Esto fue lo que soñé.
Estoy sentado de brazos cruzados cerca del lecho sobre el que yace tendida boca arriba una mujer que dice con voz serena que va a morir.
Sus largos cabellos se esparcen por la almohada y enmarcan un dulce rostro ovalado. Un ligero rubor enciende la blanca piel de sus mejillas. Sus labios muestran un saludable
«Voy a morir», repite al tiempo que abre los ojos de par en par. Los tiene exageradamente húmedos; sus largas pestañas enmarcan unas pupilas de un negro impenetrable. Mi silueta se proyecta vívidamente en la oscura superficie de su mirada.
Escruto esos ojos que me atraviesan como si pudieran ver a través de mí y me pregunto de nuevo si realmente es posible que vaya a morir. Me acerco a la almohada y replico que no es verdad, que todo parece ir bien. Ella reitera con la misma voz sosegada, sin cerrar los ojos, pero con expresión somnolienta que va a morir, y que no hay nada que hacer al respecto.
Le pregunto con vehemencia si puede verme. Me sonríe dulcemente y responde: «Claro que te veo. ¿No te ves ahí, reflejado en mis ojos?». No añado nada más. Me separo de la almohada y me cruzo de brazos sin dejar de preguntarme si realmente va a morir o no.
Al cabo de un rato, la mujer me dice:
—Al morir, entiérrame. Utiliza la concha de una ostra de buen tamaño para cavar el agujero. Del cielo caerá el fragmento de una estrella que quiero que dejes encima de mi tumba. Después quédate al lado de mi féretro y espera. Volveré a reunirme contigo.
Le pregunto cuándo ocurrirá eso, y ella responde:
—¿Verdad que el sol sale? ¿Verdad que, al cabo, se pone? ¿Y verdad que al día siguiente vuelve a salir para ponerse de nuevo? Va de Este a Oeste, de Este a Oeste, sin detenerse. ¿Me esperarás mientras ese ciclo no se detenga?
Yo asiento sin mediar palabra. La mujer alza un poco más la voz sin abandonar su sosiego.
—Espérame cien años —dice con resolución—. Espérame cien años sentado al lado de mi féretro. Te aseguro que volveré.
Le respondo que la esperaré. Y, entonces, la imagen de mí mismo que con tanta claridad se reflejaba en sus pupilas empieza a difuminarse como el reflejo proyectado sobre unas aguas tranquilas que, de repente, se enturbian. Y la mujer cierra los ojos. De entre las largas pestañas asoman lágrimas que resbalan por sus mejillas. Ha muerto.
Salgo al jardín y cavo un agujero en la tierra con la concha de una ostra enorme, de borde regular y afilado. La luz de la luna danza en su superficie cada vez que la hinco en la tierra mojada, de cuyo olor se impregna. Al cabo de un rato ya he terminado de cavar el agujero. Meto a la mujer en su interior y lo tapo de nuevo con tierra blanda mientras la luz de la luna danza sobre la concha a cada palada.
A continuación, recojo el fragmento de estrella y lo coloco suavemente sobre la tierra. Es redondo. Supongo que ha sido el trayecto desde el cielo infinito hasta aquí lo que ha suavizado el contorno de la piedra hasta otorgarle esa forma. Mientras la deposito sobre la tierra, noto un calorcillo en el pecho y las manos.
Me siento sobre el musgo. «Ahora sólo tengo que esperar cien años», pienso mirando fijamente la redonda piedra sepulcral. Mientras espero, y tal y como había predicho la mujer, el sol sale por el Este. Una enorme esfera carmesí. Y, de nuevo como había dicho la mujer, acaba poniéndose por el Oeste sin perder un ápice de esa tonalidad rojiza. Un día menos.
Poco después el cielo vuelve a teñirse de escarlata y el astro rey se alza de nuevo para ponerse otra vez en silencio. Dos menos.
Sigo llevando la cuenta de los días hasta que dejo de saber cuántas veces he visto pasar a la enorme esfera carmesí. Por más días que cuente, el sol sigue cruzando el cielo impávido sobre mi cabeza, pero los cien años no se suceden. Contemplo ensimismado el musgo que se ha ido formando sobre la piedra redonda y me asalta la sospecha de que quizá la mujer me ha engañado.
Entonces, de debajo de la piedra veo brotar, curvándose en dirección hacia mí, un tallo verde. En un instante se alarga de un modo insospechado, me llega hasta el pecho y se detiene. El tallo vibra ligeramente y, en el extremo, se forma un capullo luengo y delgado cuyos pétalos se abren en todo su esplendor mostrando el blanco algodonado de un lirio. Su fragancia permea en cada rincón de mi cuerpo. Del distante cielo caen gotas de rocío que hacen que la flor se incline por su propio peso. Estiro el cuello y beso los blancos pétalos cubiertos de fresco rocío. Al alzar la vista al cielo veo que solo hay una estrella brillando al alba. En ese instante me doy cuenta:
—Ya han pasado cien años.
Soseki Natsume
(Tokio, 1867 - 1916) Novelista japonés. Tras vivir una adolescencia marcada por la desgracia (quedó huérfano de madre a los catorce años de edad), se volcó en los estudios humanísticos hasta alcanzar una brillante formación intelectual. Sus primeras inquietudes literarias le orientaron hacia el ámbito de la poesía, en el que cultivó los metros breves (haikus) mientras completaba sus estudios superiores en el Departamento de Lengua y Literatura Inglesas de la Universidad de Tokio.
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