A pesar de su éxito como artista, Yasha Mazur es el protagonista de una narración sobre la obsesión por el sexo. Ampliamente reconocido en la región oriental de Polonia, es famoso por sus impactantes exhibiciones de magia, acrobacia y escapismo que presenta en diversas localidades.
No obstante, sus proezas de ilusionismo y su maestría en su arte van más allá de los límites del escenario. Hombre de herencia mixta judía y gentil, Yasha navega sin esfuerzo entre estos dos mundos, viviendo sin restricciones morales. Sus extensas giras no solo le permiten dejar a su esposa, una judía practicante, en casa, sino también entregarse a la compañía de otras mujeres.
Sin embargo, llegará inevitablemente el día en que Yasha ya no pueda eludir los desafíos con la misma destreza que muestra durante sus actuaciones públicas. Podría verse obligado a tomar una decisión crucial sobre la dirección que su vida debe tomar en última instancia.
Con el paso del tiempo, El mago de Lublin ha llegado a ser considerada la obra más significativa de la literatura yidis.
El mago de Lublin
I
Aquella mañana, Yasha Mazur, o el mago de Lublin, como era conocido en todas partes excepto en la ciudad de su residencia, se despertó temprano. Siempre solía pasar uno o dos días en el lecho después de regresar de sus viajes; el cansancio que le dominaba justificaba la indulgencia en aquel continuo reposo. Su esposa, Esther, le llevaba a la cama leche, bollos y platillos de avena. Comía y, luego, volvía a dormitar. El loro se desgañitaba; Yoktan, el mono, hacía rechinar los dientes; los canarios gorjeaban y trinaban, pero Yasha, sin hacerles caso, se limitaba a recordar a Esther que abrevara a los caballos. No hacía falta que se molestara en hacer tal recomendación a la mujer; ésta siempre se acordaba de hacerlo, sacando agua del pozo para llevársela a Kara y Shiva, el tronco de yeguas grises de Yasha, o, como éste les había apodado, Polvo y Cenizas.
Yasha, aunque mago, era considerado un hombre rico. Poseía una casa y en ella se encontraban graneros, silos, establos, un henil, un patio con dos manzanos e incluso un pequeño huerto donde Esther cultivaba sus propias verduras. Lo único que no tenía era hijos. Esther no podía concebir. En lo demás, era una buena esposa. Sabía hacer punto, un vestido de novia, hornear tartas y pan de jengibre, arrancar la pepita a las gallinas, aplicar ventosas o sanguijuelas e incluso sangrar a un enfermo. Cuando era algo más joven había probado toda clase de medicamentos para combatir la esterilidad, pero ahora era ya demasiado tarde, pues se acercaba a la cuarentena.
Como cualquier otro mago, a Yasha se le tenía poca consideración en la comunidad en que vivía. No llevaba barba e iba a la sinagoga solamente en los días de Rosh Hashonah y Yom Kippur, y esto si por entonces acontecía que se encontraba en Lublin. Esther, por el contrario, lucía el pañuelo tradicional, practicaba la cocina kosher y respetaba el Sabbath y todas las demás leyes. Yasha pasaba el sábado charlando y fumando cigarrillos en compañía de los músicos. A los rigurosos moralistas que intentaban corregir su manera de ser, les contestaba siempre: «¿Cuándo habéis estado en el cielo para saber cómo es el Señor?».
Era arriesgado discutir con él porque no era ningún necio, sabía leer en ruso y en polaco e incluso estaba bien informado sobre cuestiones judías. Era un hombre verdaderamente temerarios. Para ganar una apuesta había pasado en una ocasión toda una noche en el cementerio.
Sabía caminar y patinar en la cuerda floja, trepar por los muros y abrir cualquier cerradura. El cerrajero Abraham Leibush le apostó cinco rublos a que podía fabricar una cerradura que Yasha no podría abrir. Pasó varios meses trabajando en ella, y Yasha la abrió con una lezna de zapatero. En Lublin se decía que si Yasha hubiera escogido la senda del delito ninguna casa habría estado segura.
Después de pasar dos días haraganeando en la cama, Yasha se levantó aquella mañana con el sol. Era un hombre de baja estatura, de hombros anchos y cintura estrecha; lucía un enmarañado pelo rubio y tenía unos ojos de color azul claro, unos labios finos, una barbilla estrecha y corta nariz eslava. Su ojo derecho era un poco mayor que el izquierdo, y a causa de ello parecía que siempre los estaba guiñando con burlona insolencia. Tenía cuarenta años, pero parecía diez años más joven. Los dedos de sus pies eran casi tan largos y flexibles como los de sus manos, y era capaz de estampar con ellos su firma subrayándola con una floreada rúbrica. E incluso de mondar guisantes. Podía flexionar su cuerpo en todas las direcciones. Y se decía que sus huesos eran maleables y que sus articulaciones estaban descoyuntadas. Rara vez actuaba en Lublin, pero los pocos que le habían visto trabajar en la ciudad, se hacían lenguas de sus habilidades. Podía caminar con las manos, comer fuego, tragarse espadas y dar saltos mortales lo mismo que un mono. No había nadie que pudiera igualar su destreza. Se le podía encerrar en una habitación, echando la llave por la parte de fuera de la puerta, y, a la mañana siguiente, se le veía paseando indiferente por la plaza del mercado mientras la cerradura aparecía sin abrir. Podía hacerlo incluso si se le encadenaba de pies y manos. No faltaban los que aseguraban que practicaba la magia negra y que poseía un gorro que le hacía invisible, y que era capaz de comprimirse y pasar por las grietas de las paredes. Otros decían que era, sencillamente, un maestro del ilusionismo.
Se levantó de la cama sin echarse agua en las manos como debía de haber hecho, ni rezar sus oraciones matinales. Se puso unos pantalones verdes, unas zapatillas de color rojo y una chaquetilla de terciopelo negro recamada de lentejuelas de plata. Mientras se vestía daba cabriolas y hacía bufonadas como si fuera un mozuelo, silbaba a los canarios, dedicaba sus atenciones a Yoktan, el mono, y hablaba a Haman, el perro, y a Metzotze, el gato. Estos animales eran solamente una parte de la colección de los que poseía. En el patio había un pavo real macho y otro hembra, un par de pavos vulgares, una bandada de conejos y hasta una serpiente, a la que tenía que alimentar dándole un día sí y otro no un ratoncillo vivo.
Era una mañana cálida, poco antes de Pentecostés. En el huerto de Esther habían aparecido ya brotes verdes. Yasha abrió la puerta del establo y penetró en él. Inhaló profundamente el olor del estiércol y acarició a las yeguas. Luego, les peinó la melena y dio de comer a los demás animales. A veces, al regresar de uno de sus viajes, se encontraba con que había desaparecido alguno de sus animales favoritos, pero esta vez no se había producido ninguna muerte.
Se encontraba de buen humor y recorrió su propiedad a la ventura. Por entre la verde hierba del patio brotaban multitud de flores: capullos amarillos, blancos y variopintos y ramos empenachados que ondulaban a impulsos de la brisa. Los cardos y las enredaderas llegaban casi hasta el tejado de la dependencia accesoria de la casa. Las mariposas revoloteaban por todas partes y las abejas iban zumbando de flor en flor. No había hoja ni tallo que no tuviera sus habitantes: un gusano, un insecto, un mosquito, seres, algunos de ellos, apenas visibles a simple vista. Como de costumbre, Yasha se maravilló al contemplarlos. ¿De dónde venían? ¿Cómo subsistían? ¿Qué hacían durante la noche? En el invierno, morían, pero, al llegar el verano, los enjambres volvían a aparecer. ¿Cómo era posible que sucediera semejante cosa? Cuando estaba en la taberna, Yasha presumía de ateo, pero, en realidad, creía en Dios. La mano de Dios estaba presente en todas partes. El capullo de cada fruto, cada guijarro, cada grano de arena eran una manifestación de Él. Las hojas de los manzanos aparecían húmedas de rocío y brillaban como pequeñas luminarias bajo los rayos del sol matutino. Su casa se encontraba en las afueras de la ciudad y le era posible ver grandes campos de trigo, verde ahora, pero que dentro de seis semanas adquiría una tonalidad de amarillo de oro, listo para la recolección. «¿Quién creó todo esto? —se preguntaba Yasha a sí mismo—. ¿Acaso fue el sol? Si era así, quizá el sol era Dios». Yasha había leído en algún libro sagrado que Abraham adoraba el sol antes de aceptar la existencia de Jehová.
No, él no era inculto. Su padre había sido un hombre instruido, y Yasha, de muchacho, estudió el Talmud. Después del fallecimiento de su padre, le aconsejaron que continuara su educación, pero en lugar de hacerlo se había unido a los circos ambulantes. Era mitad judío y mitad pagano… en el fondo, ni una cosa ni otra. Él había creado su propia religión. Existía un Creador, pero no se revelaba a nadie, ni daba indicaciones de lo que convenía hacer y de lo que estaba prohibido. Los que hablaban en Su nombre eran unos embusteros.
Primera parte del capítulo uno, del libro "El mago de Lublin", por Isaac Bashevis Singer.
Isaac Bashevis Singer (en yidis: יצחק באַשעװיס זינגער; Leoncin o Radzymin, según algunas fuentes, Reino de Polonia, entonces parte del Imperio ruso, h. 11 de noviembre de 1903-Miami, Florida; 24 de julio de 1991) fue un escritor judío, y ciudadano polaco. En 1978 se le concedió el Premio Nobel de Literatura.
Foto de imustbedead: pexels (public domain).
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