Su vida conyugal había transcurrido pacíficamente. Era una buena relación, consolidada a lo largo de toda una vida.
Tantos años juntos desdibujaban los recuerdos de romances pasados, los cuales se le antojaban extraños, ajenos. Y es que no recordaba haber estado realmente con nadie antes que con él; era como si él hubiese estado siempre allí.
Desconocía el sabor de la incertidumbre, el desengaño, la desilusión, y todas esas pequeñas catástrofes que caracterizan a las pasiones adolescentes.
El prematuro casamiento, luego de un largo noviazgo, no hizo más que estrechar ese lazo indestructible que los unía íntimamente.
Enseguida vinieron los hijos, a los que criaron amorosamente, disfrutando al máximo cada etapa.
Ella conocía sus prolongados silencios y su aire taciturno, que contrastaban con su tendencia a la charlatanería y la extroversión. Sabía cuando su mirada perdida denotaba cansancio y cuando ocultaba alguna preocupación. Era capaz de leerlo en cada gesto y no existía rincón de su alma que no hubiese penetrado. También aceptaba las diferencias en los gustos e intereses de ambos, ya no constituían un problema.
Por su parte, él era tolerante con su mal humor matinal, su impulsividad y su falta de organización.
Se respetaban mutuamente. Familiares y amigos admiraban la solidez de la pareja; juntos sortearon momentos difíciles y siempre salieron airosos, fortalecidos en el compromiso mutuo.
Por eso el golpe fue tan duro.
La enfermedad fue larga. Larga y cruel. Día tras día, ella vio como su marido se marchitaba. Él luchó con todas sus fuerzas pero, eventualmente, éstas lo abandonaron. Estaba perdiendo la batalla.
Hacia el final, fue necesario internarlo. Durante su prolongada agonía, ella no se movió ni un solo día de su lado, a pesar de la preocupación de los hijos, que temían por su salud. Se acostumbró a dormir sentada, en los escasos momentos en los que la morfina hacía efecto y él lograba descansar.
Finalmente llegó el momento inevitable. Fatal pero esperado. El momento de la liberación. Ella lo presintió y le tomó ambas manos entre las suyas. Entre quejidos y con la respiración entrecortada él la miró profundamente a los ojos y dijo tan sólo:
- Celia…
Dejó de quejarse y de retorcerse. Su mirada – ahora fija, vidriosa – parecía haber recobrado la paz hacía tiempo perdida. Sus manos ya no estaban crispadas y una sonrisa se insinuaba en la mueca de sus labios pálidos.
Ella apoyó la cabeza en su pecho y quiso gritar, pero un nudo en la garganta se lo impidió. Una angustia inexplicable le oprimió el pecho y se sintió morir por dentro.
Se llamaba Rosa.
Silvina Faure
Nací en la provincia de Buenos Aires en el año 1967. Soy profesora de inglés y estudiante de lingüística. Al presente enseño literatura inglesa en un colegio bilingüe. Escribo desde hace muchos años, generalmente cuentos cortos y ensayos, si bien he incursionado en la poesía y la novela corta. Escribo en inglés y en castellano. Soy autodidacta, aunque he participado en algunos talleres de escritura virtuales. .
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