Alea homo faber-El hombre fábrica su suerte-
Damir Binitsky tenía setenta y siete años. Sus padres habían llegado a México en 1928, en la ola de migración del caído Imperio Otomano. Hablaban ladino, un dialecto parecido al español; eran descendientes sefarditas, según entendía Damir, aunque su nombre original se perdió entre los recovecos del parentesco. Inicialmente habían intentado llegar a Nueva York pero el barco no recibió permiso en la Isla de Ellis y solo una treintena de migrantes pudo descender. La pareja Binitsky tuvo que seguir su camino y pagar un complemento de su boleto. Bajaron en Veracruz, en el antiguo malecón de madera que auspiciaba la única instalación para migrantes.
“Nombre, procedencia, religión, edad y acompañantes… si tienen recomendación, anótela al reverso.” Dijo el oficial de migración al momento de verlos cara a cara. Los padres de Damir se instalaron los primeros meses en el puerto. Su primer año lo cumplieron en Córdoba, y dos años después llegaron a la Ciudad de México. Con los ahorros logrados en el puerto y en Córdoba, así como la red de amistades, conocidos y patrocinadores de la comunidad judía, pudieron instalar un negocio de telas en la zona de la lagunilla. Por aras del destino, el local de telas se fue moviendo de la Lagunilla a lo que se conoce como 20 de noviembre. Damir fue el primer y único hijo de la pareja, nació en 1931.
Damir aprendió el negocio familiar. Estudió la primaria y la secundaria, llegó al segundo año de bachillerato pero dejo la escuela para poner su propio negocio; relacionado a las telas aunque independiente de sus padres: ropa. Traía ropa de Puebla y Veracruz –a veces importada- para sus clientes importantes, y compraba ropa a sus amigos, también judíos. Pasaba la mayor parte de su tiempo en su negocio, igual que sus padres. Llegaba a las ocho de la mañana y se iba las ocho de la noche. Eventualmente contaba con empleados para ayudarle a vender o encargarles el negocio algunas horas, nunca todo el día. Damir descansaba los sábados y casi todos los domingos. Rezaba diario y acudía a la Sinagoga regularmente. Cuando cumplió veintisiete años se casó, ante los ojos del juez, de Dios, de sus padres, de los padres de ella, de la comunidad… Con la dote de ella, como era la costumbre, amplió su negocio e intentaron tener hijos, nunca pudieron.
Al paso de los años, el nuevo matrimonio Binitsky, se convirtió en uno más. Daban trabajo eventual a los desamparados y viajaban constantemente para comprar ropa, ésta nunca la regalaban. Se ocuparon en viajar a los centros de moda solo por el placer de hacerlo, sabían que siempre estarían muy lejos de hacer negocios a la altura de París, Roma, Nueva York o Tokio. Don Damir –ya para entonces Don- se las arreglaba para dejar su negocio abierto y funcionando, mientras, daba vueltas por el mundo con su esposa. Treinta años pasaron. Sus padres murieron en el curso del tiempo, y Damir no recordaba si había sido un martes lluvioso o un miércoles soleado, para él era prácticamente lo mismo, aunque sabía que había sido un día después del otro.
Doña Sara, su esposa, había muerto de cáncer. Damir recordaba que había sido un viernes por la noche. Fue la única que vez que su negocio quedo cerrado por cuatro días. Cuando regresó a abrir los candados y levantar la cortina de acero, sintió un escalofrío cruzarle la espalda un temblor en las rodillas. Era la pena, la pesadumbre y la tristeza que sabía que tocaban a la puerta para quedarse. Desde ese momento, Damir sabía que acudiría a la Sinagoga más seguido, a su negocio. Se imaginaba rezando y esperando, viendo los años pasar, mientras la gente caminaba y reía frente a las puertas del local 16-B del número 21 de la calle 20 de noviembre.
II
Juan Benítez nació en Río Blanco, Veracruz. A unos cuantos kilómetros de Orizaba, y a unos veinticinco de Córdoba. Juan salió de Río Blanco hacía Atlixco, Puebla cuando tenía diez años. Su familia lo mandó a ayudarle a su tío en el apesadumbrado oficio de la albañilería. Durante cinco años pudo aprender las bases técnicas y manejos de la industria de la construcción, hasta que su tío murió y no encontró trabajo de nuevo. Los conocidos de su tío y sus antiguos empleadores no le consideraron tan buen trabajador y no le ofrecieron más trabajo. Juan tuvo que migrar nuevamente, sin poder regresar con una familia que cinco años antes lo había abandonado. Decidió ir a Puebla, a la capital, y su suerte no cambió mucho. Después de dos años deambulando por trabajos sin mañana y sin paga segura, llegó a la Ciudad de México, a los diecisiete años aproximadamente. Se refugió en las vecindades del centro donde le rentaban un cuartucho por unos cuantos pesos a la semana. Invirtió sus escasos ahorros en malpasar los días sin futuro. Cuando no tenía dinero, sabía que tenía que pagar a la vieja administradora un par de noches placenteras, soportando a sus perros viejos y sus apestosos pies.
En unos cuantos meses Juan se tuvo que enrolar en los negocios turbios del centro de la ciudad. El robo de estéreos le pareció fácil y su misterio fue develado por sus nuevos vecinos y amistades. La venta de objetos de bajo valor, robados y timados, fue otro regalo del barrio. Al paso de otros meses, cuando cumplió la mayoría de edad, Juan ya se había convertido un conocido desvalijador, comerciante y traficante de cosas robadas, sobretodo por su habilidad y sus ganas. Aprendió que en tres días de “trabajo” podía ganar lo que en una semana ganaba con su tío. Pero la suerte no es eterna. Juan tendría que aprender también a robar a los transeúntes, a los pasajeros del transporte público, a los taxistas… ya para entonces habría comprado su primer revolver súper calibre .38 y a este le siguieron una .22 a escuadra que era fácil de esconder y una .45 también a escuadra que imponía más que respeto, miedo.
Por las noches Juan rezaba para no tener que usarla en uno de esos días de “trabajo”, aunque pensaba que estaría preparado llegado el momento. Pegar, huir y esconderse. Un lema que más que consejo se convirtió en su regla. Y al paso de los primeros años, Juan se encontró solo. Sin los amigos y conocidos que le habían ayudado a entrar al “negocio”, en el mismo cuartucho de vecindad, en la calle Colombia número 16, interior 8.
III
El día de la independencia abren los comercios medio día. Damir Binitsky siempre los aprovechaba para poder vender un poco más, aunque en los últimos cuatro años, sus ingresos y ganancias habían caído a tal grado, que una de sus nuevas atracciones era una maquina de palomitas. Consistía más en una vitrina de palomitas que una maquina como las que hay en el cine, y en donde vendía bolsas de papel por tres pesos, topadas con producto; si el cliente era de su agrado le ofrecía salsa, hecha en casa y no muy buena, de vinagre con chile piquín y limón. A veces todo lo que tenía por ingresos eran sus ventas de palomitas. Alguna que otra vez, un aventurero se adentraba a ver las viejas ropas en el interior del local. Damir se daba cuenta de que no vendía, y ya no le importaba.
Esa mañana llegó a abrir el local. Cuando abría el primer candado de la cortina de acero, escucho una voz por detrás: “Don ¿no tiene palomitas?”. Cuando giró su cuerpo para incorporarse, sintió una mano en el hombro que le regresó a estar en cuclillas. “Tranquilo, ya sabes a qué vengo ¿no?”. Damir negó con la cabeza. La persona de la voz le pidió que terminara de abrir el local y que no le pasaría nada. Para entonces, sus manos ya temblaban, pero no entendía por qué.
Terminó de abrir, levantó la cortina de acero y sacó la maquina de palomitas, fue entonces cuando vio al joven. Era moreno, de cabellos chinos, enroscados y grasosos. Traía un pantalón de mezclilla y una chamarra de la misma tela.
-¡Déjate de pendejadas, no quiero palomitas! ¡Saca la registradora y dame todo el efectivo!
-N-no tengo efectivo, vendo muy poco…
-¡Mira pinche judío, o me lo das o te doy un plomazo! –advirtió el joven moreno, mientras sacaba una .45 a escuadra que imponía más miedo que respeto.
-No, no. Es verdad, no tengo nada. Si quieres…
En el aire se escucharon dos tronidos. Eran dos sonidos huecos y secos. La poca gente en la calle giró la mirada y vio a un tipo correr con una pistola en la mano y a un hombre de edad avanzada tirado en el suelo, sangrando. Algunos mirones saquearon el local antes de ayudar al viejo y dar aviso a la policía. La policía llegó veinte minutos después del aviso, y la ambulancia en veinticinco. Damir Binitsky había muerto, no como él quería, en su cama, viendo el viejo retrato de su esposa. La policía buscó al tirador, pero no halaron a nadie.
III
Juan Benítez, regresó a Río Blanco. Encontró trabajo como albañil, se casó y construyó una casa junto a las vías del tren que iba y venía de Veracruz. Se deshizo de sus armas con un conocido del barrio de la lagunilla. La .45 la arrojó en partes a los basureros de las afueras de la ciudad. No volvió a la Ciudad de México. Nunca pudo reconocer a su familia, a aquella que lo abandonó a su suerte cuando tenía diez años. Pasó muchas tardes mirando pasar los escasos trenes por la ventana que había construido y que miraba a las vías. Nunca volvió a hablar de la Ciudad de México. Juan Benítez tuvo una hija y un hijo. Su hijo murió en un accidente automovilístico cuando tenía dieciocho años. Su hija tuvo un hijo, que en honor al abuelo ejemplar, también se llamó Juan.
ALEJANDRO CASTRO.
Ciudad de México. Tiene estudios de Relaciones Internacionales y Lengua y Literatura Modernas Inglesas.
Ilustración: la imagen de portada ha sido remitida por el autor de la obra.
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