La voz como herida ritual: Diamanda Galás y el exorcismo del mundo | Por Juan Carlos Vásquez

La voz como herida ritual: Diamanda Galás y el exorcismo del mundo  | Por Juan Carlos Vásquez

Entre finales de los años ochenta y mediados de los noventa, escuchaba thrash metal. Mi afinidad por la música extrema es innegable, y desde entonces he mantenido un vínculo estrecho con la escritura —un lazo que nunca se rompió, aunque con el tiempo mis gustos musicales hayan evolucionado. La esencia, sin embargo, permaneció intacta.

En un artículo titulado “El horror hecho música” traté la carrera de Anna-Varney Cantodea y Luror, entre otros. Esta vez quiero profundizar en la vida y obra de

Diamanda Galás, una artista que no solo desafía géneros, sino que reinventa la voz misma como arma y ritual.

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Diamanda Galás no busca la belleza sino la herida. La primera vez que la escuché fue como presenciar una ruptura: el lenguaje domesticado se volvía grito, el canto se convertía en exorcismo. Nada ornamental. Todo era carne, fuego, ruina.

Su presencia escénica me hizo pensar en una plaga con rostro humano. Mujer, disidente, hija de la tragedia griega y de la pandemia del sida, Galás transformó la venganza en forma de oración. El horror era el tono.

"My work has always been about the use of the voice as an instrument of truth and terror." Esa frase no me suena a declaración. Me suena a advertencia. Galás siempre invoca.

En el centro de su obra está la enfermedad. No sólo el sida como realidad biológica, sino como condena moral. Plague Mass fue, para mí, una misa de furia. La escuché como quien presencia una autopsia hecha con gritos.


Plague Mass

Allí estaba la iglesia, el abandono, el estigma. Allí estaba ella, alzando la voz por los cuerpos olvidados, descompuestos, exiliados incluso en la muerte. La religión calló. El Estado no quiso mirar. Ella gritó hasta romperse.

La enfermedad era un campo de batalla. Y su cuerpo, un arma.

Bruja. Bestia. Histeria. Poseída. Todos los nombres que le lanzaron, los usó como trajes de guerra. Si la sociedad teme a la mujer furiosa, Galás se volvió furia. Si teme a la enfermedad, se volvió epidemia.

Su escenario es un altar pagano, un espacio de ritual. Es la poseída. Es una presencia que revienta la escena.

Su voz es una arquitectura imposible: desde el susurro hasta la estridencia, desde el llanto gutural hasta la glosolalia. Nadie ha usado la voz como ella para desgarrar todo lo que la rodea.

Detrás de ese salvajismo hay una técnica quirúrgica. Cada intervalo roto, cada espasmo fonético, cada nota prolongada como un lamento que no acaba. Nada está puesto al azar. Todo está afilado.

La he visto sentarse frente al piano como quien abre un cuerpo. Lo golpea, lo lacera, lo usa para convocar algo. No hay melodía que consuele. Hay pulsos oscuros. Golpes. Reverberaciones como ecos de un crimen.

El piano se vuelve un altar. O un cadáver. O las dos cosas a la vez.

Sus discos son monumentos en negativo. En Defixiones no canta a los muertos. Los devuelve. Hay invocación. Hay rabia.


Defixiones

Galás hace hablar a los cuerpos silenciados. Su obra es un archivo espectral. Una necropoética: ese engranaje simbólico de producción de códigos, gramáticas, narrativas e interacciones sociales a través de la muerte,

Galas no pertenece a ningún canon. No es parte de ninguna escena. Es un organismo fuera del sistema. Ha devuelto al arte su carácter ritual, su poder herético.

Su voz se sufre. Se atraviesa. Ha convertido la enfermedad, la locura, el duelo y la exclusión en una forma sonora.

Para entender la singularidad de Diamanda Galás dentro del panorama de la música extrema y la performance radical, es revelador contrastarla con otros dos artistas que también exploran el cuerpo, la voz y la transgresión desde territorios liminales: Anna-Varney Cantodea (Sopor Aeternus) y Luror.

Galás es el cuerpo hecho grito, la presencia ritual que habita la herida abierta del mundo. Su voz es una fuerza física, cruda, casi violenta, que se niega a domesticar el dolor o la furia. En ella, el cuerpo enfermo se vuelve arma y altar, el canto es un exorcismo colectivo contra la indiferencia y la muerte.

Anna-Varney Cantodea, en cambio, transita un paisaje interior distinto: la voz se desliza en susurros y lamentos góticos, atrapada en una atmósfera de melancolía barroca y desolación espectral. Su arte es un refugio para el alma rota, un ritual de duelo y autoconocimiento que resignifica el cuerpo desde la fragilidad y la ambigüedad de género.

Luror, proyecto radicalmente distinto, se sitúa en la frontera del nihilismo y la abstracción sonora. La voz en Luror es un eco frío, una declaración filosófica sin concesiones, donde la identidad se disuelve en un paisaje sonoro de oscuridad absoluta. Aquí, la música no busca exorcizar ni consolar, sino confrontar el vacío existencial.



Short interview

Mientras Galás grita con subliminal vocalización para que no olvidemos, Anna-Varney llora para que sintamos y Luror piensa para que aceptemos la nada. Tres maneras diferentes, pero convergentes, de usar la voz como un espacio de resistencia frente a la devastación del cuerpo, la memoria y el espíritu.

Este contraste ayuda a calibrar la radicalidad de Galás: su obra no es una mera expresión de dolor, sino un ritual de venganza sonora, una lucha encarnada que reclama justicia con cada nota desgarrada.



Diamanda Galás, nacida en San Diego, California, el 29 de agosto de 1955, es una cantante, artista escénica, compositora y pianista de formación clásica con ascendencia griega. Desde sus comienzos, se ha destacado en la música de vanguardia, creando un universo sonoro experimental y oscuro que muchos reconocen como “galasiano”. Su obra atraviesa géneros como el jazz, el góspel, el blues y el darkwave, entre otros, mostrando una versatilidad inquietante y poderosa.


Juan Carlos Vásquez es autor de "Wards island: El lado oculto de Nueva York. Website.


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