguna escultura. Todavía era un colegial cuando Richard lo acogió. A sus padres jamás los mencionó siquiera, al parecer fue abandonado, la asociación hizo gestiones para esclarecer el asunto, ya sabe, pero no creo que se resuelva nunca. Es la época más antigua, en el año 39. Llegó con De Keukeleire y su guardia.
»En aquella época perdimos muchos seguidores, porque el movimiento solidario era pro belga. De Keukeleire venía a Almout como quien llega a un oasis, para descansar. Aquella primera vez, lo habrá leído en Ha Marea, en Nuestra Herencia o en el suplemento flamenco de Señal, puso la mano en el hombro de Crabbe y dijo: “En él me apoyaré”. Parece ser que después explicó a Richard que Crabbe no tenía hogar ni quien cuidara de él. Y Crabbe se quedó aquí definitivamente. Hasta mayo de 1940 y, después de la capitulación, volvió a Almout como a su propia casa. El veinte de mayo tenía unos dieciocho años. Si tenemos que creer que murió, debió de ocurrir hacia el 46-47. No, no a los cuarenta y seis años. En los años 1946-1947, quiero decir. Se dice que fue Alice Harmedam quien lo retuvo en Almout, y el mismo Crabbe hizo correr ese rumor a veces, pero no me lo creo, no le gustaban demasiado las mujeres…
»¿Sandra? Ése es otro asunto. ¿Amor puro? Santo Dios, no, esos malabarismos, esas visiones que tienen las personas materialmente, físicamente insatisfechas, no eran para Crabbe. No, Sandra era para él más bien la imagen de la aristocracia, el emblema de una casta, la duquesa aún presente, tangible para él, tangible como en 1700, antes de que ella y sus hermanas se fundieran vergonzosamente con el resto del mundo, caídas en su lucha contra la burguesía, presente en todas partes, y era eso lo que le motivaba, lo que estimulaba su imaginación, no su cuerpo ni sus sentimientos. Sandra no quiere admitirlo, claro. Pero yo siempre lo he visto así, sentados en el salón, las tazas de té en la mano, De Keukeleire con uniforme, Richard, Alice y la niña, Sandra, y Crabbe charlando.
Crabbe era adicto a momentos así, abonaban las sandeces románticas que cultivaba y que luego convirtió en toda una ideología. También fue entonces cuando Crabbe adoptó definitivamente la postura de De Keukeleire, erguido, con aire marcial pero suelto, y su manera brusca de soltar frases breves cuando uno tomaba aliento en medio de una explicación demasiado larga o demasiado complicada. Si, luego, en las circunstancias más abyectas, que las hubo, Crabbe conservó un aire de caballero, anticuado, ridículamente formal, se debe a las enseñanzas de De Keukeleire. Imitaba a De Keukeleire como un mono. Tenía entonces diecisiete, dieciocho años, y De Keukeleire era un hombre que causaba impresión. No quisiera ir tan lejos como algunos de nosotros que lo pintan como un mártir, no, De Keukeleire murió por sus principios personales, lo que convierte en sospechosos sus principios políticos. Pero en el fondo fue precisamente su inquebrantable honestidad personal, que no beneficiaba en absoluto a la causa que defendía, la que lo hacía digno de admiración; Crabbe tenía buen ojo para esas cosas y estaba fascinado.
»Se quedó a vivir en Almout. Según el mismo Crabbe, por Alice. Y se comprende, porque Alice siempre quiso tener un hijo, lo cual, a Crabbe, le vino muy bien; así, como todos los héroes y algunos faraones, tenía dos madres, una desconocida que quizá siga viva, Dios sabe dónde, y Alice. Vivía en casa ajena, como los abandonados o vagabundos o filósofos errantes de las novelas rusas, en las que Pyotr-de-tal habita una heredad durante treinta años sin que al anfitrión se le ocurra preguntar por qué y cómo. En aquellos días, De Keukeleire era Dios en Almout. Aún le veo, la marcial cabeza erguida, sacando el pecho un tanto estrecho, y los pequeños pies blancos, delicados y lirondos, juntitos en una palangana de agua tibia en la cocina —le recordaba los viejos tiempos, decía, y los Harmedam no osaban manifestar su sorpresa al respecto, ellos que tenían tres cuartos de baño en la casa—y así, allí mismo, en la cocina, con todos nosotros a su alrededor, gustaba de hablarnos del orden que debía implantarse en los Países Bajos, donde flotaba la madera de deriva de la blandura y la desidia, donde se ahogaba la corriente majestuosa del alma, ya reconoce los símiles que Crabbe copió luego en todos sus discursos. Claro que De Keukeleire era víctima, tanto como cualquier otro, de sus propios males, o de sus genes; había en él un puritanismo congénito que le predestinaba sin lugar a dudas a conjurar a nuestro pueblo, pueblo de tragones y gandules mentales, y había también una limitación que se imponía él mismo, desterrando lo degenerado, no, no, lo terrenal que había en él y también en los demás: una bondad natural, una indulgencia, de modo que los que no le conocían, y tanto más los parlamentarios, lo tomaban por un Savonarola. Lo que quiero decir es que De Keukeleire no se abandonaba a esa corriente que nos convierte en marionetas tanto como en personas, que quería ignorar el miasma de la sensualidad y por eso la despreciaba, y que Crabbe, víctima de todo lo que le rozaba, todo lo que le conmovía, nunca supo quitarse de encima ese puritanismo heredado… »… y que después del veinte de mayo, según me contó Sprange, a Crabbe se le rompió el muelle, como suelen decir, o quizá aquel muelle había ido aflojando lentamente sus espirales durante los doce días que necesitó para volver de Francia, esta vez solo, sin De Keukeleire, al que había ido siguiendo a una distancia de —digamos— cien metros en la DKW amarilla de Richard, y al que se había acercado quizá unos diez metros, aquel veinte de mayo de 1940, cuando De Keukeleire y su guardia salieron de los sótanos del museo para ser fusilados. Fue entonces cuando se rompió el muelle, y nosotros, nosotros estábamos en Almout, esperando, durante doce días, sentados junto a la radio, y los oficiales que habían tomado la casa como cuartel dijeron que no tardarían ni dos semanas en pasearse por Piccadilly Circus, y por fin llegó a la casa la DKW, que ya ni era amarilla, de tanto polvo y suciedad, incluso la parte de la carrocería donde los niños habían pintado dibujos y palabras, y no notamos nada raro en Crabbe cuando bajó y vino hacia nosotros y nadie se atrevía a preguntar nada, estábamos enterados de la noticia desde hacía días, ya se habían celebrado funerales en el pueblo en recuerdo de De Keukeleire, y todo lo que hizo aquel día fue encerrarse en su habitación donde, según nos contó Sandra después, se dedicó a dar la vuelta a los retratos de De Keukeleire, a los gallardetes y a las enseñas, no los guardó, ni los rompió, sino que los volvió a colgar con las mismas chinchetas, pero cara a la pared; así se habrían quedado a no ser por Sandra que, después de la guerra, ocupó aquella habitación… (un movimiento ondulante de su garra, abierta e indefensa, en dirección a la casa del portero, como si apartara un hilo de telaraña. Primero extiende la mano abierta en un gesto que en la zona mediterránea significa: te maldigo hasta la tercera generación, y después la mete en el bolsillo de su pantalón de pana, como abochornado por haberse dejado ir. Se para, más alto que yo, rebosando repugnancia y veneración y quiere tocarme porque ya no puede salir de sus palabras ni de sus sentimientos nebulosos, sabe que su comportamiento es patético y que, en su prisa, no acierta a reflejar adecuadamente las impresiones singulares de Crabbe, y sigue hablando para lograr por medio de sus frases numerosas y rápidas la imagen clara, tan absolutamente indispensable ahora, ahora. Y mientras tanto descuida las figuras que conforman su propio lenguaje. ¿O acaso sabe que esas sombras evocadas de Crabbe sólo pueden expresarse en el lenguaje de las revistas de arte, de críticas periodísticas? A ver. ¿Por qué no? Sería entonces una figura estilo Rodin: Crabbe tal como fue tragado por la muerte, reflejado en bronce en un último intento de levantarse en una vida que quiso vivir de forma grandiosa y atroz y que siente escurrírsele de forma aún más atroz, como un flujo de bronce que se endurece. Así, Crabbe se convierte en romano, el hombre de estado anónimo, el administrador de un regimiento para el que el pueblo quiere tener un recuerdo público, noble y discreto, en un jardincillo junto a la iglesia.
La estatua estilo Arno Breker: es la vaina vacía, simbólica, el muñeco plastificado reconocidamente vacío y superfluo de la legión Flandes, con su calavera. Sigamos. El homúnculo: la glorificación mediante recursos actuales, es decir, los del arte decadente, de un maníaco del Tercer Reich, que va a parar a la humillación del modelo; lo cual viene a corroborar que el arte judeo-americano ha triunfado en su ideal.
¿Y la estatua enorme con la antorcha? ¿El fuego que combate el hielo desde hace siglos? ¿Crabbe en mármol inmaculado que por mimetismo ha adoptado el hielo como arma? ¡Sigamos! Me niego). —… lo que Crabbe y sus acólitos, como los llamaba a veces con sorna, hicieron no cambió en nada el aspecto de la guerra, ni siquiera cambió la situación en Bélgica porque, a excepción de algún asunto de orden local, todo siguió más o menos como antes, un montón de palurdos que de vez en cuando salen a votar, según lo que digan los periódicos, según el miedo a un inminente caos que infundan los comentaristas de la televisión, pero el ejemplo de Crabbe ha…
(Detrás de nosotros, la monja, la virgen loca, nos mira la nuca. Se oculta en la sala de juntas, en la figura deformada por el cristal. Sprange empieza a perorar que Crabbe no fue a Rusia para combatir el comunismo ni para consolidar una Europa bajo mando alemán, aunque no le ponía ningún reparo, sino para descubrir algo en su interior, para despertarlo, o para confirmar algo que vislumbró el veinte de mayo. Aunque en Crabbe todo parecía siempre un pretexto).
—Por cierto, insistió en que había liquidado a lo sumo cuarenta rusos, y eso que todos los camaradas lo cifran en por lo menos ochenta. ¿Cómo se explica sino que hiciera sombra a Le Beau Léon, el León de Tcherkassy? Recordará usted que a Crabbe lo llamaban el Perro de Cruskoya en aquel entonces, en el Undécimo Cuerpo de Stemmermann.
«Estábamos rodeados y, desde primeros de enero, los rusos habían estado intentando hacerse dueños del Octavo Ejército. Treinta bajo cero. Estaba claro que sólo un loco o Crabbe podía resistir aquello. ¡Y no sólo resistía, sino que avanzaba! Estaba con nosotros un hombre de la PK, Claessens, el Rubio, como si lo estuviera viendo ahora mismo, amoratado de frío y de miedo y de asombro, y dijo: “Escuchad, o nos largamos de aquí rápidamente o…”. “¿Qué?”, preguntó Crabbe, escupiendo una bolita de tabaco de mascar, y el Rubio se hundió el casco en la cabeza, apenas se le veían los ojos, y no volvió a abrir la boca.
Hay que tener en cuenta que en aquellos días también escuchábamos las retransmisiones enemigas, que también leíamos las hojas de propaganda contra Hitler que llevaban los generales prisioneros, y qué fácil nos hubiera sido pasar al otro bando, sanos y salvos. Pero Crabbe aplastó el hielo con su tacón, lo retorció entre los cristales blancos, y dijo: “Puede que no podamos salir de aquí, pero mientras yo sea…” y se ajustó la bufanda de piel, regalo de Richard, y dijo, en el fondo dirigiéndose a mí tanto como al hombre de la PK que había pedido explicaciones, que quería que le justificaran la soberbia sabihonda de Crabbe y, por lo tanto, según Crabbe, estaba en estado de letargo, muy por debajo de la verdadera conciencia, dijo: “Una palabra más que se parezca a lo que ibas a decir antes y haré que te corten los párpados”, y se alejó, con aquellos pasos largos típicos de él, se alejó de nosotros, sonámbulos escépticos a sus ojos, y yo, entonces Scharführer, ni siquiera yo hubiera podido hablar claro, o sencillamente decir lo que pensaba; todos nosotros, sus acólitos, nos quedamos y él nos sacó de aquello…».
(Ella, la de la ventana, ¿nos llama? ¿Nos hace señas? No llevo mis gafas, me duele el tobillo y no me atrevo a tocármelo, huyo lo más discretamente posible del Scharführer y del terreno peligroso, hacia la hilera de olmos y, en mi mezquina agorafobia, me encojo y me quedo paralizado. ¿Qué? ¿Está haciendo señas? Está cazando moscas. ¡Ya! Las atrapa).
—… cuando supimos que había muerto, no obtuvimos pruebas, pero a la larga hubiese dado alguna señal de vida, ella se trasladó a la habitación de Crabbe, la fumigó durante dos días, tapando todas las grietas, rendijas, agujeros en ventanas y puertas, cada centímetro cuadrado…
»Crabbe se burlaba de ella a menudo; un día, ella tenía el periodo y a Alice se le había escapado un comentario al respecto, Crabbe la llamó delante de mí: señorita Indispuesta. Ella tendría entonces unos trece años.
»… Nunca supo por qué causa luchaba Crabbe, qué intereses le movían; toda la constelación política le importaba un pimiento. Sólo hace un par de años que demuestra interés, y no por lo que está ocurriendo ahora, sino por lo que se cocía entonces, en una especie de homenaje a su recuerdo, pero entonces no le importaba en lo más mínimo, y cuando en Almout se discutían temas, ella asistía con cara de burra, y él a veces, para tomarle el pelo, y en el fondo para tomarles el pelo a toda aquella tropa con sus ideales, reglamentos y contraseñas, se dirigía a ella en mitad de la conversación: “No es cierto, señorita que…”, lo que fuera, y ella se ponía roja como un tomate, la pobre, pero no estaba más intimidada que los caballeros uniformados, o mejor dicho, “los sacerdotes”, que formaban corro a su alrededor, y entonces Alice solía decir: “Para ya, muchacho, que le haces sufrir” y, como si tal cosa, él seguía hablando con la vehemencia que le caracterizaba, como si creyera en todas esas cosas del reino de Borgoña y los males del capitalismo…
»… Ella le estuvo esperando mucho tiempo. Cuando Richard e incluso Alice habían perdido todas las esperanzas y se habían hundido en el estado que acabas de contemplar, lamentable, aún entonces se resistía y hacía llamadas al ministerio, a Alemania, o se iba a la prisión de St. Gillis para hablar con los últimos que lo habían visto (decían que en Polonia o en Normandía, se inventaban de todo porque pensaban que una aristócrata podía conseguir que les soltaran).
Al final también ella desistió y trasladó sus enseres a la habitación de él y no dejó que nadie la ayudara, y desde entonces también empezó a ir a Bruselas y a Knokke, en su MG, según ella a ver a sus amigas. ¿Cómo dice? Hace poco estuvo en un baile de disfraces, ¿usted lo sabe?…
(Mareo, vértigo, agorafobia. Pero sigo sin moverme. Digo que no con la cabeza, procurando que mi rostro quede fuera de su vista).
—Bueno, hasta la vista, como solía decir Crabbe: Wir sprechen uns noch...
Un texto perteneciente al libro «El asombro», de Hugo Claus.
Hugo Claus (Brujas, 5 de abril de 1929-Amberes, 19 de marzo de 2008) fue un artista belga polifacético, tanto escritor como poeta, dramaturgo, pintor y director de cine, considerado uno de los novelistas más importantes de Flandes. Su obra se caracteriza por una gran diversidad de temas y estilos: del más trágico al burlesco, de la banalidad cotidiana y el obsceno al amor excelso, del universal al local. Algunos de sus temas preferidos son el amor de la madre, el odio hacia el padre ausente, la sexualidad, la culpabilidad inducida por el catolicismo, el autoritarismo y la hipocresía del clero, la relación ambigua de muchos flamencos que simpatizaron con el ocupante alemán durante la Segunda Guerra Mundial y la estrechez de mira de la pequeña burguesía en Flandes durante la posguerra. Claus nunca tuvo miedo de luchar contra cualquier tabú. Mezcla elementos autobiográficos con temas universales. A menudo, la misma obra permite diferentes lecturas, desde la lectura aparentemente recreativa hasta la novela profunda de un buen observador del humano y de la sociedad.
📷 Apache.be (origen)
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