Negación
Mi menstruación llegó por primera vez a mis 13 años. Ya sabía de qué se trataba, y cuando vi mi ropa íntima manchada con sangre, exclamé un “¡oh no!” mientras algunas lágrimas salían de mis ojos. Con el calzón a la altura de las rodillas, busqué a mi madre.
-¡Mira, mamá! – Ella bajó la mirada y subió la sonrisa; primero sonrió con los ojos, después mostró los dientes. - ¡Te convertiste en mujer, Carol!”
Al menos alguien estaba feliz…
El día siguiente a mi menarca fue melancólico. Tan frío y nublado que hasta parecía que la noche había sido parida de forma prematura, a las dos de la tarde. De alguna forma sabía que mi estado de ánimo tenía que ver con la sangre que salía por mi vagina. No pude procesarlo
rápidamente y, para ser honesta, aún estoy procesando todo…
Parecía no haber estudiado lo suficiente para saber qué tenía que hacer desde entonces.
Trece años.
Después de poco tiempo, el cuerpo metamorfoseó y, lo que empezó como una transformación gradual y suave, luego se convirtió en un tsunami que llegaba desde el horizonte y no podía ser detenido. Entonces me rendí; cedí espacio al cuerpo que exigía cambios.
Ira.
Tampoco bastó mucho tiempo para que hombres mucho mayores que yo empezaran a mirarme de una manera que dialogaba con un lugar de miedo primitivo e instintivo. No solo por la forma, sino también porque les gustaba exhibir aquellos ojos. No era sutil. Un día, un amigo de la familia, que tenía la edad para ser mi padre, comentó que “ya era hora de empezar a jugar…” con una sonrisa maliciosa estampada en su rostro. En aquel momento entendí la
urgencia que todos parecían tener al preguntar si yo ya había menstruado o no. La sangre era la prueba de que yo ya no era una niña y ahora ellos tenían pase libre para intimidar mi cuerpo como bien quisieran. Cómodos. Ellos depredadores, yo caza; comencé a evitarles.
Una red de apoyo se abrió para mí en el liceo. No sé si existía previamente, pero era, a lo menos, imperceptible para las que aún no habían menstruado. Era como un club secreto donde solo entraba quien tenía la contraseña: “amiga, puedes ver si estoy manchada?” Los comentarios eran siempre cargados de vergüenza, como si no fuera una temática que mereciera naturalidad. Las toallas higiénicas eran traficadas como paquetes de cocaína.
En un día soleado, y me acuerdo porque no había una sola alma con un abrigo en la escuela, menstrué. El chorro de sangre fue expelido después de estornudar y pasaron apenas segundos para que sintiera mi calzón mojado en contacto con mi piel. Esta misma sensación pasó y va a pasar muchas veces durante mi vida, pero como cualquier primera vez, entré en pánico.
Mi intento por esconder la mancha fue en vano y, aquella tarde, todos los cabros me gritaban palabras de odio por dejar la sangre a la vista. Las chicas armaron algún tipo de defensa, pero la hostilidad era tanta que todas nos silenciamos después de un rato.
Mi enojo por todo este asunto fue ganando proporciones significativas. Recién había empezado y ya quería la menopausia. Tanto odio en mi pecho me hizo pensar en todas las posibilidades de acabar con el asunto. No quería menstruar más y estaba dispuesta a hacer cualquier cosa para conseguir mi objetivo. Hice lo que cualquier adolescente haría…
Llegué a mi casa en un estado de trance absoluto, encontré un cuchillo puntiagudo y afilado y me metí en el baño. Lloraba mucho. Delante del espejo, pequeño y redondo, corté las puntas de mis dedos y repetí, “ven, llévate mi sangre y te doy mi alma a cambio” por siete veces. Era un ritual de invocación. La gota de sangre corría por mi dedo índice y tan pronto hizo contacto con la superficie del lavamanos, entendí que la invocación había finalizado. Me veía en el espejo, pero sabía que estaba delante de él, aunque viera mi propia imagen en el reflejo.
Mi voz hizo eco en el espacio: ¿Estás segura de que quieres esto? Le señalé que sí y escuché un “está bien”, seguido de una risa burlona que no me hizo sentir miedo, ya que salía de mi propia boca.
Dejé de menstruar. El pacto con Lucifer había funcionado y yo estaba condenada a residir eternamente en el infierno, pero disfrutaría de toda una vida sin menstruar.
El primer mes fue de puro alivio, pues no tenía ninguna fe de que el pacto hubiera surtido efecto. Me sentía tan libre que vivía, irónicamente, como si estuviera en un comercial de
toallas higiénicas.
El segundo mes fue más complejo, empecé a digerir la idea de pasar toda la eternidad quemándome en el fuego del infierno y, obviamente, el miedo de morir me poseyó. No podía darme el lujo de fallecer. El cuerpo comenzó a reaccionar al pacto y mi cara se convirtió en un campo minado de espinillas, los pechos super hinchados y la sospecha de que estaba embarazada surgió cuando dejé de pedir toallas a mi madre.
Mamita lidiaría bien con una hija vendida al Demonio, pero con un embarazo en la adolescencia, ¡no!
Al final del tercer mes, ya no dormía. Escuchaba la risa burlona siempre que intentaba descansar. El Capeta estaba disfrutando con mi sufrimiento.
Negociación
Exhausta, en el mismo espejo en que la vendí, fui a reivindicar mi alma de vuelta. Oré y pedí para que alguien, un adulto, preferentemente, interviniera a mi favor. Aquella noche soñé que caminaba por un valle oscuro, con lama y muy nebuloso. Perdida, anduve por horas con un cuchillo enterrado en mi cuerpo a la altura del útero. No dolía, pero no lograba quitarlo.
Entonces, me encontré con un lago y el agua era roja como sangre. Allí me incliné y vi a alguien en mi propio reflejo: Jesucristo.
“¿Por qué?” me preguntó.
“No aguanto más...” contesté. “¿Será siempre así?”
Él se rió y dijo que yo aún no había descubierto el misterio pero que, en algún momento, este se revelaría. Sacó el cuchillo de mi guata y susurró “Vete y no peques…”
Depresión
Desperté menstruadísima; sangre por todos lados, como si aquel lago rojo hubiera sido transportado a las sábanas blancas de mi cama.
Nunca hice las paces con el asunto; la menstruación me quitó espacio, apretó y sofocó. Significó mucha pérdida y a la vez me deprimí.
Aceptación
Conversando con una amiga, sin saber muy bien cómo terminar este texto, le pregunté: ¿hay algo positivo en menstruar? Ella pensó por mucho rato y luego dijo un seco y muy chistoso “nada”. Completó su raciocinio y, sin percibir, dio un lindo discurso sobre la aceptación.
“Sabes... estoy cansada de luchar contra la menstruación. Entonces, estoy aprendiendo a amarme con ella, a gustarme con la menstruación porque será parte de mí durante mucho tiempo… ¡es así! Ya conozco las herramientas que necesito para lidiar con ella y lo hago desde un lugar más empático conmigo misma. No voy a echarme la sangre en la cara, hacer máscaras… o ponerla en las plantas, no… pero he aprendido a gustarme, aunque esté menstruada… Ya basta de todo el odio direccionado a mi cuerpo que proviene desde afuera, de la historia… Estoy cansada de odiarme; entonces... acepto. Yo me acepto.”
La manera en la que dijo todo eso fue como si revelara un gran misterio.
Caroline Cruz es una escritora brasileña de 33 años asentada en Santiago de Chile desde hace ya ocho. La mayoría de sus escritos son del tipo autobiográfico, pero, de vez en cuando, se permite jugar a retratar la vida ajena; escenas que ha vivido en carne propia o de las que ha sido testigo directa y que le brindan inspiración para escribir sus reflexiones. Caroline reconoce que es la escritura quien la ha salvado, en innumerables ocasiones, de la intoxicación —por cuanto siente a veces vomitar palabras— y de variados sentimientos que la harían enfermar si para sí los guardase. Además de servirle la escritura como medio para luchar contra la profunda cosificación, esta ha sido para Caroline un alero que la protege principalmente de la soledad, pues, cuando escribe, dice sentirse infinitamente acompañada.
Photo by Adrien Converse on Unsplash (public domain).
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