«Bandera roja», un relato de la autora brasileña Caroline Cruz

Primera parte
En nuestra primera cita, Juan me lanzó una mirada que hizo a mi sexo reaccionar, palpitar… Una palpitación aguda bien en el medio de mi… buceta. Era la primera vez que lo notaba y concluí que le salió natural, como parte de la excitación de conocer a alguien y de la calentura acumulada por meses de reclusión por la pandemia. Pero me encaró de la misma forma cuando nos juntamos la segunda vez y ahí no me quedaron dudas: era una técnica y él sabía exactamente lo que estaba haciendo. En algún momento inesperado de la noche, él tenía sus ojos semicerrados y transmitía el mensaje sin siquiera abrir la boca: “llegará el momento de follarnos y cuando eso pase… tú lo vas a disfrutar.” No tengo idea de cómo o dónde ha aprendido a hacer tal truque, pero funcionaba; me masturbé por una hora cuando llegué a casa después de la primera cita y lo mismo pasó la segunda y tercera vez que nos vimos. Aquella cara me excitaba en demasía, a pesar de que, algo tímida, siempre buscaba refugio en cualquier otro rincón que no fuera sus ojos cuando todo ocurría.
Al final follamos solamente la quinta vez que nos juntamos y, como un viejo político que promete mucho mientras está en campaña, pero que no cumple ni el 10% del proyecto de gobierno una vez que fue electo, Juan decepcionó.

Trigger Warning: violencia sexual, violencia de género.
Acordamos de estar en su casa alrededor de las 20 h. Cuando me abrió la puerta, el olor a
alcohol llegó antes… ¿Estaría borracho?
– Borracho, no… alegre… – dijo al corregirme – Bebí algunas copas de gin con amigos cuando salimos del trabajo… pero estoy bien.
Algo me hizo pensar que la noche no terminaría bien. Red Flag.
Mientras cocinaba, noté los detalles de su casa: DOS Biblias distribuidas por el escenario, el santo en la pared y el cuadro de Bob Marley fumándose un caño arriba de la TV. Intenso.
Abrimos un vino y se me ocurrió tomar rápido para que quedáramos en la misma sintonía, pero fue imposible alcanzarlo, ya que siguió tomando. Dos botellas más, o mejor dicho, una y media; él dejó caer parte del contenido de la segunda… al suelo.

Cuando finalmente empezamos a besarnos, el hombre reveló un cuerpo milimétricamente
trabajado. Desde los brazos al abdomen, los muslos y las pantorrillas: no existía un solo miligramo de grasa en ninguna parte y me intimidé. El peso de la presión estética vino galopando con una antorcha en llamas en las manos, preparado para hacerme dudar que él pudiera sentirse atraído por mi cuerpo, pero me acordé de aquella mirada sexy y alejé los pensamientos como si fueran moscas. Aquella era una noche que ya esperaba hacía casi un mes y no iba a permitir que mis inseguridades acabaran con ella. Él acomodó su cuerpo sobre el mío cuando yo recién me había quitado el calzón. Existió alguna interacción preliminar hecha muy por debajo de cualquier expectativa, por protocolo y, aunque no estuviera completamente erecto, ya me iba penetrando sin condón. Hasta aquel punto, todas las otras banderas rojas parecían menores, pero a partir del momento en que tuve que alertarlo sobre el preservativo, ya sabía que él me entregaría un sexo sin sentido, machista y que me decepcionaría de muchas maneras. Aun así, seguí. Creo que contando con lo que habíamos vivido hasta entonces y también con la esperanza de que yo pudiera conducir aquel sexo hacía un final feliz. Él se levantó, sacó el condón del armario y volvió para penetrarme. Empujó aquel espagueti mal pasado dentro de mi cuerpo y, al percatarse de mi falta de lubricación, lo sacó nuevamente, lamió las puntas de sus dedos lo suficiente, rasgueó mi vagina y volvió a penetrarme.

“¿Por qué no le digo a este desgraciado que no es así que se folla? Sus caderas parecen un martillo hidráulico… no es posible que esté disfrutando esta metedura a la xvideos.” –
Juan hacía ruidos y performaba como un actor porno. Ahí, en el medio del acto, me lanzó
aquella misma mirada que antes me hacía sentir excitada, pero ya no surtía el mismo
efecto, sino todo lo contrario: me dejaba más seca que el desierto de Atacama y ojo que se trata del desierto más árido del mundo. “¿Dónde estos weones aprenden a follar?”
– Cambiemos un rato… – intenté. Ahora yo estaba arriba de aquel pico medio erecto, medio
cansado, pero tan pronto noté que nada sacaba a mi clítoris de la más profunda omisión,
desistí. No funcionaba y no había química.

Dije que paráramos unos minutos; ¿Por qué? Preguntó con un tono de voz que me pareció irritado. ¡Porque quiero, mierda! Porque esta mierda de metesaca sin sentido ya me va doliendo y porque follas como si quisieras abrir un agujero en mi útero… fue lo que hubiera querido contestarle, pero apenas le dije “porque me duele”. Él se acostó a mi lado, suspiró frustrado y retiró el condón lanzándolo al suelo cerca de la cama. Hizo cuestión de dejar claro que estaba molesto con mi rechazo, o resistencia, en seguir teniendo sexo. Intenté hablarle sobre asuntos diversos, pero en ningún momento él subió a bordo y generaba así un silencio incómodo en el ambiente. Yo ya sabía que aquella actitud estaba mal, que era egoísta, infantil y machista, pero seguí allí, acostada a su lado en silencio. Después de un rato, besé su rostro suavemente, y Juan interpretó mi gesto de afecto como una invitación para un segundo round, entonces saltó arriba mío con prisa de nuevo. Sacó otro condón y, en cuestión de segundos, ya estábamos follando otra vez.

¡No estaba bien! No había demostrado yo ningún interés en tirar; ya le había pedido un tiempo, la verdad… pero no le dije nada y, aunque sintiera dolor, soporté algunos segundos más de aquel mismo sexo incómodo.
Empecé a sentirme acosada y pasada a llevar.

Mientras él seguía, mi mente posó en una conversación que tuve con mis mejores amigas muchos años antes. Confiábamos episodios de insistencia de nuestros parceros, que estaban tan normalizados que ninguna de nosotras pensaba que el nombre real de esta acción es… violación.
– ¡Ah, Tatiana! ¿Quieres decirme que en años de relación tú nunca lo hiciste sin ganas?
 ¿… que siempre que Uds. follan… estás siempre 100% horny?
Tati sonrió sin gracia. La negación salió un poco tímida. Era parte de nuestro “rol social”: abrir las piernas, fingir que se siente placer, hacer ruidos, poner caras y esperar a que él acabara lo más pronto posible para entonces respirar y dormir en paz. Pasó con pololos, hombres con los que tuve apenas un encuentro casual y ahora pasaba con Juan.
Mi cuerpo trató de rechazarlo como si quisiera expulsarlo de mí y con una voz firme le dije: PARE. Él se detuvo molesto nuevamente y preguntó “¿Qué pasó ahora?”, pero yo ya no permitiría que siguiera lastimándome y le dije con todas las letras:
– Te dije para que paráramos. ¡Te dije que no quiero tener sexo ahora!
– Okay. Okay. – refunfuñó y se quitó de encima lanzando otro condón al suelo.
Lo que pasó después de ese momento fue una serie de intentos de un hombre desesperado por penetrar a toda costa. Salió del baño en algún momento y simplemente puso
su sexo en mi cara forzando un 69 sin contexto.

¡Para!, le dije. ¡Disculpa!, pidió y luego, después de cinco minutos, intentó penetrarme por detrás con violencia. ¡Para!, ¡Disculpa!, y seguía insistiendo… él no iba a parar; ya había ultrapasado el área gris, aquel límite sutil que muchos hombres transgreden haciéndose los que no entienden; el rol de ingenuos para obtener lo que quieren y como quieren. La mirada, que antes me hacía sentir placer, ahora me daba miedo. Me vestí. Al sentarme a su lado en la cama, Juan dijo que no entendía lo que estaba pasando o por qué lo estaba tratando de manera tan… hostil. Me confundía. ¿Será que él realmente no ve problema en lo que está haciendo?
– No entiendo. ¿Por qué me tratas así? ¿Por qué actúas así? No esperaba esto de ti…
– ¡Me estás violando! – la frase salió destapando un llanto que tan pronto llegó a la garganta, retornó al estómago. Él se ofendió, ahora parecía ver la gravedad de la situación.

– ¿Qué? ¿Violándote? ¿Estás loca?
– ¡Loca no! Te pedí que pararas y sigues insistiendo en un sexo que no quiero tener… ¡Es violación!
– ¿Me estás llamando violador? ¿Violador?
– Entonces, ¿qué palabra debería usar? ¿Cuál es la palabra que se debe ocupar cuando alguien te fuerza a tener sexo? ¿Sin su consentimiento?
Me encaró por mucho tiempo en silencio. Después agachó la cabeza y ahí todo se puso mucho más confuso. Empezó a esconder su sexo entre sus muslos; sentía vergüenza, pedía disculpas, pero a la vez me seguía mirando de la misma manera que en aquel punto ya me hacía sentir asco. Juan decía que estaba arrepentido , pero, en el fondo, esperaba que, de la nada, yo pudiera sentir ganas para volver a tener sexo con él.
– ¡No me mires así! – grité mientras buscaba mis cosas que estaban en su living.
– ¿Así cómo?
– ¡Tú sabes exactamente cómo!
– Me intimidas… – susurró.
– ¿Qué?
– Si, me intimidas… – repitió intentando pasar las manos por la parte interna de mi muslo. ¡Suficiente! Fui por mis zapatos, saqué un helado que había llevado como postre y salí por su puerta con una mezcla entre enojo y tristeza. Abusaba de mi buena voluntad para hacer valer su deseo y yo ya no podía ignorar lo que sentía.
Mientras bajaba en el ascensor, un sentimiento antiguo y bien conocido invadió mi pecho:
culpa. ¿Tal vez esté exagerando? Creo que estoy exagerando. Pero realmente me duele… mi vagina duele, fue violento. ¿Pero, será para tanto?
Definitivamente, no había imaginado acabar la noche chupando un helado de chocolate entre lágrimas mientras esperaba a que mi Uber llegara al hall de su predio. Algunas personas me miraban con curiosidad, pero ninguna se acercó para saber si realmente estaba bien.
Nunca más va a querer salir conmigo de nuevo. Lloré. Al entrar al auto, me di cuenta de
otra serie de desgracias: estaba sin mis llaves, mi celular ya no tenía batería y yo pretendía
pagar en efectivo, pero lo que tenía no alcanzaba. Lloré. El conductor se enojó y con toda razón. En casa, tuve que tocar el timbre de un vecino para que me abriera la reja.

Lloré. Logré prender mi celular por un minuto, el tiempo justo para lo que necesitaba hablar con la roomie que, a pesar del sueño pesado, despertó y me abrió la puerta.
– ¿Estás bien?
– Sí, todo bien… – contesté tragando el llanto.
Entré a la ducha y me sentí aliviada y segura por estar en mi casa, pero en un estado de
confusión gigantesca: no sabía separar la culpa del enojo y el enojo del miedo. Por horas me acordé de todos los parceros que insistieron, algunos con violencia, otros más sutiles, y no podía parar de llorar. La actitud de Juan trajo recuerdos de todos aquellos hombres que se rehusaron a ocupar condón y de los que, cobardemente, sacaron la protección en medio del sexo sin que yo lo notara; además de los que insistían en prácticas que a mí no me gustaba hacer.
Me acordé incluso de todas las veces en que me dijeron: “… pero así son los hombres”.
Sin embargo, aquella noche, envié un mensaje a Juan pidiéndole disculpas por lo ocurrido. En mi cabeza, yo había arruinado todo. Había desechado la oportunidad de conocer a una persona interesante por cuenta de heridas antiguas.

En la mañana siguiente, Maca, mi roomie, pidió que la actualizara sobre mi noche. Las
expectativas eran altas, ya que yo había encontrado a alguien que parecía bacán y cariñoso.
– Hubo un drama…
– Hm… ¿qué pasó? Percibí tu cara rara cuando abrí la puerta anoche, por eso te pregunté si estaba todo bien y me dijiste que sí… en fin, ¿qué pasó?
– Sí, por supuesto… gracias por abrir la puerta, salí sin mis llaves, mi celular se descargó y no tenía plata para pedir un Uber…
– ¡Caos!
– Caos… Con Juan… lo que pasó fue que le pedí que paráramos de tener sexo en un
momento y siguió insistiendo. Ignoraba completamente el hecho de que no quería seguir… Entonces lo acusé de violarme… Creo que exageré; él reaccionó mal… En fin, una
mierda…
– ¡Maldito sea! – dijo decidida.
– No sé, pero eso ya me ha pasado tantas veces que… creo que exageré. Fue como un trigger, ¿sabes? Algo que me desencadenó cosas del pasado. Lo acusé… Fui directa. Cuando vi que no íbamos a entendernos, salí. Lo dejé ahí solo porque ya sentía mucho miedo. Él parecía no poder controlarse… llegué a la casa en lágrimas.
– Amiga, todo lo que se hace más allá de lo consentido y acordado es violación. Punto. Sí, tú tienes toda la razón. Un no significa NO. Si tú no querías, él no tenía que estar insistiendo. 

Las palabras surgieron como la mano amiga que necesitaba para sacarme de las sombras y
entonces me sentí segura sobre estar en lo correcto en relación con lo que había pasado. –Incluso, lo único positivo de todo eso fue justamente que tú te levantaste y te fuiste… ¿Sabes? Cuantas veces nosotras ignoramos… Cedemos ante la insistencia… fingimos que no está doliendo o que a una le gusta lo que pasa… Me parece extremamente justo que tú te hayas levantado y lo hayas dejado allá.
– Me fui, pero me sentía muy confundida, creía que estaba exagerando…
– Sí, porque nosotras somos moldeadas para sentirnos culpables. Nuestros cuerpos deben estar siempre a disposición de estos weones… si no, ellos buscan en otro lugar.
Cuanto más hablábamos, más veía que los lazos afectivos que había construido con Juan me hicieron bajarle el perfil al nivel de violencia de lo ocurrido, pero los hechos no mentían. ¿Si no me hubiera levantado y salido, quién sabe lo que hubiera ocurrido en aquel departamento?

Maca sentía odio. El odio que apenas imaginamos o somos testigos de otra mujer sufriendo
violencia, porque a veces es difícil medir la gravedad de la situación cuando nosotras mismas las protagonizamos, especialmente, cuando estamos involucradas afectivamente con alguien, pero muy fácil de entender lo que no está bien si ponemos a otra mujer en nuestros zapatos. Una amiga, hermana, una prima, colega, jefa, vecina… Mientras hablaba con Maca, imaginé a mi hermana menor pasando por exactamente la misma situación que yo y sentí un odio bruto que no necesitaba ser lapidado.
Solo entonces entendí que dicho sentimiento de culpa era ridículo y me sentí una gran idiota por haber llegado a casa y, a pesar de todo, haberle enviado unas disculpas. Pero eso no quedaría así por mucho tiempo…
Juan contestó aquel mensaje muchas horas después y en ningún momento me pareció
verdaderamente preocupado por mi estado de ánimo, pese a haberle dicho que había pasado la noche llorando.
– Lo siento… Siento que hice algo mal… – fue lo que me escribió y entonces, le di un discurso. Esta vez, y con razón, segura de que en aquella historia, de principio a fin , el equivocado era él. Aún así intentó manipularme dos veces, con la certeza de que vacilaría, cedería y pediría disculpas por restregar en su cara que él no tenía permiso para ni siquiera tocarme sin mi consentimiento.

– No esperaba eso de ti…
Pero yo estaba afilada, acompañada y cierta.
– ¿Eso qué, Juan? ¿Acaso fui yo quién siguió insistiendo en hacer algo que tú no querías?
Juan jugaba con el cariño que, en pocas semanas, desarrollé por él, y ante la imposibilidad de hacer uso de la manipulación, desistió. Me pidió disculpas, dijo que nunca había pasado por algo parecido con nadie y que no lo había hecho con la intención de dañarme. Sugirió que saliéramos otro día para conversar, pero mi interés en seguir conociéndolo ya no existía.



Caroline Cruz es una escritora brasileña de 33 años asentada en Santiago de Chile desde hace ya ocho. La mayoría de sus escritos son del tipo autobiográfico, pero, de vez en cuando, se permite jugar a retratar la vida ajena; escenas que ha vivido en carne propia o de las que ha sido testigo directa y que le brindan inspiración para escribir sus reflexiones. Caroline reconoce que es la escritura quien la ha salvado, en innumerables ocasiones, de la intoxicación —por cuanto siente a veces vomitar palabras— y de variados sentimientos que la harían enfermar si para sí los guardase. Además de servirle la escritura como medio para luchar contra la profunda cosificación, esta ha sido para Caroline un alero que la protege principalmente de la soledad, pues, cuando escribe, dice sentirse infinitamente acompañada.

📖 Lee otros textos de Caroline Cruz (en Herederos del Kaos): Donde nacen las mariposasGiuseppe Adami, 57

Photo by Sharon McCutcheon on unsplash.


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