ONETTI ES EL MISMO cuando escribe sus novelas extensas que cuando escribe sus cuentos; solo que en estos se ve forzado a practicar una virtud, la de la brevedad, que en aquellas remplaza por otras. En sus novelas las elipsis suelen ser modos de escamotearle artísticamente al lector un fragmento de la realidad necesario para la comprensión directa, rápida, paréntesis en blanco que se llenará tramposamente cuando el autor lo quiera. En cambio, en los cuentos, leyes más rigurosas gobiernan las omisiones y las revelaciones, que propenden en los mejores a una economía muy legítima y no solo a un modo de manejar al lector en sus previsibles actitudes.
El mundo de la ficción de Onetti —y no me meto en su mundo personal— es de una sorprendente unidad: se entra a él por sus novelas o por sus cuentos. Un mundo quieto, muerto casi, como un escenario desmantelado, sin paisaje. Los pueblos —ese genérico Santa María— se estremecen al paso de sus solitarios habitantes como una escenografía detrás de la cual solo acecha un vacío absoluto. En medio de ese fondo esquemático, los seres se mueven en soledad, se entrecruzan, se rozan, creen amarse, desearse, creen acaso torturarse unos a otros, sufrir unos por otros, incluso morir unos por otros, sin dejar nunca de ser tangenciales; excepto algunas raras excepciones, encarecidas, a las que Onetti dedica su ternura un poco ácida, una comprensión más empeñosa.
El infierno tan temido incluye dos de estas excepciones, que son a la vez los dos relatos mejores del libro, y además dos cuentos antológicos. El libro, que tiene cuatro, resulta muy representativo de Onetti porque expone todo el espectro de sus características, desde las virtudes mayores que lo convierten en el escritor de jerarquía que es, hasta sus distracciones y haraganerías más imperdonables. Es decir desde «Historia del caballero de la rosa y de la virgen encinta que vino de Liliput», publicado por primera vez en Entregas de La Licorne y «El infierno tan temido», publicado en Ficción, hasta «El álbum», publicado en Sur, y «Mascarada», publicado remotamente en una ignota revista estudiantil, Apex (una de ellas; hubo dos).
El más antiguo, «Mascarada», dice con exceso descriptivo la llegada de una mujer a un parque, que coincide en todo con su andar ilusionado, su contemplación de una pareja de bailarines de tablado, de un hombre con un mono, de una mujer que canta, vestida de hombre; alude mucho al aspecto ridículo y prostituido de su protagonista, para concluir abonando sorpresivamente su inocencia fuera de lugar, cuando el hombre gordo le toma la mano y la lleva «siempre cubierta con la suya hasta encima de la mesa» y le hace «una pregunta, una risa, otra pregunta, por todo dos preguntas que ella no alcanzó a comprender».
«El álbum» realiza, hasta el final preciso, nítido, la ambigüedad entre la verdad y la mentira, cara a Onetti: la mujer recién llegada al pueblo, desconocida, cargada de valijas y de una vida ni corta ni vacía ofrece al protagonista algo más que una iniciación amorosa o el prestigio de tener una amante forastera y mayor: le ofrece la seducción de lo imaginario, el relato de fabulosas gestas amatorias que a cada cita lo arrancan del destino de mediocridad hastiada que le ofrece el pueblo. Cuando la mujer se va del hotel dejando su baúl como rehén de una cuenta impaga y el protagonista lo rescata, empeñando su reloj, saqueando sus ahorros, en un gesto adulto e ingenuo, encontrará que el álbum de fotografías «hacía reales, infamaba cada una de las historias que me había contado, cada tarde en que la estuve queriendo y la escuché».
La «Historia del caballero de la rosa y de la virgen encinta que vino de Liliput» es, ya desde su título, una gran humorada onettiana, no tan rara como lo podrían hacer pensar El pozo, o Para esta noche, o Tierra de nadie. Onetti que —como es harto sabido— entró en la literatura por el camino más negro, por el rastro maledicente de Céline, en una época, que practicó la liberación por el exceso, la decantación por descenso, una especie de cura de lodo para el reumatismo espiritual, fue, no digamos que abandonando su pesimismo sin fisuras, pero dándole la apariencia de un humor menos agresivo y negro que aquel. El romanticismo de sus comienzos, algo tenebroso pero romanticismo al fin, con su sexualidad pudorosa —pese a su admiración por Miller, nunca intentó la obscenidad— dejó paso a un menor arrebato, a una leve sonrisa escéptica; muy probablemente a una amargura mayor o más auténtica, pero disimulada en lo inmediatamente apreciable por un humor cada vez más frecuente. Ahora busca el detalle levemente grotesco, en la psicología o en la invención argumental. Será el chivo de Para una tumba sin nombre, el turco y la mujer de «Jacob y el otro», el testamento con perro incluido en «Historia del caballero de la rosa…».
A Santa María llega por agua —que Santa María está sobre el río cerca de Salto es un dato para la geografía onettiana a no desperdiciar entre los aportes de este cuento— una insólita pareja de hombre «joven, delgado, altísimo», y una muchacha «diminuta y completa»… «demasiado próxima a la perfección para ser una enana, demasiado segura y demagógica para ser una niña disfrazada de mujer». Algunos aburridos se maravillan, indagan, averiguan o inventan. Se los supone bailarines. «Pero nunca nos pusimos de acuerdo respecto al nombre del empresario, y me empeñé en oponer a todas las teorías soeces una interpretación teológica no más absurda que el final de esta historia». El final es la pareja aposentada en casa de la vieja millonaria sentimental y malcriada, el hombre vigilando las hormigas como improvisado jardinero, la mujercita atendiendo a su visible embarazo y mimando a la vieja y a su perro achacoso, y la expectativa, creciendo en el pueblo y quizá en ellos, colmada cuando el escribano difunde la modificación del testamento. Y la muerte súbita y accidental de la vieja, y el donativo de quinientos pesos más el perro. Y el remate:
Porque lo vieron de pie y de rodillas en el pescante, y luego de pie sobre la tierra gorda, negra y siempre húmeda, sobre el pasto irregular y tempestuoso, braceando sin pausas, jadeando por la mueca resuelta y fatigada que le descubría los dientes, para trasladar al voleo las flores recién cortadas, del coche a la tumba, un montón y otro, sin perdonar ni un pétalo ni una hoja, hasta devolver los quinientos pesos, hasta levantar la montaña insolente y despareja que expresaba para él y para la muerta lo que nosotros no pudimos saber nunca con certeza.
El cuento es redondo, sin excesos ni usuras; los personajes están vivos y traen un misterio muy auténtico que no está forzado; se integran en una Santa María expectante, atisbada desde distintos ángulos, con un ritmo justo. El estilo es una muestra del mejor barroco onettiano con su mezcla de cinismo y lirismo muy ajustado a la presunta condición de sus personajes.
«El infierno tan temido» es otro cuento excepcional, aunque de clima muy distinto. La negrura onettiana vuelve por sus fueros, pese al grotesco tremendo del tema de este relato, uno de los más irrespirables de la literatura uruguaya. Su construcción es perfecta, una espiral que se va cerrando sobre Risso, el hombre que no perdonó la infidelidad que le confesaba su mujer, y que abandonado por ella se va viendo cercado por una serie implacable de fotos enviadas a él, a sus compañeros de trabajo «para ser donada a la colección Risso», desde las cuales ella va reiterando las infidelidades, desde un cuarto de hotel de distintas ciudades. Los sobres llegan periódicos, seguros, con un hombre siempre distinto, pero con el mismo reconocible cuerpo de su mujer en fotos más insultantes que pornográficas que, desde su odio tenaz, laborioso, simbolizan compensatoriamente para Risso un amor ultrajado. «[…] por qué no aceptar que las fotografías, su laboriosa preparación, su puntual envío, se originaban en el mismo amor, en la misma capacidad de nostalgia, en la misma congénita lealtad».
Cuando al cabo, lentamente, comprende que la verdadera traición ha sido la suya, la de haberle repetido desde su viudez y sus cuarenta años a su mujer de veinte: «Todo […] puede sucedernos y vamos a estar siempre contentos y queriéndonos. Todo; ya sea que invente Dios o inventemos nosotros», sin haber sido luego capaz de algo diferente del odio y de la mezquindad, ya es tarde. Las postales llegan a la abuela de su hija primero, a su hija después, en el colegio de hermanas. Ya no le sirve el riesgo, al fin planeado, de averiguar su dirección y llamarla o irse a vivir con ella. Y resuelve matarse, matarse él y no matarla a ella, como con gran escándalo explica su colega de Hípicas, el necesario intermediario entre la historia y nosotros.
Acto de amor, conservado a través de la obsesión y el odio, acto capaz de salvarlo de ser una isla más, perdida en un mundo mísero. Como es acto de amor el del caballero de la rosa, convirtiendo en inútiles, devueltas flores el inútil dinero, para partir libre con su mujer y seguir su aventura sin ataduras que la menoscaben.
Con este libro, que reúne los relatos publicados después de Bienvenido Bob y otros cuentos, agota Onetti sus reservas, gloriosamente. Queda fuera del libro propio «Jacob y el otro», publicado con los restantes premios del concurso de Life, en el volumen editado por Ediciones Interamericanas.
Época, 1962
(Texto perteneciente a «Resurrecciones y rescates», Ida Vitale). Fragmento.
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