Proeza
El 20 de enero de 1937, aproximadamente a las once de la mañana, volaba sobre Vallecas una escuadrilla de trimotores fascistas. Bombardearon el pueblo al pasar.
Ya fuera del núcleo de la población, sobre as casitas sueltas, diseminadas por los campos baldíos, un junker se destacó de los otros y descendió rápidamente sobre una explanada soleada.
Las mujeres toman el sol sentadas en sillas bajas de paja, formando un semicírculo irregular. Cosen y charlan, y de vez en cuando, una de ellas se levanta, penetra en una de las casitas cercanas y da una ojeada a la comida. Alrededor de ellas un enjambre de chiquillos que juegan sobre la tierra dura.
No hay hombres. Unos se fueron al frente, otros al trabajo en Madrid. Ahorrando duro, todos ellos, habían llegado a ser dueños de las casitas humildes que rodean la explanada. Algunas fueron construidas por la propia mano del hombre en los domingos y las horas libres. Se destacan de las demás por las líneas algo abombadas de los muros y este defecto se convierte en orgullo para sus dueños. Casi todos emigraron de las tierras áridas de la Mancha y habían venido, años hacía, a conquistar Madrid. De esta corriente emigratoria nació Vallecas. No se puede saltar de un pueblo de barro, perdido en la meseta, a la capital. Los emigrantes se paraban en las puertas de Madrid y allí acampaban, tomaban fuerzas y planeaban el asalto. Así, Vallecas, en principio, fue un grupo de ventas de arrieros. Después, un grupo de barracas de latas y maderas viejas. Más tarde, a la vez que Madrid se extendía y se aproximaba al arroyo Abroñigal, sucia frontera sobre la que había un puente mísero, Vallecas creció, edificó calles sólidas, cegó el arroyo y se convirtió en uno de los barrios obreros más populosos de Madrid. Aquellas casitas de las afueras eran patente de independencia.Sus dueños eran modestos comerciantes y obreros especializados.
Las explosiones recientes y el rápido descenso del avión sobre la explanada proyectaron a las mujeres y los chicos en todas direcciones. Algunos se tiraban al suelo. Otros buscaron el cobijo de sus casitas. De una de aquellas salió una mujer con un niño de pecho en brazos, llamando a sus hijos. Los cinco hijos venían ya corriendo hacia la casita, cogidos a su hermana mayor.
En aquel momento el avión vació su carga sobre la explanada y las casitas.
Tomó nuevamente altura y desapareció del horizonte.
Quedaron en la explanada veintitrés cadáveres y tres heridos. La mujer cayó muerta en la puerta de su casa. Los trozos de la carne del niño mezclados con los trozos de la carne de la madre. La hija mayor _dieciséis años_ cayó muerta sobre el cadáver de su hermana de doce. Uno de los niños, de seis años, quedó tendido en el suelo, vivo, falto de un pie y la espalda abierta, Otro de diez años, ileso, pero echando sangre por sus orejas, reventados sus oídos por las explosiones, salió corriendo, llevando a través del campo el cuerpo de su hermanita menor de cuatro años. Lo llevó él mismo hasta la casa de socorro: había recibido el polvo de la metralla y tenía más de cien heridas diminutas en su cuerpecito.
La niña estaba en la sala cuatro del Hospital Infantil del Niño Jesús. El niño cojo estaba en la cama cuatro de la sala treinta y uno del Hospital Provincial de Madrid.
El padre, como todas las mañanas, se había ido con un carro tirado por un borriquillo al mercado central de Madrid. Allí, compraba cajas de pescado que después revendía en Vallecas. Así ,mantenía a sus seis hijos y levantó la casita, ladrillo a ladrillo.
Él mismo me ha contado la historia, sentado a la cabecera de la cama del niño que me miraba con los ojos oscuros muy abiertos.
El padre se llama: Raimundo Melanda Ruiz
La madre se llamaba: Librada Garrás del Pozo
Las ruinas de la casita herida por siete bombas conserva aún el número veintiuno de la calle de Carlos Orioles en Vallecas.
El avión era un trimotor junker alemán
Los asesinos no tienen nombre.
Argüelles
Argüelles es una barriada de Madrid que en noviembre de 1936 quedó deshecha. La invasión pretendió entrar por allí en la ciudad y para abrirse camino la bombardearon furiosamente. Hubo que dejar vacío el barrio y vacío sigue. Aún constituye una trinchera avanzada de la defensa de Madrid, a la que llegan los disparos de fusil y de cañón.
Su límite es el paseo de Rosales, balcón abierto al frente de la Casa de Campo y del parque del Oeste. En medio está el Manzanares, el río sin agua que nos se pudo pasar.
El balcón pende en el vacío, sin caer. Está agarrado a la fachada, aún, por una pata de hierro que se hunde en el mortero. Se le ve moverse como un péndulo. Arriba, encima de él, hay otro balcón intacto. En el suelo hay un tiesto con una enredadera. En este año de guerra, la enredadera ha crecido y ha llegado hasta el balcón roto. Se ha enroscado en él, y le sostiene sobre el vacío.
En medio de la calle, entre las dos vías del tranvía ya rojas de orín, hay una bacinilla de riñón. Está boca arriba. Y al lado, una muñeca, sucia, rota, despeinada, con los ojillos de cristal intactos, contempla el orinal. El niño no ha venido. Pero allá arriba, en el tercer piso de la casa cortada, hay una cuna volcada hacia la calle. Parece que en una convulsión arrojó su carga, junto con los ladrillos de la pared rota de la alcoba. ¿Estará el niño debajo del montón de ladrillos? Interrogo a la alcoba en lo alto y al muñeco caído en la calle. Sólo me contesta el montón de escombros. Parece que sale de él el vagido callado de un niño. Me han cogido un pie. El frío del miedo me ha recorrido la espina dorsal: estoy solo en la calle. Es un cable de tranvía, enrollado y caído, verde por las escarchas de un año. Me agarra de los pies igual que hacen los heridos a los compañeros, para que no les abandonen en el campo de batalla. Debo cogerlo y separarlo. Deja entonces, en las piedras de la calle, una huella verdosa.
Un letrero ¡VINO Y CERVEZAS!. Unas puertas destripadas, un mostrador derruido, sillas y bancos rotos y tirados, mesas patas arriba. Vidrios rotos. Tengo sed. Dentro hay una mesa intacta. Una mesa roja, redonda, una mesa de taberna; tres taburetes alrededor. Situada en un rinconcito, espera a los parroquianos viejos, que salieron corriendo. Porque sobre ella aún está la botella, un frasco cuadrado de vidrio, dentro del cual se secó el vino, dejando una mancha roja oscura, como sangre seca. Y cercando la botella, tres vasos llenos de polvo con posos rojizos. Se fueron los parroquianos y vino la araña. La araña ha encontrado habitación en el frasco. Desde su boca ha tendido una red de hilos a los vasos y todo forma un conjunto para atrapar moscas, un conjunto sucio, lleno de polvo, muerto, donde anida la vida. La araña se asoma al local del frasco y me mira. Me voy.
Piso de nuevo la calle de Ferraz, tan sola, que mis pasos suenan a hueco. Y entonces comienza el bombardeo de todos los días. Estallan las granadas sobre las casas muertas, abriendo nuevas heridas en sus cuerpos desgarrados. Aquel piano que quedó inmóvil y solo en noviembre del año pasado, caído sobre una de sus patas rotas, mostrando la dentadura amarillenta de sus teclas, como un monstruo moribundo, da un grito: un casco de obús rompe sus cuerdas, hasta hoy tensas. La nota chillona resuena en toda la calle, en todo el barrio vacío. Todas las cosas que nunca tuvieron vida, todas las cosas mueras, todas las cosas que nacieron muertas, adquieren vida propia. Cae un jarrón y estalla en mil pedazos sobre las piedras. Cae un zapato, un zapato de mujer, que sólo rebota sobre la acera, trenzando un paso de baile macabro. La explosión ha impulsado a la lámpara de aquel comedor. Oscila violentamente y hace chirriar sus cadenas. El obús revienta el montón de escombros y lo esparce en nuevos montones.
Entre explosión y explosión, las cosas, las casas, las calles gritan sacudidas por la metralla.
Yo me quedo acurrucado en el portal de una casa, muerto de miedo a las cosas muertas.
(Publicado en La Nouvelle Revue Français, 9 de junio de 1938)
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